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Cloister miro su reloj. Era la una y media. No recordaba si en España eran cinco o seis horas más, al encontrarse hacia el este. En todo caso, fueran en Madrid las seis y media o las siete y media de la tarde, podía llamar al despacho de su amigo Gracia con visos de encontrarlo aún trabajando.

– Por favor, deseo hablar con el señor Cecilio Gracia.

– ¿De parte de quién? -dijo una voz femenina.

– De su amigo Albert Cloister.

El jesuita hablaba español perfectamente, aunque un resto de acento era casi imposible de limar en esa lengua para los anglohablantes.

– ¡Albert! ¡Qué sorpresa!

– Me alegro de encontrarte todavía en el despacho, Cecilio.

– Bueno, estoy en la sala de restauraciones, supervisando la restauración de un Beato muy valioso, pero me han pasado aquí tu llamada. ¿Qué se te ofrece?

El sacerdote obtuvo una respuesta positiva a su pregunta. 4-45022-4 era, en efecto, una signatura posible en la Biblioteca Nacional.

– Si esperas un poco, o me llamas en unos minutos, Albert, consultaré la base de datos Ariadna y te diré a qué obra se refiere.

– No me importa esperar, si no tienes inconveniente.

– En absoluto… Déjame ver… Estoy abriendo la base de datos desde un ordenador de aquí… Veamos, 4-45022-4… Ya lo tengo: «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones».

– ¿Los Japones? -inquirió Cloister, confundido.

– Sí, los Japones es un modo castellano antiguo de denominar al Japón.

– Gracias por tu ayuda, Cecilio -dijo el sacerdote mientras anotaba el título del libro-. Tengo ahora que dejarte. Espero que no pienses que soy grosero si me despido ya de ti. En otro momento te llamaré, y charlaremos.

– Adiós entonces, amigo. Comprendo que estés ocupado. Un abrazo. Cuando quieras, estaré encantado de hablar contigo.

El jesuita ya sabía lo que era 4-45022-4, el libro al que esa signatura correspondía y dónde estaba. Muy bien, pero… ¿qué le decía ese título? Nada. Nada en absoluto. Era obvio que tendría que descubrir lo que significaba. No podía ser tan fácil. Debía ir en busca de ese libro. A España. Estaba dispuesto a lo que fuera si eso servía para desvelar la verdad prometida. En lo desconocido se ocultan siempre los más grandes descubrimientos.

Tentar con la verdad a Cloister era la mejor forma de herirlo en la capa más íntima de su orgullo. Desde siempre había estado dispuesto a sacrificarse por la verdad. O a asumir riesgos por ella. La verdad lo había llevado, en una ocasión, a recibir varías bofetadas de un violento profesor al que acabaron echando de su colegio. Goodman se llamaba, irónicamente, el profesor que le pegó para que confesara algo que él no había hecho.

Si entonces encajó los golpes sin titubear, por algo en el fondo insignificante, ¿cómo iba ahora a renunciar a esa verdad prometida, por la que tantos sucesos extraños estaban aconteciendo? Aunque, al final, sólo fuera un espejismo o un engaño de una entidad burlona, sabía que estaba a punto de lanzarse en las fauces del misterio. No podía evitarlo. Quizá por eso, precisamente por eso, la entidad de la antigua iglesia cuyo solar hoy ocupaba el edificio Vendange lo había buscado a él.

Capítulo 29

Fishers Island.

Joseph pisó a fondo el pedal del freno. El coche derrapó antes de que consiguiera enderezarlo de nuevo. Aquella maldita carretera no era ninguna autopista, y él iba a toda velocidad. Tenía que recuperar el tiempo que había perdido en New London sin poder embarcar. No logró coger el último ferry de la mañana por menos de diez minutos, y el siguiente no salía hasta horas después, cuando ya casi había anochecido. Fue incapaz de sentarse durante la travesía. Se pasó todo el viaje recorriendo la cubierta de un lado a otro, con una sensación lúgubre en el pecho.

