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Mientras pensaba, Cloister bajó a su ordenador los documentos en formato PDF: los evangelios apócrifos de Nicodemo y de Tomás de la Infancia. Los conocía ligeramente, pero nunca leyó ninguno de los dos en profundidad y con total atención. Ahora leía el de Nicodemo buscando «claves». Y pronto encontró algo que bien podía ser una de ellas. Eran unas frases de Satanás desde los infiernos, en las que decía:

Prepárate a recibir a Jesús, que se vanagloria de ser el Cristo y el hijo de Dios, pero que es hombre temerosísimo de la muerte, porque yo mismo le he oído decir: «Mi alma está triste hasta la muerte». Y entonces comprendí que tenía miedo de la cruz.

¿Miedo…? ¿Jesús…? ¿Miedo a la muerte? ¿Acaso no tenía confianza en el Padre? ¿Acaso no sabía que era el hijo de Dios? Cloister no comprendía que Jesús tuviera miedo a la muerte, sino sólo al modo de morir. La cruz era un método de ajusticiamiento terrible. Los romanos sabían cómo disuadir a los criminales de sus delitos. Por norma general, un reo tardaba hasta más de un día entero en morir. Su agonía era inimaginable, tratando de elevarse sobre los pies, forzando los brazos, para robar un poco de aire y no morir asfixiado, sabiendo que el final es inevitable. Una forma de matar muy cruel, propia de un mundo y una época crueles.

El sacerdote siguió leyendo, finalizó el Evangelio de Nicodemo y comenzó el de Tomás de la Infancia. Aquel sí que era un texto desconcertante. Mostraba a un Jesús niño de feroz brutalidad, malhablado e inmisericorde con sus semejantes y el resto de habitantes de Nazaret. Su «juego» favorito era hacer que los demás murieran a poco que lo contrariasen. Más que la infancia de Jesús, parecía la infancia del mismo Satanás.

Y un fariseo, que estaba con el niño, tomó un ramo de olivo y destruyó la fuente que había hecho Jesús. Y, cuando Jesús lo vio, se enojó y dijo: «Sodomita impío e ignorante, ¿qué te habían hecho estas fuentes, que son obra mía? Quedarás como un árbol seco, sin raíces, sin hojas ni frutos». Y el fariseo se secó, y cayó a tierra y murió. Y sus padres llevaron su cuerpo, y se enojaron con José. Y le decían: «He aquí la obra de tu hijo. Enséñale a orar, y no a maldecir».

Otra vez, Jesús atravesaba la aldea, y un niño que corría, chocó en su espalda. Y Jesús, irritado, exclamó: «No continuarás tu camino». Y, acto seguido, el niño cayó muerto. Y algunas personas, que habían visto lo ocurrido, se preguntaron: «¿De dónde procede este niño, que cada una de sus palabras se realiza tan pronto?». Y los padres del niño muerto fueron a encontrar a José, y se le quejaron diciendo: «Con semejante hijo no puedes habitar con nosotros en la aldea, donde debes enseñarle a bendecir, y no a maldecir, porque mata a nuestros hijos».

Y José tomó a su hijo aparte, y le reprendió, diciendo: «¿Por qué obras así? Estas gentes sufren, y nos odian, y nos persiguen». Y Jesús respondió: «Sé que las palabras que pronuncias no son tuyas. Sin embargo, me callaré a causa de ti. Pero ellos sufrirán su castigo». Y, sin demora, los que lo acusaban, quedaron ciegos.

El jesuíta no comprendía nada… Jesús tenía miedo a la muerte, y de niño fue muy cruel. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra? ¿Era acaso Jesús la encarnación del mal? Cloister estaba ya dispuesto a aceptar cualquier cosa. Quizá empezaba a comprender cuestiones que le llevarían a la verdad ansiada. Pero no, Jesús no podía ser lo contrario de lo que siempre había creído… Tenía que atreverse a pensar, a abrir su mente si quería de veras entender. Abrirla como nunca, con orificios como la boca de un cañón. A menudo los hilos de la verdad se tejen solos. Aunque sea como acercarse a un acantilado y mirar abajo. El vértigo no anula la seducción del riesgo. Cloister sabía que ningún abismo sería capaz de frenarlo.

