Al final del tramo de escaleras había una estancia jalonada de pilares de carga. Aproximadamente en el centro, el padre del conserje barrió con el pie la mugre acumulada y dejó al descubierto una trampilla.
– Hijo, levanta esto. Yo tengo la espalda mal y no puedo hacer esfuerzos.
El muchacho obedeció al punto, tan intrigado como Cloister. Pocas veces había estado en esa sala, y ni mucho menos conocía el lugar recóndito al que llevaba la boca que, con esfuerzo, abrió como si se tratara de las fauces de una bestia mitológica. Con su linterna, alumbró el interior y vio el suelo, al fondo, y una escala lateral metálica.
– Cuidado al bajar -dijo el padre-. Esa escalera no se usa desde que… Desde hace mucho tiempo.
Las palabras del hombre llamaron la atención de Cloister, que percibió en ellas algo extraño, como si hubiera estado a punto de decir algo y luego hubiera preferido callárselo.
– Yo tengo que volver a mi puesto -dijo el conserje-. No puedo ausentarme sin motivo.
– No tienes por qué tener miedo, hijo.
– No tengo miedo, papá. Pero no quiero bajar ahí y debo seguir trabajando.
A Cloister le resultó chocante la repentina actitud del joven. Cuando éste se marchó, el primero que descendió fue su padre, y finalmente el jesuita. Se trataba de la cripta de la antigua iglesia. El ambiente era opresivo, denso, cargado. Olía a humedad y a podredumbre. Todavía conservaba unos arcos de piedra ciegos, un altar y una gran cruz, que estaba tirada en el suelo. Había, además, mucha porquería, escombros y maderas podridas. Y algo más. Algo imposible de definir.
La cruz estaba tumbada ligeramente boca abajo. Cloister se fijó en eso nada más entrar. Era un detalle que sólo tendría en cuenta un paranoico. Pero sus coordenadas lógicas y racionales no eran las de siempre. Una cruz invertida se interpretaba como signo del Oponente de Cristo. Algo que cuadraba bastante bien con lo que le había llevado hasta aquella ciudad y aquel lugar.
– ¿Qué, jefe, esto vale más de esos trescientos, o no?
– Sí, lo reconozco. Aquí tiene.
Cloister sacó su cartera y cogió de ella seiscientos dólares.
– Tome, cuatrocientos por esto, y doscientos más si me cuenta por qué antes dijo que esta escalera no se usa «desde que»… ¿Desde qué?
– Me pone en un aprieto… Es una historia muy antigua. Mi padre me bajaba aquí cuando yo era niño. También trabajó en el hotel. Era un hombre muy creyente, católico, apostólico y romano, igual que mi madre. Él arregló la trampilla de ahí arriba y volvió a colocar la escalera… Cuando cegaron el acceso a la cripta.
– Así que cegaron el acceso… ¿Y por qué es un aprieto contarme esto?
– Porque… ¿Cómo le diría?… Porque cuando yo tenía la edad de mi hijo, más o menos, el jefe de mi padre, el director del hotel… el director mató aquí a su mujer. Nadie sabe qué fue lo que le pasó. Se volvió loco, y luego se mató él. Mi hijo se ha ido porque se olía algo… Él nunca ha venido aquí. Le conté la historia del antiguo director del hotel, pero sin darle muchos detalles. Bastante triste es la cosa, y mi hijo es muy impresionable, ¿sabe? El caso es que el director y su señora bajaron aquí y… Y ya está. Ya le digo que nadie sabe a ciencia cierta lo que pasó. El hombre, al parecer, se comportaba de un modo raro hacía tiempo.
– ¿Y por qué venían a la cripta? -preguntó Cloister.
– Pues eso es otro misterio, porque a rezar no era -dijo el hombre, después de lanzar una de sus miradas de cierto desdén al jesuíta-. Ustedes los periodistas siempre buscando el sensacionalismo, ¿eh?
– Lo llevamos en la sangre -contestó Cloister-. Bueno, gracias por traerme aquí. Esto es lo que estaba buscando para… para mi artículo. Tendré que bajar otras veces, yo solo. ¿Hay algún problema?
