La risotada de un borracho apagó el «gracias» de Audrey, que ésta no repitió. Lo que dijo en su lugar fue:
– ¿Cuánto cuesta el mapa?
– Cinco con setenta y tres.
En la cartera de Audrey sólo había tarjetas de crédito, que no le servirían para pagar en ese tugurio. Empezó entonces a rebuscar en el fondo del bolso, en busca de monedas olvidadas.
– Tome -dijo el dueño, claramente malhumorado y cada vez más convencido de que la mujer estaba drogada-. Le regalo el mapa. Pero vayase de una vez.
De nuevo con su andar taciturno, Audrey se encaminó a la salida del bar. A un metro de la puerta, oyó que le preguntaban:
– ¿Quieres bailar, encanto? Acabo de poner una canción dedicada especialmente a ti.
Le hablaba un hombre joven, de aspecto pueblerino. Su sincronización fue perfecta, pues en ese preciso instante empezó en la máquina tocadiscos Wurlitzer la canción que él había elegido. Era «La rosa», de Bette Midler. Ante su silencio indeciso, el hombre se marchó al otro extremo del bar para decirle a cualquier otra mujer lo mismo que le había dicho a Audrey: que acababa de poner una canción especialmente dedicada a ella. Sólo que esa canción, «La rosa», era en verdad para Audrey. Para ella y nadie más. Porque Audrey conocía'a un jardinero dueño de una flor muerta a la que llamaba su rosa. Y porque hubo un tiempo en que ella cantaba a menudo esa canción, de la que le gustaba sobre todo la última estrofa:
En el invierno, recuerda, bajo las nieves profundas
yace la semilla, que el amor del sol en primavera convertirá en rosa.
Con aquella canción y con esas palabras, Audrey terminaba de adormecer cada noche a su hijo Eugene.
– «… Bajo las nieves profundas yace la semilla, que el amor del sol en primavera convertirá en rosa…» -canturreó ella en voz baja.
Capítulo 20
Boston.
«BOSTON VENDANGE.» 49 resultados en 0.17 segundos. El primero de los enlaces que mostraba Google en la pantalla, correspondía al monumento en memoria del incendio del edificio Vendange, que en otro tiempo fuera uno de los hoteles más elegantes de Estados Unidos y que ahora albergaba diversas empresas entre sus muros centenarios. En aquel incendio murieron nueve heroicos bomberos en el año 1972. Fue el peor de la historia de la ciudad. La página mostraba algunas fotos del edificio y del monumento, y narraba la historia del suceso.
El 17 de junio de 1972, un gran incendio asoló el edificio Vendange -localizado entre la calle Dartmouth y la avenida Commonwealth, y en el registro de edificios históricos de Boston-. Se necesitaron tres horas para extinguirlo. Las operaciones de extinción se sucedieron según el procedimiento habitual, pero sin previo aviso, la zona sureste del edificio se vino abajo. Nueve bomberos de Boston murieron, y ocho fueron heridos. El heroísmo y la entrega de estos hombres deberán siempre ser honrados y recordados.
El monumento conmemorativo fue inaugurado en su honor el día 17 de junio de 1997, veinticinco años después de la catástrofe. El memorial es un pequeño muro de granito negro, cubierto con un casco y una chaqueta de bombero, en el que están grabados los nombres de todos los bomberos fallecidos. Desde el monumento puede verse, al otro lado de la calle, el edificio Vendange. Los nueve bomberos hicieron un último sacrificio por la comunidad, y dejaron ocho viudas y veinticinco hijos huérfanos.
El edificio Vendange fue definido en los tiempos de su fundación como un lujoso palacio. La construcción original data de 1871, al que se fueron realizando varias ampliaciones posteriores. Muchas personalidades lo han visitado a lo largo del tiempo, como los presidentes de Estados Unidos Benjamín Harrison y Glover Cleveland, o los célebres industriales Andrew Carnegie y John Roc-kefeller.
