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«¡Claro, arameo!», pensó Cloister. Aunque las palabras estuvieran invertidas, por eso le resultaba tan familiar. Se trataba de una lengua que él no conocía, pero su año de residencia en Israel le había permitido adquirir algunas nociones de hebreo, una lengua de raíz común y grandes similitudes morfológicas. De hecho, el arameo era la lengua materna de Jesucristo.

Ponti siguió hablando:

– Es una cosa rara, la verdad. No sé qué puede querer decir. Espero que a usted le sirva de algo. Dice: «Quiero conocerte. Tú sabes que me refiero a ti. Te espero en la posada de la vendimia».

Cloister anotó las frases en una hoja, con trazo quedo, como tratando de asimilar a la vez que escribía el significado de las palabras.

Quiero conocerte. Tú sabes que me refiero a ti. Te espero en la posada de la vendimia.

– Gracias, padre Ponti. Agradézcale su ayuda, por favor, también al padre Zanobi. Lo tengo en mis pensamientos.

Cloister colgó el auricular y se quedó pensativo e inmóvil unos instantes. Él sabía a quién estaba dirigido el mensaje. Sabía que se refería a él. Tenía que referirse a él. Como los ojos que lo miraron dentro de la hoguera en Brasil. Como la frase del beato español dentro de su ataúd.

De algún modo, lo esperaba. Siempre lo había esperado. Y eso era lo que le daba más miedo. Sentía que ahora estaba donde «algo» quería que estuviera, y en el momento en que debía estar. Casi podía tocar los hilos que lo aferraban y lo movían como una marioneta al capricho de lo desconocido.

Le pareció en ese instante percibir un extraño aroma floral que enseguida se disipó, si es que alguna vez había existido. Necesitaba un chicle de nicotina. Su guerra con el tabaco empezaba a darle algunas victorias, aunque ahora estaba enganchado a los chicles. Trató de anular sus sensaciones y emociones para redoblar su racionalismo y su frialdad. Encendió el ordenador y esperó a que el sistema operativo se iniciara. Luego ejecutó la conexión inalámbrica a internet. El colegio disponía de una red de alta velocidad. Abrió la página del buscador Google y escribió en el recuadro: «POSADA DE LA VENDIMIA» [1]. En menos de una décima de segundo, la base de datos del buscador arrojó su resultado, casi noventa mil apariciones de la búsqueda. La primera de todas era un hotel de Napa Valley, en Yountville, California.

Cloister pinchó en el enlace para visitar la página web.

En ella, una animación Flash se iniciaba con una frase del Sunset Magazine, en la que se comparaba el hotel, por su lujo y sabor, con un chateau francés.

Eso no le aportaba nada de especial, pero le ayudó a tomar distancia de su propio vínculo con todo aquello. Tenía que investigar sin introducirse dentro de la probeta en la que se lleva a cabo el experimento. Era elemental. Así se lo habían enseñado y lo había aprendido bien. Ya tendría tiempo de mirarse a sí mismo con los ojos de un forense que disecciona un cuerpo. Antes necesitaba comprender el resto de datos inconexos, ser capaz de unirlos y, de una maldita vez, darles un sentido.

Miró la pantalla y volvió a la realidad. Se dio cuenta de que tenía que especificar más la búsqueda. El estaba en Boston, y el exorcismo fue en Boston, por lo que parecía lógico agregar el nombre de la ciudad.

Volvió atrás en el navegador y añadió «BOSTON» a la expresión «POSADA DE LA VENDIMIA».

Ningún resultado.

Borró el nuevo término y lo reescribió delante de la expresión, y no detrás, como había hecho. Pulsó el botón de búsqueda.

Dos únicos resultados para «BOSTON VINTAGE INN» en algo menos de medio segundo. El primer enlace correspondía a una página de pornografía con todas las preferencias del mercado: mujeres, mujeres maduras, chicos, sexo anal, bisexuales, etcétera.

