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Todo apuntaba hacia una dirección cada vez con más claridad. Aunque el propósito de aquel macabro juego se mantenía, por el contrario, más confuso e inexplicable. ¿Cuál sería su finalidad? Cloister se veía a sí mismo como un autómata que sigue un programa prefijado. Y, una vez más, el desasosiego lo invadió.

A la mañana siguiente, Cloister estaba saliendo de la ducha cuando el timbre del teléfono de la habitación sonó con su ritmo desagradable. Eran las ocho en punto.

– Albert Cloister -dijo el jesuita.

– Buenos días, padre -contestó una dulce voz femenina-. Le paso con la madre Victoria.

– Gracias.

El sacerdote se sentó en una esquina de la cama y esperó a que la religiosa se pusiera al teléfono.

– ¿Padre Cloister?

– Sí, soy yo, madre Victoria.

– Buenos días nos dé Dios. Ayer me llamó usted, ¿verdad? Como no repitió su llamada, he decidido devolvérsela.

– Ah, sí, no era urgente. Sólo preguntarle si tiene alguna novedad sobre la doctora Barrett y su paradero.

– Nada, de momento. ¿Y usted? ¿Hay novedades en su investigación?

– Poca cosa -mintió Cloister-. También querría saber cómo se encuentra Daniel.

– El médico lo visitó ayer y dijo que está muy mal. Es ya mayor, y sus pulmones se resintieron con el humo del incendio. Hay que esperar, pero no nos dio muchas esperanzas. Sigue con sus pesadillas. Anoche tuvo otra. Antes de que me lo pregunte, le diré que no ha querido contárnosla. Se ha cerrado en sí mismo, el pobrecillo. Sólo pido a Dios que le reduzca el sufrimiento.

– Ojalá sea así. En fin, madre Victoria, espero que Daniel se recupere y todo vaya bien. No quiero robarle a usted más tiempo. Gracias por haberme llamado. Si hay algún cambio al respecto de la desaparición de la doctora Barrett, por favor, hágamelo saber.

– Lo haré. Que Dios le proteja y le guarde.

Aquella última frase no parecía una simple fórmula de cortesía.

– Lo mismo le deseo, madre Victoria.

Nada más colgar, Cloister se vistió y salió de la habitación, con su grabadora en un bolsillo de la chaqueta, una cámara fotográfica digital en otro y su cuaderno de notas debajo del brazo. No desayunó. Una idea había fraguado en su mente durante la noche. Estaba cansado, pero despejado. Su propósito era ir al edifico Vendange y tratar de averiguar lo que pudiera. No alcanzaba a explicarse cómo o de qué manera la entidad que habló por boca de Daniel durante el exorcismo podía «esperarlo» allí.

Mientras caminaba por la calle, el jesuíta llamó con su celular a su superior en Roma. Le explicó sus intenciones y los últimos acontecimientos. El cardenal Franzik le dio su aprobación y no le hizo ninguna pregunta adicional. Sabía por experiencia que era mejor esperar los informes que importunar con preguntas a destiempo. Confiaba en Cloister más que en ningún otro de sus Lobos de Dios, y le quería como a un hijo. Esperaba que aquella investigación no acabara con él.

Como Cloister había descubierto la tarde anterior, el edificio Vendange ocupaba una de las esquinas de la confluencia entre la calle Dartmouth y la avenida Comraon-wealth. El sacerdote se detuvo al otro lado, en el centro del bulevar, frente al monumento de los bomberos caídos en el incendio. Había leído en la página dedicada al memorial en internet que aquel fuego fue el más terrible, en número de víctimas, de toda la historia de Boston. Pensó en los muertos, conmovido. Los nueve bomberos dejaron ocho viudas y veinticinco huérfanos. Una tragedia humana. Luego musitó una oración silenciosa y cruzó la calle en dirección a la entrada del edificio Vendange. Detrás de un arco semicircular, el vestíbulo era amplio y exhibía una distinguida, aunque algo rancia, decoración de principios del siglo xx. Aquel lugar rezumaba vieja elegancia por los cuatro costados.

– Buenos días. ¿Qué desea? -dijo sonriente un joven conserje, que vestía uniforme oscuro y estaba detrás de una mesa leyendo el periódico.

