Desde la reforma del reglamento de canonización en 1917 no era preceptivo exhumar los cuerpos para comprobar si estaban incorruptos o había arañazos en el interior de los ataúdes que los albergaban. Lo primero era signo inequívoco de santidad, mientras que lo segundo significaba que la persona enterrada no estaba realmente fallecida en el momento de ocupar su fosa, de modo que se habría despertado en el interior, de repente, y por desesperación habría tratado de escapar golpeando y arañando la madera. Vano intento que, por añadidura, al considerarse propio de la desesperación, hacía incompatible esa circunstancia con la santidad. Sin embargo, a pesar de la no obligación de hacerlo, la exhumación a menudo se seguía practicando cuando se podía acceder con facilidad a los restos.
Los tres sacerdotes salieron de la iglesia y ocuparon el Seat Toledo. Una nube de vecinos, avisados por la joven del bar y sus parroquianos, salió a paso ligero detrás del coche. Todos querían ver lo que hacían aquellos enviados de la Santa Sede con el cuerpo de su buen don Higinio.
En el interior del camposanto había un cierto olor a descomposición, potenciado por el calor. El sol caía como una losa sobre las cabezas de los cinco hombres que se reunieron en torno a la tumba de don Higinio. El obispo, a pesar de su sombrero, notaba cómo el sudor le iba bajando desde lo alto de la cabeza por la frente y todo su rostro. Los enterradores, que habían tenido que excavar la tierra, descansaban a la sombra y tenían las camisas completamente empapadas. Se quitaron las gorras y se acercaron a una llamada del párroco. Bajo la atenta mirada del padre Cloister, desclavaron con unas palancas la tapa de madera del ataúd de don Higinio, que, podrida, se quebró en varios pedazos a pesar del cuidado que los hombres pusieron en la tarea.
Los habitantes de Horcajo observaban la escena desde fuera, agolpados unos contra otros y pegados a la verja que daba acceso al cementerio, tratando de ver algo. Sólo podían atisbar desde allí a los sepultureros de cintura para arriba, metidos en la fosa y sacando trozos de madera, que iban dejando a un lado. Para los sacerdotes, el cuerpo del exhumado sí quedó a la vista, envuelto en un sudario raído. Mientras el padre Cloister se inclinaba para ver mejor, uno de los sepultureros, que estaba retirando la tela, lanzó un grito ahogado y salió corriendo hacia atrás, agarrándose a la tierra con las manos pero sin apartar la mirada del interior del ataúd. El otro hombre puso cara de extrañeza y severa censura, hasta que se apercibió de lo que había visto su compañero.
– ¡Jesús! -exclamó el obispo, mientras el párroco daba un paso atrás.
El único que se mantenía aparentemente impasible era el jesuíta, que se arrodilló junto a la fosa y miró adentro.
– ¡Tiene todos los huesos machacados! -exclamó el obispo, con los ojos encendidos de rabia-. Esto ha tenido que ser obra de algún desalmado. ¡Nos hallamos ante una profanación!
– Eso no puede ser, eminencia -terció el párroco.
La caja de pino era la original y la tierra no había sido removida. Una profanación era imposible.
Las gentes congregadas murmuraban en voz baja. Algunos hombres y mujeres se persignaban y empezaban a rezar. Ignoraban lo que sucedía, pero la reacción de los sepultureros y de los clérigos no hacía presagiar nada bueno. Don Higinio debía de haber sufrido desesperación y ya no sería santo.
En aquel aciago día, mejor hubiera sido no haber exhumado los restos de aquel hombre bueno. Haberlo olvidado para siempre, o haberlo santificado sin más investigaciones. Ante los ojos del obispo, del párroco y del padre Cloister, los huesos de don Higinio habían aparecido quebrados por cien lugares, reducidos a pedazos. ¿Una profanación? No. El padre Cloister sabía que esa no podía ser la causa de las fracturas, aunque nunca hubiera visto nada similar. Era imposible que el hombre se hubiera producido él mismo tales lesiones. Pero, entonces, ¿cómo…?
