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– Daniel no te necesita.

Esto iba a dirigido al Daniel que se escondía tras aquella otra personalidad. Audrey deseaba hacer creer al verdadero Daniel que no le hacían falta máscaras, que con su ayuda podía superar lo que quiera que fuese. Regresaba a su labor de psiquiatra, olvidando qué la había traído hoy a aquí.

– Daniel no me necesita, es verdad. Pero tú sí.

– ¿Y para qué podría necesitarte yo?

– Para descubrir la verdad, por supuesto. ¿Hay algo más importante que la verdad? No. Por eso VERITAS es el lema de Harvard.

– ¡Qué sabrás tú de Harvard!

Audrey dijo esto con furia. Sentía deseos de lanzarse sobre su interlocutor y hacerle daño. Ésa era la expresión: «hacerle daño». No le parecía bastante abofetearle simplemente, o algo similar. En la oscuridad en la que no podía ver al Daniel ingenuo e inocente, resultaba fácil imaginarse al ser despreciable dueño de esa voz. Y odiarle.

– ¿Qué sé yo de Harvard?… Todo, Audrey. Lo sé todo. Los remordimientos son algo terrible, ¿verdad? -Hizo una breve pausa en la que se escuchó una casi imperceptible pero malévola risilla-. ¿Sabes que tenía dos hijas?

Audrey dejó de respirar. Y creyó que no conseguiría empezar de nuevo a hacerlo.

– ¿De quién… estás… hablando?

Sus palabras vacilaron, como solía a ocurrirle a Daniel. La respuesta a su pregunta sólo podía ser una, pero quería oírla. Lo necesitaba, para que ya no le cupieran dudas de que estaba ocurriendo algo insólito.

– Hablo del guardia al que prendisteis fuego en el Harvard Hall, claro está. Se llamaba Abraham, por si quieres saberlo. A sus hijas no les dejaron ver el cadáver. No querían que dos niñas virginales tuvieran aquella horrenda visión como última imagen de su querido papá. Qué atentos, ¿no te parece?

La luz regresó. Audrey dio un salto en la silla cuando lo hizo. Su corazón latía tan deprisa que el pecho comenzaba a resentirse. Notaba las venas del cuello hinchadas y palpitantes.

– ¿Ya… no… jugamos? -preguntó Daniel. El verdadero.

– No, Daniel. Creo que el juego se ha acabado por hoy.

Audrey estaba en su despacho. Se le había pasado por la cabeza tomarse un Jack Daniel's -también allí guardaba una botella-, pero no lo hizo. Había aprendido la lección de la otra noche. Llevaba sentada en su butaca más de dos horas. Pensando. Se incorporó y pulsó el botón del intercomunicador.

– ¿Sí?

– Toma nota, Susan.

– Antes, te recuerdo que tienes una cita a las tres, con la señora Steiner.

Sin prestar atención al tono mordaz de su secretaria, Audrey continuó:

– Busca el número del Departamento de Física de Harvard, y ponte en contacto con el profesor McGale, Michael W. McGale. Haz todo lo posible para concertarme una cita con él cuanto antes. Para hoy mismo, si es posible.

– Pero, Audrey…

– ¡Haz lo que te he dicho!

– Bien. Profesor Michael W. McGale del Departamento de Física de Harvard. Para hoy mismo, si es posible. ¿Algo más?

Susan estaba dolida y Audrey se dio cuenta de ello.

– No.

Capítulo 11

Boston.

Audrey aguardaba frente a la puerta del despacho del profesor Michael W. McGale, en el segundo piso del Laboratorio Jefferson, en Harvard. Susan, su secretaria, le había conseguido una cita para esa misma tarde, y Audrey estaba tan impaciente por hablar con él que había llegado con media hora de antelación.

Era la primera vez que pisaba el campus de Harvard desde que se graduó. En todos los años que habían pasado, siempre evitó volver. Y este día había entrado en la universidad por el norte, intencionadamente, para no pasar junto al Old Yard y el Harvard Hall. Habría podido hablar con el científico por teléfono, pero era mejor tratar en persona ciertos asuntos; eso le hizo decidirse por una entrevista cara a cara, aunque tuviera que volver a Harvard para ello.