Conforme había ido avanzando el día, se hizo cada vez más fuerte en Joseph la urgencia de encontrar a Audrey. Había incumplido la ley para conseguirlo y le había cobrado un viejo favor a un amigo suyo policía, obligándole a valerse de su autoridad y sus contactos para localizar desde dónde le había hecho Audrey la llamada con su teléfono celular. Hasta ese día, Joseph ni siquiera había oído hablar de Fishers Island. Sin embargo, nunca había tenido tanta prisa por llegar a ningún otro sitio. Había conducido como un loco desde Boston, sin levantar el pie del acelerador en todo el trayecto. Tuvo suerte de no cruzarse con ningún coche de policía o con un radar en la carretera.

Las horas se le habían escurrido entre los dedos. Al retraso por culpa del ferry se le unió el tiempo que había invertido en descubrir el posible paradero de Audrey. Jo-seph sólo sabía que ella le había llamado desde Fishers Island, pero no en qué lugar concreto de la isla podría encontrarse ahora, si es que aún estaba allí.

– Ella sigue aquí -se dijo Joseph en voz alta, con los dientes apretados y la vista clavada en la sinuosa carretera.

Había imaginado que Fishers Island no debía de recibir muchos visitantes en invierno, y eso le hizo albergar esperanzas de que algún tendero, o el dueño de algún otro local, se acordara de Audrey y pudiera darle alguna pista sobre su paradero. En uno de los sitios en que preguntó -un pequeño supermercado llamado Village Market, que era el único de la isla-, el dependiente consiguió identificar a Audrey por su descripción. «No pasa por aquí todos los días una forastera de tan buen ver como esa», comentó el hombre. No supo decirle dónde encontrarla, sin embargo, y le recomendó preguntar en el puesto de guardacostas del puerto. «Ellos saben quién entra y quién sale de la isla.»

Así fue como Joseph descubrió que Audrey había llegado un día antes, de madrugada, y que preguntó por la casa de Anthony Maxwell, el famoso escritor de cuentos para niños. A falta de otros indicios, lo único que podía hacer Joseph era ir a la casa de Maxwell y cruzar los dedos para encontrar allí a Audrey.

Quedaba poco tiempo. Todos sus sentidos le advertían de eso. Le gritaban que se diera prisa. Joseph aceleró.

Capítulo 30

Madrid, España.

La Biblioteca Nacional de España, cuya sede se halla en el corazón de la ciudad de Madrid, posee uno de los fondos bibliográficos más extensos del mundo. Su importancia es equiparable a la de la famosa pinacoteca española, el Museo del Prado, en un país con el mayor patrimonio histórico-artístico del mundo declarado por la UNESCO, por encima de Italia, Grecia, Francia, México o China. En la Biblioteca Nacional se atesoran auténticas joyas bibliográficas, como dos códices sobre mecánica e ingeniería de Leonardo da Vinci, el manuscrito del Cantar del Mío Cid y la primera edición de Don Quijote de la Mancha. Entre sus cientos de kilómetros de estanterías y anaqueles reposan algunos libros que no han sido abiertos en, quizá, más de doscientos años. Por muy bien cuidados y conservados que estén, en ellos hay polvo de siglos. Es un universo de conocimientos, cuya inmensidad hace que sea posible descubrir algo perdido, olvidado, oculto y, a la vez, a la vista de todos los que acceden a los fondos.

Albert Cloister llegaba tarde. No había contado con los proverbiales atascos de la capital de España. Su taxi avanzaba a ritmo de tortuga por el Paseo del Prado. A la altura de la plaza de Cibeles, el sacerdote pidió al taxista que se detuviera, pagó la carrera -irónico nombre en aquel caso- y siguió a pie. Le daba igual si así iba a tardar más o menos que en el coche, pero necesitaba desembarazarse de la sensación de agobio que experimentaba dentro de aquella lata de sardinas, en medio de un atasco monumental.

Hacía un poco menos de frío que en Boston. Caminó con su cartera de mano y su grueso abrigo hasta uno de los accesos laterales del recinto de la Biblioteca. Desde allí llamó con su teléfono celular a la persona que lo esperaba dentro, su amigo de hacía años y de ya muchas investigaciones. Mientras sonaba el timbre del auricular, siguió caminando.

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