El mítico e inextricable Nudo Gordiano no pudo ser más enrevesado y difícil que el enigma que se presentaba ante Albert Cloister. Pero, al igual que hizo Alejandro Magno, todo nudo se puede cortar.

– ¡Cortarlo! ¡Cortarlo! ¿Cómo…?

El delirio del sacerdote había superado la barrera de su mundo interior para convertirse en un grito. Estaba nervioso y sudaba copiosamente. Las manos le temblaban. Repasó de nuevo los textos de Nicodemo y Tomás… Jesús temía morir en la cruz y, en su infancia, se comportaba como un ser malvado. Miedo, siempre miedo. El mal es hijo del miedo. La soberbia, la envidia, la vanidad… Todo aquello que hizo a Lucifer levantarse contra Dios.

Levantarse contra Dios.

Ese pensamiento hizo que otro se formara en la mente del jesuíta, como consecuencia directa suya. En varias grabaciones sucesivas, Cloister obtuvo respuesta a algunas de sus dudas; pero sólo a aquellas que la entidad quiso resolver. Respuestas que no le ayudaron precisamente a encontrar un horizonte sólido ante su mirada.

El jesuíta se acordó de pronto de Audrey Barrett. ¿Qué le había susurrado la entidad al oído durante el exorcismo del viejo jardinero? La entidad no había querido revelárselo a él.

La clave se hallaba en la desaparecida doctora Barrett. Eso estaba ya claro. Debía encontrarla, estuviera donde estuviese. Ella había recibido los elementos necesarios para aclarar el enigma durante el exorcismo de Daniel. Las más terribles verdades se susurran al oído. Su contenido es tan atronador que no es necesario hacer ruido al manifestarlas. Ella ignoraba, sin embargo, su verdadero papel en aquella obra de teatro tan real como temible.

Muy pronto, las últimas incertidumbres se disiparían para Cloister. Aquel mal llamado juego entraba en su última fase: el principio de su fin. La entidad había prometido al jesuíta que se maldeciría a sí mismo por haber pretendido desvelar la verdad a la que le estaba conduciendo con sus revelaciones. Estaba ya maduro para comprender.

Maduro para creer.

Capítulo 33

Fishers Island.

Joseph distinguió una fuente de luz entre los árboles. Era la casa del escritor Anthony Maxwell. Cuando estuvo más cerca, pudo ver que la puerta de la entrada se encontraba abierta de par en par, y su angustia se intensificó. Nadie dejaba la puerta de su casa abierta de esa manera. Ni siquiera en un lugar tan seguro y tranquilo como Fishers Island. Aparcó enfrente de la edificación, llevándose por delante las macetas que adornaban el pie de la escalera. Se lanzó fuera del vehículo y corrió hacia la entrada.

– ¡Dios mío…!

No se esperaba algo así. Llevaba todo el día mortificado por lo que pudiera haberle ocurrido a Audrey. Pero ni en sus peores imaginaciones esperaba encontrarse aquello… Había sangre por todas partes. Joseph contempló, atónito, las huellas rojas que surcaban la piedra blanca del suelo. Unas eran de zapatos de mujer, y las otras eran casi igual de pequeñas, pero de unos pies descalzos; ambas mezcladas en una total confusión.

– ¿Qué diablos ha pasado aquí? -murmuró, sobrecogido, mientras seguía el rastro hacia el interior.

Por unos segundos se preguntó qué debía hacer, por dónde debía empezar a buscar a Audrey, si es que eso continuaba teniendo sentido. Entonces reparó en que la cerradura de la puerta del sótano había sido arrancada de cuajo. Se acercó a ella con una cautela extrema. El corazón le batía a un ritmo enloquecido dentro del pecho. La corriente gélida que penetraba desde la calle hacía condensarse en nubes de vaho su agitada respiración. Creyó oír un sonido que emergía de las profundidades del sótano. Una especie de lamento… No, no era exactamente eso. Era más bien como si alguien tratara de hablar con la boca cerrada, por absurdo que pareciera. El ruido cesó cuando Joseph puso el pie en el primer escalón que descendía a la cámara subterránea.

Mientras bajaba, percibió cada vez con más intensidad un olor a moho y humedad. Y eso resultaba casi una bendición, porque había un hedor de fondo mucho más desagradable e incomparablemente más siniestro.

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