– ¿Audrey, Audrey Barrett? ¿Eres tú? ¡Claro que eres tú! No has cambiado nada.

– ¿Michael?

Él sí que había cambiado. Para empezar, debía de pesar veinte kilos más que la última vez que lo vio. Y una nueva barba espesa le cubría gran parte de la cara. Audrey y él se conocieron en sus tiempos de estudiantes. Michael formaba parte de un grupo amplio de personas con las que ella se relacionaba, aunque no al mismo nivel que con Leo o Zach. Después de lo ocurrido aquella fatídica noche, Audrey dejó de ver a casi todas ellas. Además, Zach la abandonó, y Leo fue alejándose progresivamente, quizá como un modo de expiación. Audrey se enteró de su muerte, años después, sólo porque la madre de Leo se lo dijo a la suya. Estas razones y otras hicieron que acabara teniendo una relación más estrecha con Michael McGale, que era entonces un brillante joven con deseos de convertirse en físico. El había logrado ese objetivo, además de una plaza de profesor en el Departamento de Física de Harvard.

– Estoy un poco más gordo de lo que recordabas, ¿verdad?

– Un poco, sí.

– Los cheeseburgers son mi perdición… ¿Llevas mucho tiempo esperándome?

– Quince minutos.

Entraron en el pequeño despacho de Michael. Audrey esperaba encontrarse con la típica guarida de un genio de la ciencia, llena de artefactos y papeles por todos lados, con estanterías a punto de romperse bajo el peso de los libros. Pero encontró justo lo contrario: un espacio ordenado al milímetro, con una mesa en la que no había un solo papel fuera de su lugar y cuyos únicos artefactos eran un monitor plano de ordenador y una fotografía de familia feliz. Audrey la cogió, aunque tuvo que dejarla rápidamente otra vez sobre la mesa. Los temblores que comenzaron en su mano, al verla de cerca, le impidieron sostenerla por más tiempo.

– Es una foto genial, ¿eh? -dijo Michael, que no se percató del cambio en el ánimo de su vieja amiga-. Nos la sacaron en el parque de atracciones de Coney Island. El pequeño Michael va a romper muchos corazones cuando sea mayor, ¿verdad? Se nota que ha salido a su madre… Por cierto, ¿qué tal está tu…?

Audrey le cortó.

– Tengo un poco de prisa, Michael.

Ella sabía lo que iba a preguntarle, y no podría soportar dar explicaciones sobre ese tema.

– Sí, claro. Perdona. Mi mujer, Karen, dice que tengo incontinencia verbal, y tiene toda la razón… Bien. Pues tú dirás.

Los dos se habían sentado. Una luz agradable entraba por la ventana a su izquierda. Los días pueden ser luminosos aunque uno tenga el alma a oscuras. A Audrey le parecía que eso era tremendamente injusto.

– Estoy tratando a un paciente retrasado mental que estuvo a punto de perder la vida en un incendio. Presenta varios síntomas de estrés postraumático: pesadillas relacionadas con el fuego, insomnio, cosas por el estilo. Yo he empezado un tratamiento psicológico, además de recomendar la administración de antidepresivos y calmantes y… -Michael se removió en su silla, a la vez que tosía ligeramente. Audrey estaba dando rodeos-. De acuerdo, Michael. Lo diré de un modo claro: mi paciente sabe cosas que no puede saber.

– Ya. ¿Y qué explicación le das tú a eso? Porque imagino que tienes una teoría. Si no, no estarías aquí, ¿me equivoco?

Michael no se equivocaba, aunque Audrey no diría algo tan categórico como que «tenía una teoría». Era más apropiado decir que se le había ocurrido una explicación plausible y quería confirmar con Michael hasta qué punto podía ser o no válida.

– Creo que mi paciente puede ser telépata. En una de sus personalidades, al menos. Le he estado dando muchas vueltas y no se me ocurre otra cosa. Lo que él sabe sólo lo conocen tres personas. Una, lleva años muerta. Otra debe de estar en algún lugar de África, probablemente trabajando como mercenario. Y apostaría mi vida a que mi paciente nunca llegó a conocer a ninguna de las dos.

– Y supongo -intervino Michael- que la tercera persona que sabe el secreto eres tú.

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