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Albert no se rió con la ocurrencia, aunque en cualquier otro momento lo hubiera hecho.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque es verdad, es la puta verdad… Si la gente supiera cómo funciona el negocio del arte… ¡Ah, qué bien se está en la montaña a la que ninguna chusma accede! ¡Qué fresca el agua de la fuente sin chusma!

– Cada día estás peor, amigo.

– Lo sé. También me lo ha dicho mi psiquiatra. Ah, el hastío… Quizá me suicide.

– ¡No lo dirás en serio!

– Bueno, podría ser, ya lo pensaré. Pero antes de hacerlo asesinaría a mi asistenta. Estoy harto de ella. Rompe mi orden. Me descoloca las cosas. Las mueve con intención de fastidiarme. Como soñar es gratis, he pensado en invitarla a tomar café aquí mismo, en el salón, a ser posible con su marido, y quemarles vivos con unas latas de gasolina. Aunque destruya mi propia casa…

– En realidad no estás tan loco, ¿verdad?

– No, claro que no. Pero a veces me gustaría estarlo. El contacto con la realidad es malo. Preferiría vivir en un mundo de fantasía generado por mi mente. Como en Matrix, aunque sin que me chupen la energía… ¡Bien, dejemos de hablar de mí! Me dijiste por teléfono que necesitabas un filtro de sonido, ¿no?

– Exactamente eso.

– Pero concreta más, por favor. Mientras lo piensas, voy a buscar una pastilla que tengo que tomarme.

Harrington regresó al poco con un vaso de agua y una enorme cápsula de color rojo y blanco. Se la tomó como una serpiente engulle a su víctima y volvió a sentarse.

– Es para las jaquecas -dijo, mientras se tocaba la cabeza-. No sabes cuánto sufro. Me están matando. ¿Sabes lo que decía Schopenhauer sobre el placer y el dolor?

– No, no lo sé. Seguro que algo horrible.

– Ciertamente sí: decía que para comprender qué es más fuerte, el placer o el sufrimiento, comparemos el placer que siente un animal que devora a otro con el sufrimiento que supone el ser devorado.

Albert se quedó callado un momento, con expresión de desagrado en el rostro.

– Pero ¿qué le pasaba a ese hombre para decir semejantes cosas?

– Es muy natural -replicó Harrington-: Hay que ponerse en su lugar. No follaba nunca, el pobre… Pero, bueno, vayamos a lo que nos ocupa.

– Tengo una grabación hecha con cámara de vídeo doméstica. He separado el audio. Se escuchan unos gritos y ruido, pero lo que yo necesito es escuchar un momento determinado. Entre el micrófono y la persona que habla en susurros se interpone otra persona. Sólo se me ocurría recurrir a ti. ¿Crees que puedes hacer algo?

– Si no he entendido mal, y yo nunca lo hago, tú necesitas eliminar los sonidos fuertes y realzar esos susurros. ¿Se trata de alguna de tus investigaciones raras, amigo jesuíta? ¿De ese otro lado en el que yo no creo aunque haya tantas cosas sin explicar? Y, por encima de todo, ¿no será el audio de un exorcismo, verdad?

Sagaz como pocos, a pesar de su desordenada personalidad y su mente errática, Harrington Durand había dado en el clavo.

– Sí. Es un exorcismo. ¿Cómo lo has sabido?

– Intuición femenina. Aunque, pensándolo bien, yo soy un hombre… Lo dejaremos en intuición, a secas. Como te veo bastante mustio voy a ofrecerte algo que te cargue las pilas: ¿Whisky, ginebra…?

– No, gracias. No necesito una copa.

– ¿Entonces Coca-Cola, Doctor Pepper, un zumo?

– Nada, de verdad.

– Pues yo sí voy a beber algo de alcohol. Potencia el efecto de la pastilla que acabo de tomarme.

Mientras se servía un whisky con hielo, Harrington volvió al tema del filtro:

– Habrá que diferenciar bien las frecuencias del sonido y separarlas. No hay problema. Me estoy acordando ahora de una película que vi hace un par de años, en la que…

– Harrington, por favor, no dispongo de mucho tiempo.

– Perdona. Ya me conoces. Soy multitarea, como los ordenadores. Aunque ellos son tontos y yo no.

– ¡Por favor!

– El filtro, el filtro, el filtro. Sí, sí, no hay problema. Si has traído el archivo de audio, puedo escribir el código de la aplicación para el filtro ahora mismo, en cinco minutos. Acompáñame.