Volvió atrás y pinchó en el segundo enlace. Éste pertenecía a la página de una empresa de viajes, y concretamente daba información sobre un hotel en Canadá. No estaba sacando mucho en claro, pero eso no le alteraba. Las investigaciones complejas siempre son pausadas. Lo que le turbaba no era lo que estaba buscando, sino el modo en que le habían llegado los datos que daban inicio a la investigación. Y ahora ese mensaje tan específico, expresado por el grito del anciano deficiente a quien habían sometido al exorcismo…

Cloister prefería no seguir dando vueltas a lo mismo. No debía permitir que aquello anulara su capacidad analítica. Cerró la tapa de su portátil para que entrara en suspensión, se puso la chaqueta y salió de la habitación. Necesitaba respirar aire puro. Los pensamientos a menudo llegan cuando no se están buscando. Son como pajarillos huidizos, que sólo se acercan si nadie los mira. Ése es el instante en que hay que atraparlos. Por eso, Cloister siempre llevaba una grabadora consigo, y hasta dormía con ella a mano.

A pesar del frío, la calle mostraba el cálido tono anaranjado de la puesta de sol. Surcaban el cielo unas nubes alargadas y esponjosas, que reflejaban la luz cobriza sobre el fondo intensamente azul. El sacerdote empezó a caminar sin un rumbo determinado. Anduvo durante dos horas, deambulando y parándose, de cuando en cuando, a mirar un escaparate o el cartel de una función o una película. Empezaba a sentirse un poco más tranquilo. Necesitaba disminuir la tensión interior. Llevaba varios días demasiado tenso, y el estrés nunca es bueno para rendir en ninguna clase de trabajo. Torció por la calle Dartmouth y empezó a andar, despreocupado, por la avenida Commonwealth.

Entonces lo vio.

Era una gran moldura de escayola, antigua, con un letrero. Estaba en la fachada de un bello edificio de estilo entre neoclásico y Victoriano, que le llamó la atención.

Aquellas dos palabras hicieron que, de pronto, sus glándulas suprarrenales lanzaran al torrente sanguíneo un chorro de adrenalina. Se sintió repentinamente embriagado. Lo que veía, le maravillaba y le aterraba en una misma proporción: VENDANGE HOTEL [2].

Aquel edificio era, sin duda, la Posadade la Vendimia.

Capítulo 19

Connecticut.

El interior del local apestaba a sudor y cerveza. El silencio casi absoluto que había acompañado a Audrey desde hacía una hora, se quebró con el bullicio ensordecedor del bar de carretera. Indiferente a todo, se dirigió hacia el mostrador, aguantando sin rechistar las salpicaduras de cerveza y los golpes involuntarios de quienes bailaban a su alrededor alegremente.

– ¿Sabe cómo puedo llegar a New London?

Audrey le hizo esa pregunta al dueño del bar, que atendía como camarero. El hombretón rondaba los cincuenta años. Era una de esas personas que siempre parecen de buen humor, pero se mostró preocupado al decir:

– ¿Se encuentra usted bien, señorita?

El aire consternado y ausente de Audrey inspiraba preocupación, desde luego. Ella lo miró de un modo extraño, con una curiosidad injustificada, como si nadie le hubiera hecho nunca esa pregunta, o ella no fuera capaz de entenderla.

– No, no me encuentro bien.

El dueño del local se fijó entonces en la mirada turbia de Audrey y en sus ojos enrojecidos, y se le ocurrió que quizá estuviera drogada.

– Oiga, a los de por aquí no nos gusta esa porquería de la droga…

La preocupación del hombre fue sustituida por una mueca severa. Pero Audrey se limitó a observarle otra vez con su extrañada curiosidad.

– ¿Sabe dónde está New London o no?

Al dueño le llevó unos segundos decidir si echaba de su bar a esa mujer o le decía lo que quería saber. Luego, cogió uno de los mapas de carreteras que estaban a la venta en un estante, y lo desplegó frente a Audrey, sobre la barra.

– Nosotros estamos aquí -dijo el hombre. Uno de sus gruesos dedos señaló una zona boscosa que rodeaba varios lagos-. Lo que tiene que hacer es seguir por la carretera que la ha traído hasta el bar y luego coger esta otra -se la indicó también con el dedo-, que la llevará hasta la Interestatal Noventa y Cinco. Por ella, es todo recto hasta New London.

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[1]Vintage Inn, en inglés.

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[2]Vendange, es una palabra francesa que significa «vendimia».

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