– Puede usted pasar al despacho de sor Victoria -anunció una joven monja, muy guapa y delicada.
El padre Cloister le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y la siguió hasta el interior del oscuro despacho. Una moqueta verde barata contrastaba con la hermosa talla en madera del Cristo que ocupaba la pared opuesta a la entrada, encima de la hermana que dirigía aquella comunidad. A medida que se aproximaba a ella pudo distinguir unos rasgos finos, a pesar de la ancianidad, y unos ojos de dulzura melancólica. Le recordaron a los de su propia madre, fallecida en un maldito accidente de coche no hacía muchos años.
– Madre Victoria -saludó.
– Padre Cloister -correspondió ella desde su sillón-. Por favor, siéntese. Le tengo preparado todo según lo solicitó por teléfono.
– Muchas gracias.
– Pero antes de entregárselo, permítame que le haga una pregunta.
– Por supuesto.
– Dígame, ¿es la fe en Dios la que lo guía en este asunto?
Las palabras de la religiosa parecían extrañas en esa situación. Pero el padre Cloister comprendió muy bien el motivo de sus dudas.
– Sí -aceptó categóricamente y sin énfasis teatrales.
– Eso me tranquiliza. Eso me tranquiliza.
Podía imaginar el motivo de que la monja se sintiera más tranquila así. A menudo, la Iglesia en Estados Unidos trataba de echar tierra en los asuntos escabrosos con el único fin de evitar escándalos, y no por auténtica devoción al deber y al servicio.
– Cuando se trata con las fuerzas del mundo invisible -continuó ella-, es bueno tener a quién recurrir. Me refiero al Todopoderoso. Lo que aquí ha sucedido escapa de mi entendimiento. Ojalá Él le ilumine para que usted pueda comprenderlo. Sepa que cuenta con toda mi colaboración y la de esta casa. Sólo un detalle, que ya discutí con Su Ilustrísima, debe quedar claro: Daniel ha de mantenerse al margen de sus investigaciones. Espero que se haga usted cargo de mis motivos. Ha sufrido demasiado. El es un alma pura, como un niño pequeño. No estoy dispuesta a que sufra más. Mi decisión es tajante.
Aquel punto, en efecto, ya había sido discutido entre aquella mujer y el obispo de Boston. Ella tenía razones de peso, por mucho que a Cloister le dificultara la investigación no tener acceso al viejo jardinero. Por el momento, y para evitar enfrentamientos inútiles, el sacerdote estaba dispuesto a consentir con la petición de la monja. Quizá incluso pudiera no ser necesario recurrir al anciano. Eso sólo el tiempo lo diría. Ahora, lo mejor era contemporizar.
– Lo comprendo, madre Victoria -dijo Cloister-. Si está en mi mano evitarle sufrimiento, no se le molestará. Le doy mi palabra.
– Me conforta escucharle decir eso. -La religiosa hizo una breve pausa y suspiró, como soltando una gran tensión que estaba lista para ser utilizada en caso de haber tenido que luchar-. Aquí tiene los informes psiquiátricos de la doctora Barrett. Espero que le sean de ayuda. Los dejó olvidados, y supongo que, al trabajar en este caso para nosotras, puedo disponer de ellos y entregárselos a usted. Están actuando fuerzas malignas que no deben ser tomadas a la ligera. Sé que usted sirvió en la Congregación para las Causas de los Santos durante algún tiempo, padre. Y que analiza casos que nadie alcanza a explicar. Todo eso le ayudará, estoy segura. Pero sobre todo, no olvide su fe. La fe es lo único sólido que tenemos en este mundo a la deriva.
Y señaló con el dedo hacia atrás, hacia la pared a su espalda, donde se hallaba colgado el crucifijo en el que Jesucristo parecía cada vez más doliente.
Fe. A eso se reducía todo. Ninguna verdad valía nada sin fe en los sentidos, en la inteligencia, en el modo en que esa verdad había sido descubierta o descrita, en su significado. Curiosa manera de comprender el mundo. La verdad necesitaba, para sí misma, ser verdadera; requería un modo de pensar que pretendiera ser veraz de antemano, aunque fuera al mismo tiempo incapaz de concretar lo que eso significa. Una espiral que nunca llega a abrirse del todo.