Cloister extrajo su ordenador portátil de la cartera y siguió a Harrington. De un salón absolutamente clásico, con sillones chéster, maderas y muebles nobles, cuadros de escuela flamenca -quién sabe si originales- y hasta un reloj de péndulo Erwin Sattler, los dos hombres pasaron a una estancia cuyo contraste con la anterior era equivalente a comparar la Capilla Sixtina con el transbordador espacial. Ahora estaban rodeados de pantallas de plasma, ordenadores, monitores TFT y un sinfín de otros aparatos electrónicos.

– Mi salón del trono -dijo Harrington con voz solemne y las manos abiertas-. Siéntate donde quieras menos en el sillón negro.

Al lado del sillón negro había otro idéntico, pero de cuero verde oscuro. Albert Cloister lo señaló y, ante el asentimiento de su amigo, se dispuso a ocuparlo. El se sentó en el suyo, colocó sobre la mesa el portátil del jesuíta y lo puso en marcha. Cuando el sistema se hubo cargado, Harrington chasqueó los dedos y se lanzó sobre el teclado como quien interpreta un presto agitato al piano.

Cloister se mantuvo en silencio un momento, para no molestarle, pero Harrington, sin dejar de mirar el monitor, dijo:

– Puedes hablar, si quieres. Te repito que soy multitarea. No creas que voy a confundirme por eso. Nunca me equivoco. Es para mí una experiencia desconocida. Como el fervor religioso. No sé lo que son.

De nuevo divagaba dando muestras de su extraño sentido del humor. Pero volvió mentalmente al lugar en que estaba para poner de manifiesto un problema.

– Necesitaremos que el filtro elimine, no sólo los ruidos, sino también los sonidos que puedan falsear lo que tú quieres oír. Si no, se mezclará todo. Y eso sería una auténtica mierda, ¿verdad? Es mejor que establezcamos varios niveles de filtrado.

– ¿Cómo puedes hacer eso? No soy un experto, pero tampoco un ignorante. ¿Es posible discriminar sonidos similares? ¿Puedes hacerlo?

– La duda ofende. Hiere, incluso. Pues claro que puedo hacerlo, sacerdote de poca fe. Claro que puedo. Es secreto militar, pero me importa un bledo contártelo… Con este tipo de filtros, el ejército tiene unas charlas en ambientes, digamos ruidosos, tan limpias como si los soldaditos estuvieran en una jodida cámara anecoica. Es elemental.

– Elemental para ti -dijo Albert.

– Nada de eso. Al menos hay diez ingenieros, aparte de mí, que podrían haberlo hecho. Con la misma elegancia en el código, cinco, quizá. ¿Lo ves? No es para tanto. Y ahora, por favor, distráete con algo y no me distraigas a mí, que voy a empezar a programar.

En unos pocos minutos, y ante los ojos atónitos de su amigo, aquel loco genial acabó el trabajo. Con gesto solemne, colocó en la pantalla el puntero del ratón sobre el botón de salvar, y lo pulsó. Se giró en la silla, miró a Albert, dedicó una especie de torpe saludo marcial y anunció:

– Hecho. Acabado. Finalizado. Ahora apagaré tu ordenador, que ya tiene dentro lo que necesitabas, y tú haz con ello lo que quieras.

– ¿No vamos a probarlo? -preguntó Cloister, extrañado por el hecho de que Harrington no quisiera chequear su aplicación de filtrado.

– Jamás pruebo mis códigos. ¿Para qué? Eso es de timoratos de la informática. Espero que no lo digas pensando en que lo que acabo de hacer podría no funcionar… Además, el sonido corresponde a un exorcismo, y bastante tengo yo con todo lo mío como para agregar más leña a la caldera… ¡Prefiero seguir durmiendo como hasta ahora! Yo he hecho lo que me has pedido. No quiero tener nada que ver con ello.

Aquel extraño individuo seguía siendo tan único y genial como cuando Albert lo conoció en un aula de ciencias de la Universidad de Chicago, hacía ya quince años. Todos los demás compañeros recelaban de él, se reían por lo bajo, lo tenían apartado como un monstruo. Pero Albert enseguida vio en él algo especial. Trabaron amistad, a pesar de las dificultades que propiciaba la personalidad de Harrington, y empezaron a enriquecerse mutuamente con sus ideas y concepciones incipientes del mundo. Buenos tiempos.

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