La hipnosis era una opción, aunque se trataba de una técnica ya algo anticuada. Además, dadas las características mentales de Daniel, podría ser difícil utilizarla con él. Existía, sin embargo, un método relativamente nuevo, aún casi experimental, conocido por EMDR. El EMDR era llamado así por las siglas de Eye Movement Desensitization and Reprocessing, Insensibilización y Reprocesamiento mediante el Movimiento de los Ojos. Se le suponía capaz de crear en el paciente un estado psicológico adecuado para hacerle rememorar sus traumas más profundos y enfrentarse a ellos. Aunque esta técnica y la de la hipnosis compartían algunas similitudes, sus objetivos eran distintos: la hipnosis pretendía crear en el paciente un estado mental alterado de relajación que lo sumiera prácticamente en la inconsciencia, mientras que lo que buscaba el EMDR era obligar al enfermo a ahondar en sus recuerdos, sin dejar de estar alerta y consciente de la realidad en todo momento. Esta diferencia podía parecer trivial, pero no lo era. Audrey conocía varios casos de niños con síntomas graves de estrés postraumático en los que el EMDR se había utilizado con muy buenos resultados, y Daniel era lo más parecido a un niño que podía ser un adulto.
– ¿Quieres jugar a un juego, Daniel?
Audrey no mostró la menor alegría al decir esto, pero el anciano respondió de todos modos con entusiasmo:
– ¡Sí!
Hacía tiempo que Audrey no entraba en la sala que la madre superiora había acondicionado para servir de consultorio. La encontró deprimente, como de costumbre, con sus muebles baratos y sus paredes llenas de manchas de humedad. Pero Audrey creyó que era mejor poner allí en práctica el método EMDR. En el jardín habría demasiadas distracciones para Daniel y, sobre todo, demasiadas miradas curiosas.
– Siéntate, Daniel.
Ella se sentó a su vez en la otra única silla que había en la habitación. Ambos quedaron separados por una pequeña mesa de colegio que, junto con las dos sillas, constituía todo el mobiliario de la sala. Entre Daniel y Audrey quedó también la rosa de él, de la que nunca se separaba desde el incendio y que había colocado ahora sobre sus piernas.
– Este juego es muy divertido y muy simple -dijo Audrey mientras sacaba un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta-. Sólo tienes que seguir con los ojos este bolígrafo e ir respondiendo a las preguntas que yo te haga. ¿De acuerdo, Daniel?
– Eso no parece… divertido.
– Lo es, créeme. ¿Estás listo?
– Bueno.
Audrey colocó su bolígrafo frente a los ojos de Daniel, y después empezó a moverlo de un lado a otro; primero despacio, y luego cada vez más rápidamente.
– Habíame de tus pesadillas. Porque sigues teniendo pesadillas, ¿verdad? -Audrey lo sabía por la madre supe-riora.
Daniel dejó de seguir el bolígrafo con la mirada, que posó sobre la planta de su regazo.
– No pierdas de vista el bolígrafo. Las pesadillas, Daniel. Habíame de ellas.
– Esto no es… divertido.
Audrey tiró con rabia el bolígrafo sobre la minúscula mesa. Hoy no tenía paciencia para nada. Y la poca que aún le quedaba fue consumida por lo que ocurrió justo en ese momento. La luz de la bombilla desnuda que colgaba del techo vaciló hasta extinguirse por completo. En la oscuridad en que la sala quedó sumida, Audrey gritó con exasperación:
– ¡Maldita bombilla!
El problema no era la bombilla, sino la instalación eléctrica. El día menos pensado saldría todo ardiendo, como el convento en el que Daniel estuvo a punto de morir.
La luz regresó. Aunque precedida por breves ráfagas de iluminación y oscuridad alternas. Así estaba mejor, se dijo Audrey, que vio cómo Daniel la observaba con cierta cautela.
– Siento haber gritado, Daniel. Hoy no tengo un buen día. ¿Te parece bien si lo intentamos de otro modo? -Él asintió-. Muy bien. Voy a golpearme en los muslos con las manos. Y quiero que tú hagas lo mismo usando, cada vez, la mano contraria a la mía. ¿Me entiendes?
