El demonio que lo poseía y que el exorcista pensaba estar muy cerca de derrotar, le había guiñado un ojo, como ya hiciera en otra ocasión. Había vuelto a engañarla. Los había engañado a los dos. Una risa cruel e infinitamente remota surgió de aquella criatura maléfica, que gritó:
– ¡TODO ES INFIERNO!
Las palabras del exorcista se detuvieron.
Y Audrey, simplemente, se rindió.
– Acércate -pidieron las voces demoníacas que hablaban como una sola.
Ellas susurraron algo al oído de Audrey. La verdad que ansiaba conocer.
Segunda Parte
Nada es más necesario que la Verdad
FRIEDRICH NIETZSCHE.
Capítulo 15
Boston.
La mañana era espléndida. Ni siquiera el intenso tráfico del centro, con todo su barullo, podía deslucir un día tan hermoso. El padre Cloister introdujo una moneda en la ranura de una máquina expendedora de diarios, levantó la tapa y sacó uno de su interior. Sólo miró la primera plana un momento antes de doblarlo y ponérselo debajo del brazo, entre su hombro y el grueso maletín de cuero negro que asía firmemente en su diestra. Llamó a un taxi. Dentro, después de indicar al conductor su destino, abrió el diario y vio la noticia de un suceso muy triste: la muerte de una joven monja durante un exorcismo en Rumania.
Las autoridades policiales rumanas han informado del fallecimiento de una monja ortodoxa de veintitrés años el pasado jueves, tras ser crucificada por un sacerdote y otras cuatro religiosas que la acusaban de posesión diabólica. La víctima, que pertenecía al monasterio de Santa Trinidad de Tanacu, fue privada de agua y alimento durante tres jornadas antes de la crucifixión. La policía explicó que el pope ortodoxo y las cuatro monjas llevaban a cabo un exorcismo para expulsar al demonio del cuerpo de la fallecida. El confesor del monasterio declaró que, según manda la religión, lo que allí se había hecho era lo correcto. El Patriarcado de Rumania aún no ha realizado declaraciones oficiales.
Una noticia que trajo a la mente del padre Cloister el motivo por el cual se hallaba en la ciudad de Boston: el exorcismo practicado a un anciano deficiente mental durante el que la inquietante y recurrente frase «TODO ES INFIERNO» había aflorado a sus labios. Cloister siempre había estado en contra de la práctica de exorcismos. Los consideraba una remora del pasado a pesar de su adaptación a los tiempos modernos, concluida en 1990, e incluso la licencia de traducir el ritual a las lenguas actuales de la Iglesia. Hasta esa fecha, y durante los últimos cuatro siglos, el ritual del exorcismo se había realizado invariablemente en latín. Fue el papa Pablo V quien instituyó en 1614 las veintiuna normas que debían seguirse para liberar a un poseído del Maligno.
Aun en contra de su opinión personal, sin embargo, el padre Cloister tenía que reconocer que no todos los casos de obsesión diabólica podían explicarse por medio de la medicina psiquiátrica. Y también muchas otras de sus opiniones habían variado en los últimos tiempos. Frente a los hechos.
En el caso del anciano jardinero, el sacerdote exorcista que escuchó sus gritos y la frase «TODO ES INFIERNO», había quedado sumido en un profundo estado de postración. Casi no hablaba. Además, la psiquiatra que trató al anciano de una serie de sueños con imágenes malignas y terribles, había desaparecido tras recibir un mensaje durante el rito, que el cura no pudo comprender bien. Algo sobre unos «globos amarillos» y un lugar cercano a la localidad de New London, en el estado de Connecticut. Una isla, al parecer. También le dijo otras cosas al oído, en una voz tan baja que el cura no pudo escuchar nada.
Albert Cloister trató de evitar que los pensamientos se agolparan en su mente. Eso era negativo. Debía conservar la frialdad para que su análisis de la situación y de los hechos resultara acertado. Las sensaciones desbocadas y la previsión de futuro solían jugar malas pasadas, y podían ofuscar al más preclaro. El era teólogo, pero también científico. Había visto muchas cosas aparentemente inexplicables. Había experimentado el sabor amargo del miedo. Había superado el temor y los peligros en nombre de Dios y a su servicio y el de sus compañeros de congregación. Sabía que debía imitar la impasibilidad de los ordenadores en el análisis de los datos. Aunque a veces era muy difícil. Y sobre todo después de las revelaciones que el prefecto de los Lobos de Dios y el anciano monje de Padua le habían hecho. El códice del Archivo Secreto era como un martillo sobre un yunque: golpeaba constantemente, con una cadencia regular, impidiendo que el cerebro pudiera olvidar lo que estaba escrito en sus frágiles hojas de papiro. Aquella tinta desvaída, aquellas letras griegas casi borradas, aquellas pocas líneas de escritura, podían cambiar el modo de entender muchas cosas en la historia del Cristianismo. Y, por el momento, a él le habían conmocionado.
Miró afuera por la ventanilla del enorme Ford Crown Victoria. Arqueó las cejas, pensando en cómo discurre la vida y se marcha entre los dedos. Y pensó también en la verdad prometida a quien desvelara el enigma de Jesús en la cruz. En un semáforo detuvo su mirada sobre unos jóvenes que vestían con ropas multicolores y dos tallas mayores de lo necesario. Parecían rebosar alegría y vitalidad. Sin embargo, a menudo el mundo no es lo que parece. Él mismo no era un cura normal. No, él era un Lobo de Dios.
Casi sin darse cuenta, absorto en sus pensamientos, el taxi llegó al lugar al que se dirigía, una residencia de ancianos de las hermanas de San Vicente de Paúl. Tras pagar la carrera, el sacerdote observó cómo se marchaba el coche y luego se quedó unos segundos frente a la fachada del vetusto edificio de ladrillo, sucio y descuidado, con forjados de hierro que no se pintaban desde hacía muchos años. Una pequeña escalera de peldaños gastados y llenos de grietas conducía a la puerta de entrada. Llamó al timbre y se colocó instintivamente la chaqueta y el alzacuello. Al poco abrió una monja. Era de muy corta estatura, y mostraba en su arrugado rostro unas gafas en las que sus ojos se perdían, catapultados hacia la lejanía por unos cristales del grosor de un dedo.
– ¿Sí? ¿Qué desea, padre?
– Soy Albert Cloister.
– Oh, sí, sí, pase, por favor. La madre superiora lo está esperando.
La pequeña monja se hizo a un lado y asintió varias veces con la cabeza. Era tan frágil que su cuello parecía a punto de quebrarse. El padre Cloister dijo mientras entraba:
– Gracias, hermana.
La comunidad de religiosas de San Vicente de Paúl estaba inquieta por los últimos acontecimientos: las visiones del anciano Daniel, el exorcismo, el miedo dibujado en el rostro del exorcista, la desaparición de la psiquiatra que había tratado en los últimos años a algunos de los miembros de la residencia. Aquel edificio pretendía ser un lugar de paz para ancianos pobres o rechazados por sus familias, algunos deficientes mentales o dementes inofensivos. Y la doctora Audrey Barrett ayudaba a la comunidad a tratar a aquellos ancianos que lo necesitaban.
Lo cierto es que en las últimas semanas la doctora Barrett no había sido la de siempre. A pesar de que tenía una personalidad triste, siempre había tratado de hacer lo posible para mejorar el estado anímico de los ancianos de la residencia. Pero la tristeza se convirtió en algo más. Dio paso a un estado sombrío que no conseguía disimular ni vencer. Su rostro empezó a exhibir los signos del cansancio. Los ojos se remarcaron con unas ojeras profundas, sus mejillas parecían más alargadas, caídas y, entre ellas, sus labios formaban una fina línea recta.
La quietud arrulladora en la que esperaba el padre Cloister, sentado en un pegajoso sillón de plástico, se quebró con una dulce vocecilla: