– Buenas tardes -correspondió Cloister al saludo, al tiempo que se levantaba de su silla-. Tengo que hacerle unas preguntas.
– Naturalmente. Estoy a su disposición.
El joven sacerdote tomó asiento enfrente de Cloister, estableciendo la anchura de la mesa como barrera. Se le veía nervioso y sombrío. Fue una reacción instintiva.
– Gracias. Sólo nos llevará unos minutos. Lo que tengo que preguntarle es muy simple. Necesito que haga usted memoria. Concéntrese durante el tiempo que estime oportuno. Sin duda, recordará el momento en el que la doctora Barrett, antes de abandonar la estancia donde se practicó el exorcismo, se acercó a Daniel.
– Sí, ella estaba como encantada, encandilada…
– Lo que me interesa es saber si usted consiguió escuchar algo de lo que Daniel le dijo al oído. ¿Pudo distinguir alguna palabra, lo que sea?
– Ya lo dije en el informe…
– Eso ya lo sé. Tengo el informe. Era para mí. Sé que usted escuchó algo sobre unos «globos amarillos» y una isla próxima a New London. He de saber si es capaz de recordar algo más. Lo que sea.
– Han pasado los días, y mi recuerdo es como una nube densa. A mi cabeza han venido destellos inconexos… No, creo que no puedo recordar nada más que lo que ya dije. Lo siento de veras.
– Por favor, le ruego que se esfuerce todo cuanto pueda. Es crucial para mí y para mi investigación.
El joven estaba tan abatido que Cloister se dio cuenta de que era inútil apretarle las clavijas. Eso no conduciría a nada. Si no pudo oír algo más, no iba a arrancarle una confesión absurda, basada en la presión. Lo que se había grabado en su memoria fue el grito «TODO ES INFIERNO», y era lógico. También estaba grabada esa frase en la mente de Cloister.
– Está bien. Gracias por todo. Ha hecho usted lo que ha podido. De cualquier manera, si llegara a recordar alguna cosa, aunque le parezca insignificante, llámeme sin falta.
Apenas encendió su teléfono celular, en la calle, Cloister recibió un mensaje en el que se le informaba de una llamada perdida. Era de su amigo Harrington. Eso cortó los pensamientos brumosos del sacerdote y los desvió hacia una pequeña luminaria en la oscuridad. Harrington suponía una esperanza; mínima, pero esperanza al fin y al cabo. Si sólo las grandes contaran, la esperanza no existiría.
– ¿Harrington? -dijo el sacerdote cuando su amigo respondió.
– Has visto mi llamada, supongo.
– Acabo de hacerlo. Estaba en una… reunión.
– Ese titubeo te delata. ¡Pero no quiero que me cuentes nada! ¡Allá tú y tu conciencia! ¿Qué querías esta mañana, que, supongo, seguirás queriendo esta tarde?
– Siento haberte molestado, pero necesito un buen filtro de sonido. Antes de que me lo preguntes, te diré que es para tratar de escuchar algo que se dice en un susurro sobre ruidos más fuertes, pero no demasiado altos.
– Quieres decir que no se trata de un concierto, ni nada parecido.
– No. Hay sonidos más altos, y el susurro es muy bajo. El micrófono que captaba el audio estaba más bien retirado, a unos tres metros, más o menos.
– Bien… Déjame pensar… Lo veo difícil, pero ya sabes que para mí nada es imposible.
– Lo sé. Estoy en Boston. ¿Te parece bien que vaya a verte?
– Gracias por tu innecesaria aceptación de mi autohalago. Dame una hora u hora y media. Estoy saliendo del aeropuerto.
Era un tiempo razonable. Cloister dio un paseo, en que no se serenó en absoluto, y trató de comer algo. Tenía el estómago encogido. Después regresó a su habitación del colegio para recoger su ordenador portátil con el archivo de audio del exorcismo. Ojalá Harrington pudiera ayudarle. Era uno de sus últimos cartuchos.
Capítulo 37
Brookline.
Harrington Durand, a quien Albert Cloister había conocido durante sus estudios de física en la Universidad de Chicago, era un hombre extremadamente culto y un ingeniero informático genial. Había dedicado más de la mitad de su vida de vigilia a la lectura casi compulsiva. El resto del tiempo robado al sueño, y restado lo necesario para comer, la higiene y demás actividades de la vida común, lo invertía en crear los programas informáticos más sorprendentes -para la industria civil y la militar-, además de escuchar música clásica y aprender música él mismo, visitar museos o ver películas. Salía de casa lo menos posible, para ir a bibliotecas o librerías, al videoclub, a una sala de exposiciones. Además de epiléptico, padecía una enfermedad de la mente conocida como «fobia social», que le inducía un formidable sufrimiento ante cualquier acto o reunión en que hubiera personas desconocidas o con las que no estuviera absolutamente a gusto. Sólo era capaz de quebrar ese dolor del espíritu a cambio de obtener un placer superior, como cuando frecuentaba a una prostituta universitaria llamada Rachel de la que dependía emocionalmente.
A estos problemas psicopatológicos se añadía un absoluto descreimiento, su ateísmo y su actitud negativa en grado sumo ante la vida. Por ese motivo, Albert Cloister le llamaba «monje de clausura del nihilismo». Así era, en efecto, Harrington Durand: un nihilista que no creía en nada y no daba valor a ninguna cosa que pudiera colocarse más allá de la frontera de la existencia material o del tiempo que a cada uno le ha tocado vivir. Si los dos hombres, tan distintos en sus planteamientos vitales, conservaban la amistad, era precisamente por eso, por ser los dos lados opuestos de un diámetro.
Albert había esperado una hora antes de tomar un taxi e indicarle la dirección de Harrington, en Brookline, a una media hora del centro de Boston. Mientras ocupaba el asiento trasero del coche, el jesuita estuvo pensando en la vida y la muerte, en la Creación y en la bondad del Señor. Contra la protección de Dios, ninguna entidad tenía poder. La fuerza del mal quedaba anulada al enfrentarse con el supremo bien. El miedo es como los malos olores, que a fuerza de soportarlos anulan la capacidad de percepción de la nariz.
Después de mucho insistir con el timbre de la casa, abrió la puerta el mismo Harrington, con aire lozano. Llevaba una bata de raso sobre la ropa y tenía un libro en la mano. Para él no había jet lag ni nada que se le pareciera. Su ciclo circadiano de sueño-vigilia se habían acomodado al curso de la Luna, de modo que cada veintiocho días él había dormido una jornada completa menos que el resto de los mortales, seguidores del luminoso Sol. Para verlo, era necesario adaptarse a su extravagante horario. A veces había que visitarle a las cinco de la madrugada, cuando él se despertaba; o a las once de la noche.
– Pasa -dijo Harrington-. Has tenido suerte. Esos desconsiderados me han sacado de mi horario, los muy cabrones…
– ¿Te refieres a la gente del Gobierno?
– ¿A quién si no? ¿No te he dicho que son unos cabrones…? Pero, en fin, no quiero quejarme más. ¿Has leído Ecce Homo, de Nietzsche?
Harrington levantó la mano y mostró la portada del libro a Albert, mientras caminaban hacia el salón.
– No, no lo he leído.
– Pues te lo recomiendo. Me ayuda a olvidar a esos… Es una puta delicia. Los primeros capítulos se llaman «Por qué soy tan sabio», «Por qué soy tan inteligente» y «Por qué escribo libros tan buenos». Nietzsche es un jodido genio. Mal entendido por casi todo el mundo, por supuesto.
– Por supuesto -reconoció Cloister a su malhablado amigo, en el tono más jocoso que su estado espiritual le permitía.
A pesar de las oraciones, y al intento de tranquilizarse, no había logrado cambiar su estado de ánimo ni obtenido nuevas fuerzas. La perspectiva era dura. Por mucho que lo deseara, no se sentía iluminado de nuevo. Estaba del lado del bien, pero eso ahora no le ayudaba demasiado.
– Insisto en que deberías leer a Nietzsche. Ser culto es importante, por ejemplo para que no te engañen con cosas como el arte moderno.