Cloister volvió a atravesar la carbonera, a cruzar el patio y a descender hasta la sala de los pilares de carga. Desde allí regresó a la cripta. Pasara lo que pasara, mañana sería otro día.
Capítulo 25
Boston.
La llamada de Audrey había despertado a Joseph en plena noche. Su preocupación no paró de aumentar desde entonces. El sabor a despedida de la voz de la psiquiatra lo había dejado angustiado. Intentó devolverle la llamada, pero Audrey tenía apagado su teléfono celular. Joseph temía que fuera a cometer una locura. Ella era una mujer atormentada, y quizá la muerte de la esposa de ese amigo suyo, profesor de Harvard, había sido lo que faltaba para colmar el vaso de su desesperación. Tenía que encontrarla. Pero todos sus intentos para lograrlo habían sido infructuosos hasta el momento.
Audrey se había evaporado. Ésas fueron las palabras de su secretaria, a la que Joseph llamó de madrugada para preguntarle por ella. No tuvo mejor suerte con la madre superiora de la residencia, a la que decidió ir a ver en persona. Tampoco la religiosa sabía nada de Audrey, y estaba tremendamente preocupada por ella. «Se ha olvidado aquí su maletín y no ha venido a buscarlo, y ni siquiera ha llamado para preguntar por él -le dijo la madre Victoria-. Eso no es propio de Audrey. Ella es tan profesional, tan cuidadosa…»
La angustia de la monja era verdadera, pero Joseph tuvo la nítida sensación de que no estaba siendo del todo sincera con él y que se guardaba algo que no quería contarle. Estaba en lo cierto, aunque no podía imaginar lo que la madre superíora le ocultaba. Allí se había celebrado un exorcismo. Fue después de él cuando Audrey se había marchado, conmocionada, olvidando su maletín en una huida apremiante. La madre Victoria temía por su integridad física, pero lo que realmente la mortificaba era la integridad de su alma. Tuvo deseos de compartir esta carga con el bombero, pero se obligó a no hacerlo. La prudencia recomendaba que él no supiera nada de todo aquello.
A Joseph ya no le quedaba nadie más con quien hablar, pero no iba a rendirse. Ni una sola vez, en toda su carrera, había dejado de intentar rescatar a quienes quedaban atrapados en los incendios, por más peligrosa que fuera la situación y por mínima que fuera la esperanza de encontrarlos con vida. No abandonó a Daniel en el incendio del convento, aunque hasta su propio compañero le aconsejó que desistiera. Y no iba a abandonar tampoco a Audrey.
Capítulo 26
Boston.
En la profundidad de la cripta, abarcado por una energía desconocida, Albert Cloister se sumió en ideas que cada vez recorrían caminos más alejados al control de su consciencia. Sin saber cómo ni por qué, el jesuita sintió un repentino mareo y tuvo que sentarse. Casi al instante, de un modo ajeno a su control, cayó en un sueño profundo, y penetró el universo de su subconsciente. Las imágenes oníricas fueron creando una ilusoria realidad en que las dimensiones del espacio y el tiempo quedaban anuladas o reinterpretadas. La fuerza de la gravedad o las leyes de la naturaleza, ya no existían con la pertinaz consistencia del mundo exterior. Los colores y las formas eran nuevos. El tamaño, las proporciones del cuerpo, se habían disipado como un humo etéreo. Todo estaba generado por la mente. Nada era verdaderamente real.
Un cielo sin nubes, imposible de definir en su transparencia azul, se extendía sobre una inmensa campiña. Animales desconocidos y amigables pastaban junto a riachuelos de aguas mansas. El olor a flores inundaba el ambiente.
Cloister volaba sobre los campos. Al fondo, unas montañas empezaban a aproximarse. Eran hermosas, con cumbres nevadas. Más allá, un mar turquesa se erizaba en olas de espuma blanca. Miles de peces emergían de la superficie, dando saltos en el aire. La felicidad era tan real en ese mundo irreal como una roca en el mundo físico.