El hombre se quedó con gesto neutro en el rostro y luego arqueó las cejas y lanzó un suspiro. Antes de que pudiera reaccionar, Cloister añadió:
– Naturalmente podré darle otros seiscientos dólares si me deja entrar aquí cuando quiera, durante los próximos días.
– Claro que puede venir aquí cuando quiera. Pero ¿no podrían ser mil esos pavos?Ya sabe cómo son las pensiones, y lo cara que está la vida.
– Mil, de acuerdo. Pero necesitaré la llave de la carbonera para llegar hasta aquí, y la de la puerta de metal del patio.
– No hay problema. La carbonera ya no se usa. Nadie puede quejarse. Además, siendo usted un periodista… No hay cuidado.
El hombre entregó las dos llaves a Cloister y le pidió que se las devolviera a su hijo cuando hubiera terminado su labor y sus visitas a la cripta. El jesuita quiso entonces quedarse solo, para tomar unas notas de voz y hacer algunas fotografías. El padre del conserje aceptó de buen grado la petición. Su curiosidad por ver lo que hacía o decía: no era tan grande como su deseo de regocijarse en el golpe de suerte que había tenido. Subió con gran esfuerzo por la escalera de metal y se marchó, no sin antes sopesar la posibilidad de contarle algo más a aquel periodista de tan abultada cartera. El sabía la verdadera historia de cómo el director del hotel mató a su esposa. Una historia que su padre le contara en tantas ocasiones, siempre en tono de confidencia. El modo en que se produjo el asesinato en aquel lugar oculto.
Pero no. Era algo demasiado terrible. El director del hotel y su mujer estaban haciendo el amor sobre el altar, cuando él, que estaba debajo, sacó un cuchillo de caza y se lo clavó a ella en la vagina. Luego tiró del mango y le desgarró por completo el vientre. La mujer murió en medio de un enorme charco de sangre que chorreó sobre el suelo otrora sagrado… No, decididamente no debía contarle eso a nadie, ni siquiera por un buen dinero. Los muertos, muertos están. No hay que profanar sus secretos.
Ya completamente solo en la cripta, Cloister se acercó a la cruz tirada en el suelo y la levantó hasta apoyarla en un muro, como debía estar, boca arriba. Luego respiró hondamente aquel aire rancio y ahogó una arcada. El haz de la linterna reflejaba las innumerables motas de polvo que llenaban el espacio. En ese ambiente, el jesuíta se dispuso a incorporar aquel nuevo descubrimiento a los datos de su investigación.
Capítulo 21
New London.
La iglesia de San Pedro y San Pablo estaba situada en una zona portuaria del norte de New London, junto a unas vías de tren paralelas a la Interestatal Noventa y Cinco. Su párroco, de origen polaco, era un hombre piadoso al que esa noche se le resistía el sueño. Cansado ya de dar vueltas en la cama, había decidido bajar a la iglesia y, a esas horas tardías, estaba sentado en uno de los bancos de madera frente al altar, en espera de que el sueño acudiera por fin para expulsar al pertinaz insomnio.
El día había sido frío, pero nada en él hizo prever la tormenta que se inició al final de la tarde. Llovía con una intensidad asombrosa. Resultaba difícil recordar alguna otra ocasión en la que lo hubiera hecho con tanta violencia. El agua caía del cielo formando una barrera casi sólida. El corazón benévolo del párroco se apiadó de los pobres infelices que estuvieran por las calles. Ningún rincón de la ciudad debía continuar seco. Sin embargo, sí lo estaba el interior de su iglesia. Allí, el golpeteo de la lluvia sonaba amortiguado, con una cadencia arrulladora. El sacerdote notó que los párpados comenzaban finalmente a pesarle. Unos minutos después, se durmió.
En su sueño había un hermoso valle donde se levantaba una ermita. El blanco inmaculado de un rebaño de ovejas que pastaba a su alrededor completaba la escena pastoril. Las ovejas no se inquietaron cuando empezó a repicar la campana de la ermita. El párroco pensó que era la llamada para la misa vespertina, pero vio que la puerta del templo estaba cerrada. No había nadie dentro, aunque las campanas siguieron tocando y tocando, con una insistencia que empezaba a resultar molesta.