Por la expresión de Daniel, estaba claro que no había entendido nada. Audrey suspiró de nuevo. Le quedara o no paciencia, tendría que sacarla de algún sitio, o perdería al anciano quizá para siempre.
– No… entiendo -confirmó Daniel.
Audrey apartó la mesa y movió su silla para colocarse justo enfrente de él.
– No te preocupes. Vamos a hacer una prueba. Yo me golpeo con la mano derecha (clap), y tú te golpeas, ¿con qué mano…?
En vez de contestar, Daniel se golpeó también el muslo. Lo hizo con la mano correcta, la izquierda, aunque Audrey le dio una pequeña ayuda al negar con la cabeza cuando Daniel iba a hacerlo con la otra. Ella siguió hablando:
– Ahora yo golpeo con mi izquierda (clap), y tú golpeas con…
– ¿Mi… derecha? (clap).
– ¡Eso es! Y empezamos de nuevo. Derecha (clap), izquierda (clap), derecha (clap)…
– Esto es… divertido.
– ¿No te lo había dicho? Un poco más rápido… Muy bien. Y ahora vamos a complicar el juego. Tienes que contestarme sin parar de golpearte en los muslos, ¿de acuerdo?
(clap) (clap) (clap) (clap)
– Cuéntame tu última pesadilla.
(clap) (clap) (clap) (clap)
Transcurrió un minuto completo antes de que Daniel respondiera:
– Había… una mon… taña. Yo no quería ir… hacia allí, pero él me… obligó. Encontré… una… pluma. Era muy… grande y… blanca. Tenía… sangre.
– Habíame de la montaña, Daniel. ¿Qué había en ella?
(clap) (clap) (clap) (clap)
– ¿Daniel? -insistió Audrey.
(clap) (clap) (clap) (clap)
– Al… mas. Almas de… ino… centes. Caían… al fuego.
– ¿Qué había en el fuego, Daniel? ¿Quién estaba allí?
(clap) (clap) (clap) (clap)
(clap) (clap)
Los golpes en los muslos se detuvieron. De nuevo vaciló la luz de la bombilla del techo, antes de que una completa negrura los envolviera por segunda vez.
– ¡Y se hizo la oscuridad! ¿Tienes miedo a la oscuridad, Audrey?… ¡BUUU!
Audrey sintió un aliento cálido a escasos centímetros de su propia boca. El susto le hizo echarse con violencia hacia atrás. A punto estuvo de caerse de la silla, de espaldas. La luz se encendió durante un segundo, para volver a apagarse. Le dio tiempo a ver que Daniel la miraba fijamente, con una sonrisa maligna en los labios. Sólo que aquel ya no era Daniel…
– ¡Tú!
– Eres muy curiosa, Audrey. Y ya sabes lo que dicen: la curiosidad mató al gato.
Otra vez, Audrey era testigo de esa transformación radical de Daniel, que le hacía a éste capaz de expresarse sin vacilaciones y de un modo demasiado elaborado para él. Resultaba sobrecogedor. Y más entonces, a oscuras. Audrey trató de recomponerse y vencer el impulso de salir de la habitación porque, si lo hacía, quizá perdiera el enlace. Pero no le resultó fácil resistir la idea de marcharse. Aquel otro Daniel le daba miedo. Racionalmente se decía que eso resultaba absurdo, que Daniel no era más que un hombre cuya mente estaba enferma y que ese otro ser no era más que algo creado por el anciano para conseguir superar una realidad que temía o detestaba. Pero no era eso lo que ella sentía. Y a Audrey nunca le habían fallado sus intuiciones. Adivinó que Zach ocultaba algo esa noche terrible de Harvard, cuando aquel pobre guardia murió entre llamas, gritando de pánico y dolor. Audrey presentía ahora algo que era incapaz de racionalizar en pensamientos, pero que le causaba tanto vértigo como mirar a una sima sin fondo.
– No me das miedo -dijo Audrey. Su voz era firme, a pesar de las dudas.
– Sí que te lo doy. Pero sabes que no debes mostrarte frágil. Eres una chica lista, Audrey. Eso es lo que más me gusta de ti.
Las dos últimas frases encendieron una luz roja en el fondo de la memoria de Audrey, aunque no acertaba a saber por qué. Cuando ella habló de nuevo, se mostró menos firme de lo que hubiera deseado: