Tras agradecerle su generosa ayuda, Albert dio un fuerte apretón de manos a su amigo, le pidió que tratara de moderarse, aunque sólo fuera un poco, y luego se marchó. Su espíritu se había alejado del frente de batalla durante unas horas. Ahora, la realidad le golpeaba de nuevo. Pero tenía un arma secreta.
Nada más volver a Boston, Cloister encendió su portátil y ejecutó el programa de Harrington. Después abrió con él el archivo de audio del exorcismo: el fragmento que transcurría entre el momento en el que la doctora Barrett se aproximaba a Daniel y su repentina huida.
La aplicación empezó a trabajar. Una barra de progreso indicaba el porcentaje realizado. No tardó mucho en acabar la tarea. El sonido filtrado podía reproducirse mediante un botón de play. Cloister se puso los cascos y lo oprimió.
Nunca hubiera creído lo que aquel programa era capaz de hacer. Los sonidos más fuertes se habían eliminado, borrados como si nunca hubieran existido. Los susurros, por el contrario, estaban realzados. Podía oír una respiración agónica, que debía de corresponder a los malogrados pulmones de Daniel; un sonido silbante previo al sobre-cogedor grito en el que un sinnúmero de voces distintas se entremezclaban, ahora eliminado por el programa informático. Después se escuchó cómo el viejo pronunciaba las palabras que también recordaba el exorcista: «globos amarillos». Pero ahora podía entenderse algo más: «El payaso de los globos amarillos», le parecía a Cloister que decía. Y luego: «Fishers Island», «New London», «Tú conoces bien».
En efecto, los datos se correspondían con los hechos. La doctora Barrett conocía New London porque vivió allí durante bastantes años, con su madre. Tenía sentido.
A lo anterior siguieron algunos susurros que Cloister no logró identificar como palabras. Pertenecían a la parte en la que la cabeza de la doctora Barrett se había interpuesto entre los labios de Daniel y el micrófono de la cámara de vídeo. Eran sonidos extraños, confusos, una especie de silabeo que dio paso a algo que sonaba parecido a «eoyeim» o «euyaim». Imposible de entender. Por último, Cloister sí logró entender algo como «casa», «lago» y «tesoro». Palabras inconexas aunque ciertamente reveladoras.
Cuando acabó, el sacerdote subió el volumen de reproducción hasta el máximo y volvió a escuchar todo el fragmento, deteniéndose ahora en los momentos clave. No entendió nada más. Pero sí pudo dar un sentido a las extrañas palabras que antes le parecieron absurdos balbuceos. Creía que Daniel, en realidad, había dicho un nombre: «EUGENE».
Eso no parecía significar nada especialmente relevante. Era un nombre cuya raíz griega significaba El bien nacido. ¿Qué podía querer decir con eso? ¿Sería así como se llamaba el supuesto hijo de la doctora Barrett?
Todos sus frentes de investigación estaban detenidos. Aparte de esperar, sólo tenía ya dos opciones. La primera era que la doctora Barrett pudiera darle personalmente la clave, si es que se recuperaba. Y la última, quizá la más inmediata: visitar a Daniel para intentar sacarle algo, aunque no tenía en ello muchas esperanzas.
Capítulo 38
Boston.
Cloister abrió su cuaderno de notas y llamó a información telefónica. Preguntó por el número del hospital de New London. Se disponía a hacer una gestión que probablemente no iba a dar fruto, pero que no obstante tenía que probar. Cuando le dieron el número, lo marcó y esperó a que lo atendieran. Preguntó a la telefonista del hospital por la doctora Audrey Barrett. Después de un breve silencio, ella dijo que lo sentía, pero que no podía ofrecerle ningún dato. La policía lo había prohibido. En todo caso, habría en algún momento un parte médico.
Cloister agradeció la atención y colgó. Miró en su agenda otro número de teléfono. Un número de teléfono de Roma. Se puso un hombre al que el sacerdote conocía bien, aunque no le tenía demasiado aprecio. Pertenecía al servicio de espionaje del Vaticano, conocido sencillamente como la Entidad.
– Necesito un favor -dijo Cloister, y explicó lo que quería saber.
