Los ojos del sacerdote se abrieron poco apoco. Se sentía desorientado. No era consciente aún de que se había quedado dormido en su iglesia. Los últimos retazos del sueño se desvanecían. Sólo recordaba que en él había un persistente repicar de campanas. Todavía algo confuso, tardó en percibir que llamaban a la puerta.
– ¡Ya va! ¡Ya va! Va usted a quemar el timbre… -dijo el sacerdote, irritado con quien acababa de despertarle.
Recorrió el pasillo interior de la iglesia con pasos rápidos. Frente a la puerta de madera, se ajustó la tira de la bata que llevaba sobre el pijama, antes de abrir. Una ráfaga de lluvia y un viento gélido entraron en la iglesia cuando lo hizo. Al párroco se le ocurrió la absurda idea de que los traía consigo aquella mujer, cuya silueta se alzaba delante de sus ojos y a la que no reconoció, aunque no fuera una extraña.
– ¿Qué es lo que quiere? -dijo el sacerdote, de un modo muy poco amable.
– Confesión, padre. Necesito confesarme. Ahora mismo.
– ¿Seguro que no puede esperar hasta mañana? No creo que esté usted en peligro de muerte como para pedir que la confiesen a estas horas.
La mujer esbozó una amarga sonrisa y replicó en tono angustiado:
– Le juro por Dios que lo necesito. Ahora.
– Ande, ande, pase. Está usted calada -dijo el cura, haciéndose a un lado para dejarla entrar-. Y no use el nombre de Dios en vano.
– Gracias, padre Litwa.
La familiaridad con la que la mujer pronunció su nombre fue como un bálsamo para el sacerdote. Hizo desaparecer de un plumazo su mal humor y su trato formal.
– ¿Quién eres, hija mía? ¿Te conozco?
– Audrey Barrett… La pequeña Audrey.
– La pequeña… Oh, ya me acuerdo. La familia Barrett, claro. ¡Qué cabeza la mía! Tú y tus padres no faltabais a misa un solo domingo ni una sola fiesta de guardar. No te había reconocido, perdóname. Ha pasado tanto tiempo…
– Sí. Llevo veinte años sin volver a New London.
– ¡Pues menudo día que has elegido para regresar! Hace una noche de mil demonios.
– Oh, sí, los demonios andan sueltos -dijo ella, enigmáticamente.
– Dame tu gabardina y el gorro. Los pondré a secar.
– Déjelo, padre.
– Pero están empapados…
– Es igual. No voy a quedarme mucho tiempo.
– Como quieras.
El sacerdote la llevó hasta la nave de la iglesia.
– Siéntate y cuéntame por qué has venido hasta aquí, en esta noche horrible, para confesarte. ¿Tan graves son tus pecados?
Los dos tomaron asiento en unos de los bancos de madera. Audrey suspiró. Ese simple gesto fue suficiente para que el sacerdote percibiera su angustia. A Audrey le asaltaron de nuevo las dudas. Su mente estaba confusa, y variaba de un extremo al otro, sin darle tregua. Un momento antes quería confesarse a toda costa, pero ahoia se dijo que estaba engañándose a sí misma y que eso carecía de sentido. Después de lo que había hecho y de lo que había ocurrido, era ingenuo pensar lo contrario.
– Me confiese o no, mi alma está condenada al Infierno, padre.
– Eso no puede ser cierto. Dios siempre es comprensivo con nuestras faltas. Hasta con las peores.
Lo ocurrido en el exorcismo de Daniel había consumido las fuerzas escasas que le restaban a Audrey. Pero la presencia de este hombre bueno y afable, que siempre la trató con cariño, le devolvió parte de su energía y le dio también, quizá, un poco de esperanza.
– ¿Usted cree de verdad que Dios lo perdona todo? -dijo Audrey.
– Por supuesto que sí. ¿Quieres confesar ahora tus pecados, Audrey?
– Sí. Sí -repitió, más decidida-. Bendígame, padre, porque he pecado. Me confesé por última vez hace… cinco años.
El sacerdote, que era un hombre agudo y sensible, además de bondadoso, preguntó:
– ¿Qué ocurrió hace cinco años?
– Mi vida acabó.
La brutal sinceridad de esa respuesta conmovió al padre Litwa.
– No digas eso, hija mía. Las desgracias de esta vida sólo hacen más dulce la eterna felicidad que aguarda a nuestras almas.
– Dios aprieta, pero no ahoga, ¿verdad? -preguntó Audrey, con sarcasmo.