El exorcismo era a veces una solución que algunos sacerdotes consideraban la única. Pero el mismo exorcista de la diócesis de Roma y jefe espiritual de todos los exor-cistas católicos, Gabriele Amorth, había dicho que el nuevo rito, surgido al abrigo y como último extremo del Concilio Vaticano II, era inválido. Las oraciones más poderosas contra Satanás habían sido, según él, revocadas y excluidas. Se eliminaban causas de exorcismo relacionadas con la práctica del ocultismo y la magia… Era como un ritual para quienes, en verdad, no creían ya en el Demonio.
«La más hábil astucia del Demonio es convencernos de que no existe.»
Albert Cloister esbozó una sonrisa nada humorística al recordar esa famosa frase de Charles Baudelaire. El padre Amorth la repetía a menudo. Para muchos, el mal es una parte más del mundo. Éstos no creen que haya un ser malvado que lo rige y lo alienta. Si el mundo ofrece disfrute, debe ser experimentado. Básicamente ésas eran, para Gabriele Amorth, las realidades de una sociedad occidental hedonista y pagada de sí misma, en la que los únicos valores aceptados tenían que emanar de dentro de uno y convenirle a su gusto.
Parecía que Baudelaire tenía razón. Era cierto que el ser humano cada vez creía menos en el Demonio, al tiempo que practicaba con más ahínco su doctrina no escrita: guerra, hambre, egoísmo, desolación, falta de misericordia. Todos los males.
Cloister recordó los ojos que lo miraran desde el fuego, girando, buscándolo a él. Penetrando su alma. Y una vez más martilleaba su mente la frase «TODO ES INFIERNO». Se sentía abrumado y sobrecogido. Miraba hacia fuera, a los demás, religiosos o no, y veía gentes más seguras que él, con clavos a los que asirse, aunque fueran clavos poco sólidos. Él, sin embargo, creía en los clavos más seguros y firmes de todos, los del Redentor, y ahora flaqueaba. Su fe se resquebrajaba. Comprendía cómo el buen Pedro pudo negar a Jesús con tanta facilidad. No por descreimiento, sino por debilidad, por inseguridad, por temor. Se sentía como el marino que pierde la sujeción en una tormenta. ¿De qué modo estaría la verdad contenida en la frase postrera de Jesús?: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». ¿Cuál sería la verdad que prometía el códice del Archivo Secreto Vaticano? ¿Qué o quién lo guiaba de aquel modo, ahora hasta la ciudad de Boston, para enfrentarse al misterio que llevaba persiguiendo ya tanto tiempo?
El cardenal Franzik le había dicho que él era la persona más adecuada para desvelar aquel profundo enigma. Cloister, a pesar de sus miedos y la sensación de desasosiego, no lo dudaba. De algún modo, sabía que era el elegido.
Capítulo 16
Boston.
Cuando terminó la reunión con la madre Victoria, el padre Cloister había estado reflexionando largo tiempo. En su cartera tenía los cuadernos con los informes psiquiátricos que correspondían a las sesiones en que la doctora Ba-rrett trató al anciano jardinero Daniel Smith. Además, el obispado le había remitido una cinta mini DV, de cámara doméstica de vídeo digital. En ella estaba grabado el exorcismo de Daniel.
Cloister no tenía pensado de momento entrevistarse con Tomás Gómez, el sacerdote hispano que había llevado a cabo el ritual. Prefería esperar hasta que fuera necesario, si es que lo era. Pudiera ser que la cinta y los informes médicos le bastaran para comprender todo lo sucedido. Por ahora se ceñiría a lo inmediato. Sentía ansias de ver en la grabación el momento en el que el anciano Daniel decía «TODO ES INFIERNO», y los motivos exactos por los que el exorcista y la psiquiatra se habían asustado tanto, hasta el punto de que ella había incluso desaparecido. Quizá la doctora se hubiera implicado demasiado en el caso y eso la hubiera llevado a una turbación extrema y a verse superada en su capacidad de aguante psicológico. Era irónico pensar que una persona dedicada a sanar o aliviar las dolencias de la mente de otros, pudiera ella misma sufrir daños por el efecto de uno de sus pacientes. Aunque esa hipótesis, en este caso, no convencía a Albert Cloister.