Un pavoroso incendio había devorado el edificio. El fuego: algo que tradicionalmente se asocia con el Infierno. Dolor y muerte. Una gran tragedia. Todos eran datos curiosos, aunque a Cloister le llamó la atención, sobre todo, la fecha del incendio, que anotó en su cuaderno: 17 de junio de 1972. Decimoséptimo día del sexto mes del año 1972… Eso le daba una idea, pero tenía que comprobarla. ¿A qué hora se habían desatado las llamas? Tenía que averiguar con exactitud ese dato. Lo buscó en Google y, después de muchas páginas consultadas sin éxito, por fin lo encontró. Las investigaciones posteriores del incendio habían determinado que éste se produjo a consecuencia de una combustión lenta, iniciada en la noche del día anterior, posiblemente al filo de la medianoche.
Esas primeras llamas, por lo tanto, surgieron el 16 de junio, es decir, el día decimosexto del sexto mes. ¡Lo que daba la cifra 616 [3], el número de Lucifer encarnado en el Apocalipsis de san Juan!
¡Aquí está la sabiduría! El que tenga inteligencia, que calcule el número de la Bestia. Es número de hombre, y su número es 616.
Aunque la mayoría de la gente creía que el número de la Bestia es el 666, eso no es correcto. Se trata de un error basado en una alteración neotestamentaria realizada en los tiempos del emperador romano Nerón. Éste -al que se atribuía también equivocadamente el incendio de Roma- persiguió a los cristianos con cruenta ferocidad. Por eso, su cifra numerológica, el 666, fue introducida por los primeros cristianos, sustituyendo al original 616 en el Apocalipsis. Ese cambio quedó fijado por el tiempo y llegó hasta nuestros días. La literatura y el cine se encargaron de hacer el resto. Pero un teólogo como Cloister conocía perfectamente la verdad. Lo cual, por cierto, en aquel momento no le hacía sentirse ni mucho menos feliz.
Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar: «TODO ES INFIERNO», los ojos diabólicos dentro del fuego, el número 616… Si no fuera por los testimonios de personas en la frontera de la muerte, Cloister tendría ya una teoría clara sobre lo que estaba sucediendo. Salvo por ese «pequeño detalle», el caso podría explicarse como una tentación diabólica. Los malos espíritus tientan a los seres humanos para que éstos desesperen, se hagan malos, cometan inmoralidades y perversiones, y así ganar sus almas. El Demonio pugna con Dios por quedarse con las almas de los hombres y mujeres que pueblan la Tierra, y así convertirlos en moradores del Averno.
Cloister nunca había creído en ese Infierno físico, real, en un espacio-tiempo concreto o una dimensión desconocida aunque auténtica. El mal, en su forma de pensar, era la tentación y la caída, una más de las pruebas del Creador para preparar a sus hijos. La humanidad estaba destinada a unirse con Dios después de la vida en el mundo, tras el paso por este valle de lágrimas. El motivo, en el plan divino, debía de ser que los seres humanos conocieran el dolor para comprender el placer, cayeran en la desesperanza para apreciar la gloria y la salvación. Éste era el modelo teológico de la Creación en que Cloister creía.
Pero aquellos testimonios terroríficos en los últimos momentos de la existencia física, cuando el espíritu se separa del cuerpo, y sobre todo los casos del cura español y la anciana francesa… Algo escapaba de la interpretación de Cloister. Y él lo sabía.
El jesuita siguió navegando entre los resultados que le ofrecía el buscador de internet, hasta que llegó a un enlace que llamó poderosamente su atención. Pinchó en él y es-peró a que la página se mostrara. Se trataba de una relación de antiguas iglesias de Boston. Algunas aún existían y otras no. Entre las segundas se mencionaba una, originalmente católica, cuyo terreno fue desacralizado cuando se utilizó su solar para construir un edificio civil. Eso ocurrió en el siglo XIX. El edificio que ocupó el solar fue el antiguo hotel Vendange.