Algo destacó bajo el sol apabullante que lo inundaba todo. Sus pensamientos se interrumpieron con brusquedad. Vio una inscripción en uno de los fragmentos a los que había quedado reducida la tapa del ataúd. Estaba grabada en el interior, en la madera podrida por el paso del tiempo. Era una frase breve y concisa, escrita con una firmeza que no se correspondía con la posible acusación de desesperanza de don Higinio. Y, sin embargo, aquella frase transmitía la más aguda y terrible desesperación que un ser humano puede experimentar. La más aguda y terrible desesperación imaginable: «TODO ES INFIERNO».
Capítulo 3
Boston.
El Centro Médico de St. Elizabeth, al que todos conocían afectuosamente por St. E's, tenía casi ciento cincuenta años de historia, pero su esencia continuaba siendo la misma: servir a los más pobres y necesitados. Era allí donde ingresaron a Daniel, el anciano jardinero del convento donde había ocurrido un incendio terrible y devastador dos semanas antes. Pasado ese tiempo, nadie parecía aún saber si Daniel iba a salvarse o no. Había sufrido quemaduras en los brazos y las manos, aunque sus pulmones se llevaron la peor parte. Consiguiera o no sobrevivir, los médicos afirmaban que nunca se recobraría del todo y que tendría problemas para respirar en adelante.
Joseph, el bombero que le salvó la vida no se había decidido a ir a verlo hasta entonces, aunque se sentía obligado a hacerlo. Arrancar a alguien de las llamas de un incendio y devolverle al mundo de los vivos es un acto generoso, pero supone también una carga pesada. Al final, el salvador acaba siempre con la sensación de que le debe algo al salvado, quizá por haberlo forzado a seguir viviendo una vida que no siempre es fácil.
Después de preguntar en la recepción por la zona de cuidados intensivos, se dirigió hacia ella. Aquel lugar le provocaba escalofríos. Había una calma absoluta, que, sm embargo, no inspiraba el menor sosiego. Era la falta de vida, el hecho de estar entre ella y la muerte, la razón de aquel pesado silencio. Sólo lo interrumpían sonidos inquietantes: el murmullo de los respiradores artificiales, el lejano ping de una máquina que marcaba un ritmo cardíaco mortecino, los pasos acelerados de una enfermera, el sonido metálico de un teléfono…
El bombero se asomó a una de las habitaciones. No era la de Daniel. Se le aceleró el pulso al ver el estado de quien se encontraba en ella. «Mierda», dijo para sus adentros. La impresión le hizo volverse bruscamente, y no pudo evitar estrellarse contra una enfermera.
– Lo siento, perdóneme -se disculpó.
– ¿Se encuentra usted bien?
Eso lo preguntó la enfermera, que ni siquiera se quejó por el encontronazo, al ver el rostro intensamente pálido del bombero.
– Sí, gracias. Es sólo que… Bueno… -El bombero señaló con el pulgar hacia atrás.
– Los quemados son los peores…
Por supuesto que sí. ¿Qué le iba a contar a él? Pero una cosa era encontrárselos en el fragor del incendio, con la adrenalina amortiguando las emociones, y otra muy distinta era verlos así, con el ánimo frío.
– Yo venía a visitar al señor… eh… Me temo que no sé su apellido. Pero sí que se llama Daniel.
La expresión preocupada de la enfermera dio paso a otra severa y llena de desconfianza.
– No será usted uno de esos abogados, ¿verdad?
En su boca, la palabra abogado sonó como la más infecta y contagiosa de las enfermedades. El bombero imaginaba qué abogados eran esos a los que ella se refería: los que rondan como alimañas los hospitales, y hasta las agencias funerarias, buscando algún cliente y alguien a quien demandar en su nombre o en el de sus familiares.
– Oh, no, no. Yo soy bombero. Saqué a Daniel de allí, ¿sabe? De aquel incendio.
– Ya. ¿Y tiene usted alguna clase de identificación?
El bombero revolvió torpemente uno de sus bolsillos. Por fin encontró su cartera., de la que extrajo un carné.