– ¿Cecilio?
Al otro lado del auricular sonó la voz de Cecilio Gracia, el jefe de prensa de la Biblioteca Nacional.
– ¿Ya estás aquí?
– Sí. Siento el retraso.
– El tráfico, supongo.
– Supones bien. Estoy entrando por la puerta de cristal de la derecha.
– Okay. Espérame ahí. Estoy contigo en un minuto.
Cecilio llegó al hall de entrada en cuarenta y cinco segundos. Su rostro alegre precedió a su mano diestra, que estrechó la de Cloister con franca firmeza. Hacía más de un año que no se encontraban en persona.
– Me alegro de verte, Albert.
– Lo mismo te digo. Aunque si no llega a ser por mi problema de ayer, no nos habríamos visto en esta ocasión. Hoy tenía que salir mi vuelo de regreso a Boston.
El rostro del padre Cloister contrastaba con el de su amigo. Se le veía cansado, aunque en realidad no era cansancio físico, sino desgaste espiritual. El periodista lo notó, pero sabía que era mejor mostrarse jovial que preguntar por el motivo.
– Pues, debo decirte, que me alegro entonces de tu problema. Vamos, sigúeme, te llevaré a los fondos.
Atravesaron un arco de seguridad. Gracia usó su tarjeta para abrir una puerta y, desde allí, siguieron por un pasillo forrado de paneles de madera que los condujo hasta los ascensores.
– Un atajo.
Subieron hasta la planta cuarta. El interior del edificio tenía una disposición de pisos distinta a la del palacio original, más bajos para aprovechar mejor el espacio disponible. En el momento en que se abrieron las puertas metálicas del ascensor y salieron, un joven bibliotecario apareció empujando un carrito con libros cuidadosamente apilados. Era un jovenzuelo de aspecto desaliñado, con aire de intelectual progre, que lucía una camiseta en la que podía leerse «Salva la literatura: di NO a los best sellers».
– Un joven combativo e inconformista -dijo Gracia, riéndose por lo bajo.
En otras condiciones, Albert Cloister se habría reído también. Pero no tenía ninguna gana de chanzas. Y lo sentía de veras, porque lo último que debe perderse es el humor. Más tarde incluso que la esperanza.
– ¿Sabes? Ya te lo contaré con detalle, pero estoy trabajando en un artículo sobre uno de los temas más escabrosos de la historia de la Biblioteca Nacional -siguió hablando Cecilio Gracia, que pretendía a toda costa evitar ese aire tan negro de su buen amigo-. Es un asunto que aún levanta ampollas entre los más viejos de este lugar. El sistema en su conjunto quedó en entredicho por culpa de un investigador americano. Un compatriota tuyo, Jules Piccus.
– ¿Jules Piccus? Ese nombre no me suena de nada.
– Ocurrió en los sesenta, y fue portada del The New York Times. Jules Piccus fue el investigador que descubrió los códices perdidos de Leonardo da Vinci.
– ¿Estaban perdidos? ¿Dónde?
– Perdidos entre los millones de volúmenes de la Biblioteca. En una estantería cualquiera, rodeados de libros cuyo único valor es su contenido, lo cual no es poco… Pero, a lo que me refiero, unos códices históricos del genio de los genios… Y estaban mezclados con los demás libros, como una aguja en un pajar.
– ¿Y cómo los encontró?
– Jules Piccus descubrió que su signatura estaba equivocada, y así pudo pedírselos a un bibliotecario. ¡Lo que en cientos de años no se había conseguido, él lo hizo gracias a un golpe de suerte!
– Pero ¿cómo dedujo las signaturas correctas?
Gracia estaba consiguiendo su objetivo. Siempre que un tema interesante salía a colación, el sacerdote quería saber más. No fallaba. Era como un resorte.
– Ah, claro, ahí está lo más curioso -hizo una típica pausa teatral, que Cloister notó y apreció con una tímida sonrisa-: ¡Los códices estuvieron expuestos sin que nadie se diera cuenta de lo que eran en realidad! Bueno, nadie salvo Piccus. Es una historia digna de Rocambole. Cuando tenga terminado el artículo, te enviaré una copia. La historia misma de los códices es increíble.