Cloister iba ahora de paisano. Por lo general, durante las misiones, era preferible no utilizar el traje negro con alzacuello que lo identificaba instantáneamente como sacerdote.

– La verdad es que no sé si usted podrá ayudarme.

– Lo intentaré, señor.

– Soy periodista y estoy haciendo un artículo sobre los edificios más emblemáticos de Boston y su historia.

El jesuita mintió para evitar dar explicaciones. El oficio de periodista le había servido otras veces como tapadera en alguna investigación.

– ¡Este es uno de los más importantes! -exclamó el joven-. Aunque supongo que eso ya lo sabe, claro. Se construyó hace casi ciento cincuenta años, y tuvo que reconstruirse después del gran incendio de 1971. ¿Ha visto usted el monumento que hay en el centro del paseo?

Había que reconocer que el muchacho estaba dispuesto a ayudar, pero si ya empezaba por equivocarse en el año del incendio -que no había sido 1971, sino 1972-, no parecía que fuera a ser muy útil la información que pudiera aportar. Sin embargo, Cloister insistió.

– ¿No hubo aquí una iglesia antes?

– ¿Una iglesia…? -El conserje puso cara de perplejidad, como si eso fuera lo último que hubiera podido imaginar-. Nunca he oído nada de ninguna iglesia. ¿No se referirá usted a una capilla del antiguo hotel?

– No, no. Me refiero a una iglesia antigua, que ocupaba este mismo lugar antes de que existiera el edificio.

– Pues, lo siento, pero no sé nada sobre esa iglesia de que usted habla. Aunque…

– ¿Sí?

– Mi padre igual la conoce. Espere un momento, que voy a llamarle. Espere aquí. No tardo nada.

A los pocos minutos, el joven regresó acompañado de un hombre mayor, encorvado, con el gesto que la vida da a quienes no la han vivido con alegría. Cloister le dirigió una mirada amable, que él devolvió glacial.

– Éste es el periodista -dijo el muchacho-. Quiere saber si aquí hubo antes una iglesia.

– Sí, hubo una iglesia, en efecto. Pero de eso hace mucho. Nosotros siempre hemos vivido aquí. Yo antes trabajé para el hotel, como mi padre. La iglesia es muy anterior. ¿Para qué periódico trabaja usted?

– No es un periódico, es una revista: Límites.

– No la conozco -dijo el hombre, que miró receloso a su hijo y añadió-: ¿Y tú?

– Yo tampoco.

– Es nueva -les atajó Cloister-. Es normal que no la conozcan. Acabamos de empezar y estamos muy ilusionados. Tenemos algún presupuesto para las personas que colaboren con nosotros.

El dinero es casi siempre la llave maestra que abre la mayoría de las puertas.

– En ese caso… -dijo el hombre, acariciándose el mentón-, puedo mostrarle algo. ¿Cuánto «presupuesto» tiene, si no es indiscreción?

– Trescientos dólares.

Cloister pronunció una cifra pequeña. Cuando se trata con personas que cooperan por dinero, las cantidades van en aumento.

– No es gran cosa, jefe.

– Bueno, si lo que me muestra es verdaderamente interesante, podría subir un poco.

– ¿Lo ve? Nos entendemos. ¿Lo ves, hijo?

A un lado de su progenitor, el joven miraba al hombre que lo había engendrado y criado, con cierta vergüenza. Pero no lo juzgaba. Pertenecía a una época más dura en la que buscarse la vida era muy difícil. Lo único que le sorprendía era ese «algo» que estaba a punto de enseñar al periodista, y que él tampoco conocía.

– Necesitaremos esto -dijo el hombre, tomando un par de linternas de la taquilla de su hijo-. Vamos, acompáñeme.

Los tres hombres abandonaron el vestíbulo y salieron a la calle, en dirección a la entrada de la antigua carbonera. Desde allí accedieron a un pequeño patio de luces, lo atravesaron y salieron de él por una portezuela metálica, cuyas capas de pintura desconchada dejaban entrever el óxido. Al otro lado se abría un oscuro corredor que desembocaba en unas escaleras estrechas y húmedas.

– Es por aquí. Hay que bajar. Ya casi estamos.

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