El Sol se puso en el horizonte y la Luna apareció majestuosa en lo alto. Casi parecía tener un rostro. Estaba espléndida, luminosa, protectora. Cloister vio que ahora se hallaba sobre una ciudad, con sus tejados de pizarra y teja, sus azoteas y sus calles. Era de noche. Las luces multicolores resplandecían. De pronto, la fachada de edifico Vendange apareció ante sus ojos. Siguió avanzando hasta su interior. Estaba solo. La sensación de paz y alegría fue dando paso a un sentimiento de abandono. El pecho se le fue ahuecando a medida que, en su propio sueño, se acercaba a la cripta de la antigua iglesia, bajo el suelo del edificio. Todo era igual, aunque, en cierto sentido, también era distinto.
Entró flotando, con la misma sensación de ingravidez, y vio a una mujer tendida en el altar. Estaba desnuda y era muy hermosa. Más que eso: era deslumbradora. Su abundante pecho descendía hasta un vientre plano que caía hacia la caverna de su sexo, protegida bajo un cuidado manto de vello negro. Era intensamente morena, y se podía notar a distancia el palpitar de su corazón rebosante de deseo. Miró al sacerdote al tiempo que se giraba. Este sentía a la vez atracción y ansias de escapar. Su voto de castidad le impedía sentirse bien en semejante situación, atrapado por un torbellino de lujuria. Pero algo le trababa y le imposibilitaba el retroceso. Había un magnetismo que frenaba su reacción, cada vez menos intensa contra esa fuerza invisible. Ella se puso de pie. Sus formas femeninas se mostraron en todo su esplendor a la mirada del sacerdote. La mujer se metió los dedos en la boca y los lamió con fruición. Luego bajó la mano hasta el sexo y lo acarició hasta que se humedeció visiblemente.
Cloister estaba frente a ella. La abrazó, sintiendo sus senos apretarse contra su pecho. Las bocas de ambos se juntaron y se entrelazaron las lenguas. Ella empezó a desnudarlo. Le quitó la chaqueta, la camisa, desabrochó su cinturón y le bajó los pantalones; le dio un empujón para que se recostara en el altar. El sacerdote estaba boca arriba, con su sexo pleno. La mujer se puso sobre él. La penetró con furor. El remordimiento no existía ahora, se había escondido en un lugar distante. Los movimientos se fueron haciendo cada vez más intensos, frenéticos. La mujer saltaba sobre su vientre. Los gemidos de placer se tornaron gritos de dolor.
– ¡PARA, PARA! -vociferó Cloister, tratando de frenarla.
Entonces se vio empapado de ardiente sangre, que lo cubría y descendía por su cuerpo como la lava de un volcán. Ahogó otro grito, mientras devolvía la mirada a la mujer. El rostro de ella había cambiado. Sus ojos refulgían y su boca robaba aire como la de un pez fuera del agua. Toda su piel se hallaba perlada de sudor. De pronto, se detuvo en seco. La expresión de su cara se hizo repentinamente marchita. Se le apagaron los ojos y sus labios se juntaron. Un último gemido lastimero y se derrumbó hacia delante, sobre el sacerdote.
Cloister se despertó con un gran sobresalto, y retornó a la realidad de un modo agudo y acelerado, como un torbellino. Había sufrido una horrible pesadilla. Su estado era de confusión, y su corazón palpitaba acelerado. Se dio cuenta de que estaba bañado en sudor. Sentía el mismo miedo que un niño cuando la luz se va sin previo aviso, y las tinieblas lo llenan todo… El sueño había sido tan vivido, tan real. Incluso se examinó para cerciorarse de que no estaba ensangrentado. Lo que sí percibió, con vergüenza, fue una mancha húmeda en sus pantalones.
Como era obvio, el jesuíta no podía saber que, no lejos de allí, en la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad, Daniel, el viejo jardinero deficiente mental, se había despertado igualmente empapado en sudor y con lágrimas en los ojos, aferrado a la colcha de su cama. El no gritó. Gemía de pánico, casi en silencio. También había tenido una horrible pesadilla.
Cuando se serenó un poco, el sacerdote notó que tenía la boca seca y pastosa, y un hondo desasosiego en el espíritu. Sintió un deseo irreprimible de comunicar con la entidad. Aquella pesadilla no podía ser algo casual. Las casualidades no existen: son sólo la ignorancia de quien no sabe por qué sucede algo.