Habían llegado a la sala a la que se dirigían. Una infinidad de libros inundaban el campo de visión, del suelo al techo, en estanterías sucesivas. Los dos hombres caminaron por el pasillo central. Gracia iba delante. En cierto momento giró a la derecha, dio unos pocos pasos más, siguiendo las signaturas de los libros con la vista, y por fin se volvió a girar a la izquierda. Alargó la mano y señaló con el dedo el libro que el padre Cloister había solicitado el día anterior, y que se correspondía con la signatura que buscaba.
– ¿Es éste?
– Sí. El mismo. Es decir, es ese libro, pero no es lo que yo estaba buscando.
– Déjame ver… -dijo retóricamente Gracia-. «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones». Sí, éste es. No hay ningún error. La ubicación es correcta, y por tanto, la signatura también. Es el que te dije por teléfono hace un par de días.
El periodista estaba seguro de que el volumen pedido por Cloister se correspondía con el que buscaba. Sin embargo, algo no encajaba en todo aquello.
– Lo que no comprendo es a qué te refieres con que este libro no es el que buscas. ¿Qué pretendes encontrar? ¿No será algo muy secreto de tus investigaciones, que no quieres compartir conmigo?
– Siendo sincero, sí. Este libro -dijo Cloister, tomándolo de la estantería y ojeándolo- no me aporta nada. Estoy confundido.
– Ya supongo que no debe de ser motivo de estudio científico una recepción diplomática de hace cuatro siglos. Ahí no debe de haber mucho misterio. Pero si no me dices algo más, no creo que pueda ayudarte.
Albert Cloister acababa de dejar de nuevo el libro en su lugar del estante. Un dato se había impresionado en su mente, aunque de un modo subconsciente, sin aflorar todavía. Era la fecha en la que aquel volumen fue impreso: 1616.
– Esta vez prefiero no involucrarte, amigo mío. Creí que en el interior del libro habría algo.
– Está bien. No insistiré. Pero ¿puedo hacer algo, lo que se te ocurra, que te sea de utilidad?
El sacerdote no respondió. Estaba inmóvil, rígido. Se había quedado mudo al ver el título de la obra que ocupaba justamente un lado de la «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hi-zieron en Roma al Embaxador de los Japones». Era una edición muy parecida. Casi idéntica. De hecho, los libros no se clasificaban por épocas -salvo en casos de volúmenes con gran valor histórico o artístico-, sino por tamaños. Ese libro, situado a la derecha del solicitado el día anterior, tenía por título algo que quebraba cualquier ilusión de que todo lo que estaba ocurriendo fuera sólo una especie de mal sueño: Codex Gigas.
A pesar de su nombre, «El códice gigante», aquella edición era más bien pequeña. Gruesa, pero no tan grande, ni mucho menos, como el original. Para un profano, ese título no tenía por qué significar nada especial. Era un nombre dado a una Biblia checa del siglo XIII, que contenía además otros libros diversos. Se hizo famoso en su tiempo por su tamaño, ya que es el códice medieval mayor del mundo, pero sobre todo por su oscura leyenda. Se dice que un monje benedictino que había vendido su alma al Diablo, lo escribió en una sola noche. Un libro que fue expoliado de Chequia por los suecos, en la guerra de los Treinta Años, y llevado a Estocolmo por orden de la célebre reina Cristina. Allí lo copió un sacerdote español que acompañaba al embajador del que la Reina se enamoró. Y esta copia, incompleta y con graves errores, llegó a España, desde donde se difundió, en algunas ediciones raras, por el resto de Europa.
– ¡El Codex Gigasl -dijo por fin el padre Cloister con la voz quebrada. Y aún se le quebró más al decir-: La Bibliadel Diablo.
– ¿Qué…?
– Tengo que consultar este libro.
Cloister habló sin dirigirse a Cecilio. Tomó de la estantería el volumen y corrió con él hasta una de las mesas que había a ambos lados del acceso a la sala. Se acercó una silla, de la que casi se cayó al sentarse, y se dispuso a diseccionarlo.