– Dios nos ama sobre todas las cosas.
Audrey negó levemente con la cabeza, en un gesto de infeliz incredulidad. Sus dudas regresaban.
– Ojalá pudiera volver a creer eso.
– Todos somos libres de elegir nuestro camino, Audrey. Y de cambiarlo también, si hace falta.
La psiquiatra volvió a suspirar. Miró fijamente a los ojos del sacerdote. Estaban llenos de compasión y esperanza. Afuera continuaba lloviendo. Un viento que rugía como un animal salvaje estrellaba ráfagas de agua contra las vidrieras y la puerta de madera de la iglesia.
– Bendígame, padre, porque he pecado -repitió Audrey, poniéndose de rodillas en esta ocasión.
Quizá porque no estaba bien cerrada, una de las ventanas se abrió de golpe. El agua y el viento penetraron en el templo con renovado ímpetu. El paño de lino que cubría el altar se agitó movido por el viento, con un aleteo perturbador. La luz del sagrario se extinguió.
Esta brusca irrupción de los elementos había roto de nuevo el hechizo. Después de estar vagando durante varios días, Audrey había decidido ir a aquella iglesia de su niñez en la que siempre halló consuelo. Antes de enfrentarse a quien le había arrebatado a su hijo, necesitaba hacer las paces con Dios. Esa noche, pretendía que el padre Litwa redimiera su alma atormentada. Pero todo eso no pasaba de una ilusión. Ahora estaba segura de ello. Las dudas se habían acabado. Audrey volvió a levantarse.
– Tengo que irme -dijo.
– Pero ¿y tu confesión?
Audrey ignoró la pregunta del sacerdote, y respondió:
– Gracias, padre Litwa. Adiós.
Capítulo 22
Boston.
La cripta de la antigua iglesia que ahora se hallaba bajo el edificio Vendange era lo más tétrico que se pueda imaginar. Un enlosado grisáceo, lleno de polvo y priedrecillas disgregadas de los muros, cubría todo el suelo. Al fondo, sobre una plataforma elevada, estaba el altar. A un lado había reposado, como símbolo perfecto de la decrepitud de aquel lugar, la cruz que Cloister levantó, y que debió de ocupar la pared tras el altar. No había otras figuras religiosas. Sólo algunos cachivaches que seguramente se abandonaron allí en lugar de tirarlos a la basura: un candil de metal oscuro con el cristal roto, una palmatoria de pantalla troncocónica, un par de butacones con la tela raída y una mesa redonda de madera. Un último detalle completaba la inopinada decoración. Se trataba de un óleo bastante vulgar que mostraba el puerto de Boston con varios gallardos veleros del siglo xix. Los barcos más hermosos jamás construidos, hijos en su mayoría de aquella ciudad de Nueva Inglaterra.
Tras la somera inspección, el padre Cloister se persignó, rezó una oración en silencio y se puso a trabajar. Colocó su cuaderno sobre la mesa del altar y sacó de sus bolsillos la cámara fotográfica y la grabadora. Esta última tenía un cordón fijado a un anclaje metálico lateral. El sacerdote la encendió y se la colgó del cuello, tras comprobar que estaba en la posición de activación automática por la voz. Sus palabras, describiendo la estancia, fueron quedando registradas en la memoria digital.
Cloister inspeccionó bien todos los recovecos, aunque nada le llamó la atención en especial. Bastante había sido descubrir aquel lugar, por medio del padre del conserje del edificio, en uno de esos golpes de suerte que uno nunca espera. Aunque, dadas las circunstancias, quizá había sido un golpe de mala suerte…
La estancia era lo que parecía y parecía lo que era, una cripta completamente normal de una iglesia de tipo medio. Cloister limpió con su pañuelo una pequeña zona del escalón que llevaba hasta el altar y se sentó en él, con la linterna entre las manos apuntando al fondo. Fue allí desde donde el jesuíta creyó ver un destello brillante que provenía de unos escombros. Se acercó y se agachó para comprobar qué era. Estaba muy adentro, entre varios cascotes grandes. Tuvo que quitarse la grabadora del cuello para evitar que se golpeara contra el suelo. La dejó a un lado y fue palpando con la mano hasta que tocó algo. Era un objeto afilado. Al cogerlo, se cortó en un dedo y una gruesa gota de sangre cayó sobre el suelo. Se trataba de un pedazo de cristal roto. Cloister volvió a sacar su pañuelo del bolsillo, lo dobló para evitar que la mugre rozara la herida, y se lo puso en torno al dedo.