El otro hombre le pidió algo de tiempo y colgó. A la media hora le devolvió la llamada. Tenía la información: la doctora Barrett estaba mejor de lo que habían dicho en las noticias. No se hallaba en coma, aunque al parecer sufría un shock emocional agudo. Un agente de policía custodiaba permanentemente su habitación, la 517, ya que la doctora se hallaba bajo arresto como sospechosa del homicidio del escritor Anthony Maxwell. Se encontraba consciente, aunque no parecía ser capaz de razonar con claridad.
– No te preguntaré cómo lo has averiguado tan pronto.
– Mejor así.
Cloister sabía que, dadas las circunstancias, entrevistarse con la psiquiatra se auguraba aún más complicado de lo que imaginó. Por el momento sólo tenía la opción de recurrir directamente al viejo Daniel. A pesar de sor Victoria. El sacerdote estuvo dudando unos momentos acerca de si era preferible solicitar del Vaticano un mandato o hablar primero con la religiosa. Bajo ningún concepto deseaba importunarla, ni hacer sufrir a Daniel. Ojalá pudiera renunciar a ello. Pero ya no podía. Se le había encargado investigar, seguir las líneas que considerara oportunas, hasta que llegara a la meta o a un callejón sin salida. Y aunque en varias ocasiones creyó estar metiéndose en una vía muerta, estaba seguro ahora de que la meta se hallaba muy próxima.
Tenía la agenda en la mano, abierta por la página de la residencia de las Hijas de la Caridad. Se dijo que era mejor informar a la monja con franqueza. Si tenía que pasar por encima de ella, que fuera con dignidad y sin sombras. Aquella mujer admirable y valiente lo merecía. No le importaba asumir sobre sus espaldas la responsabilidad del conflicto que seguramente iba a producirse.
– ¿Sor Victoria? -dijo el sacerdote cuando le pasaron la llamada.
– Me alegro de oír su voz. ¿Sabe algo nuevo?
– Me temo que no… -lo pensó dos veces antes de decir-: En realidad, sí. Le pido que no lo diga a nadie más. La doctora Barrett está consciente.
– ¿Fuera de peligro?
– No. Pero no está en coma. Creí que le gustaría saberlo.
– Por supuesto. Es motivo de alegría, y una buena noticia, a pesar de todo lo malo ocurrido.
– Sí, sí que lo es. Aunque lo que tengo que decirle no creo que le agrade tanto, hermana.
La religiosa se mantuvo en silencio. Cloister juraría que escuchó una especie de suspiro, quizá de tensa expectación.
– Sor Victoria -siguió el sacerdote-, es imprescindible que me permita hablar con Daniel.
– ¡No! -dijo ella, tajante-. Estaba esperando que me lo pidiera, pero no puedo permitirlo. Daniel ha pasado ya mucho. ¿No es bastante?
– Lo es, y sé cuánto ha sufrido. Créame, hermana, que no se lo pediría si no fuera absolutamente necesario.
– ¿Tan importante es su investigación?
– Sí. Se lo aseguro.
– Aun así, no puedo autorizarlo. Daniel es más importante que cualquier investigación. No lo permitiré. Usted me prometió que él quedaría al margen. Me dio su palabra.
– Le prometí que haría lo posible, si ello estaba en mi mano. Tendré que recurrir al Vaticano, y lo siento de veras.
La monja se volvió a quedar en silencio. No se enfadó, al menos notoriamente. Mantuvo la serenidad al decir:
– Si es así, hágalo y obedeceré. Aunque le ruego que no lo haga.
– Debo hacerlo. No puedo explicarle los motivos, pero debo hacerlo. Le doy mi palabra de que no tengo alternativa.
– Bien, padre. He de volver a mis oraciones. Gracias por contarme lo de la pobre Audrey.
Cloister se sentía culpable, y no era la primera vez. Cuando se trabaja para los Lobos de Dios, hay que moverse a menudo en los recodos más torcidos de la senda del Señor. Era duro, pero necesario. Por eso, el sacerdote no titubeó al pedir al cardenal Franzik en persona, jefe de los Lobos, que le abriera el candado de sor Victoria.