Joseph quiso gritar cuando descubrió el origen de aquel hedor. Pero no consiguió hacerlo. Su boca se abrió como la de un pez que pugna por un poco de aire, y que está, sin embargo, condenado a asfixiarse. Si el horror, si el auténtico horror tenía un rostro, debía ser el de los seres pálidos y enajenados que Joseph tenía delante de los ojos. Eran niños.
O, más bien, lo fueron.
Ahora, Joseph no se atrevería siquiera a afirmar que continuaban siendo humanos. A juzgar por lo que veían sus ojos, quien hubiera pasado por lo que ellos debían haber pasado, tenía que haber perdido todo rasgo de humanidad. Sólo así sería posible haber soportado ese inimaginable tormento.
– Oh, Dios, Dios… -consiguió por fin articular el bombero, entre gemidos horrorizados.
Dios no estaba en aquel sótano. Dios no podía existir si aquel sótano existía. Las bocas de los cinco niños estaban toscamente cosidas con un hilo grueso. Se las habían cosido para evitar que gritaran o que pidieran auxilio. Joseph sintió que las piernas le fallaban. Tuvo que apoyarse para recuperar el equilibrio. El movimiento fortuito le hizo encender un aparato de radio, sin pretenderlo, y en aquel lugar de pesadilla empezó a sonar una alegre música infantil. Cinco pares de ojos se acercaron a los barrotes de sus celdas para observar más de cerca a Joseph, quizá como alguna clase de respuesta mecánica a la música. Aquellos ojos estaban muertos. Sus dueños eran meras cascaras: sin deseos, sin voluntad, sin esperanza.
Joseph trató de apagar el aparato que emitía la música, pero las sacudidas de sus manos le impedían acertar en el botón de parada. Y la canción infantil seguía sonando. La imagen de uno de esos niños enjaulados tratando de cantar la canción con su boca cosida fue demasiado para el bombero. Cogió la radio y la estrelló contra la pared. Vomitó allí mismo y luego salió corriendo del sótano. Huyó de él. No tuvo el valor de quedarse a ayudar a los niños. Ya arriba, llamó a la policía. La voz le temblaba cuando llegó el momento de describir lo que había encontrado.
Pero antes de todo eso, antes de que Joseph cruzara la puerta principal, una figura oscura había emergido de la casa de Maxwell. La figura tenía el cuerpo encorvado y era de una extrema delgadez. Caminaba muy despacio, con enorme dificultad. Los años de encierro en una pequeña celda le habían cobrado un alto precio a su cuerpo. Cada paso era un martirio, pero quiso volver a la casa para ir en busca de su cuaderno. Estaba muy orgulloso de su cuaderno, sí, y quería que ella lo viera. Al salvar el último escalón que separaba la casa del suelo, se le escapó un gemido de dolor. Apenas fue audible, porque tenía la boca cosida, al igual que los restantes niños. Siguió adelante y se alejó despacio de la casa, con su andar lastimero. Por suerte, la mujer que lo había liberado del sótano no estaba lejos.
Era Eugene, que se sentó junto a su madre. Ella estaba tendida en el suelo, sobre unas hierbas. La sangre salía a borbotones de la herida de su pecho. Respiraba entre estertores, con un sonido acuoso. Pero ya no sentía ningún dolor. Todo estaba ya bien. Su amado hijo Eugene había vuelto a su lado.
La alegría de Audrey se mezcló, no obstante, con un sentimiento de tristeza. Su corazón se ensombreció al ver de nuevo la boca de su hijo, atravesada con un hilo tosco que ella no podía simplemente arrancar, por más que deseara hacerlo. La maldad de un ser humano no tiene límites. Nadie sabía eso mejor que Eugene.
Audrey vio que él le tendía un cuaderno. La psiquiatra comprendió que su hijo había vuelto a la casa a buscarlo, para enseñárselo. Sus páginas estaban plagadas de dibujos. La luz de la Luna, casi llena, le permitió distinguir varios de ellos.
– Son… preciosos… Eugene -dijo Audrey, con un esfuerzo sobrehumano.
El muchacho la miró, y Audrey juraría que vio brillar una sonrisa en aquellos ojos ausentes. Todo iba a salir bien. Eugene se pondría bien. Algún día podría hablar de nuevo. Y reír.
Audrey recordó algo, y fue ella ahora quien sonrió, dejando a la vista unos dientes manchados de sangre.
– Ar… mario-dijo-. Tus… regalos… están… en… el… armario.
Era imposible que Eugene supiera a qué se refería su madre con esas palabras. Él no podía imaginar que hubiera un armario lleno de regalos esperándole en casa: los de todos los cumpleaños y Navidades que Maxwell le había arrebatado. Eugene le dio su cuaderno de dibujos. Ese era el regalo que él había guardado para ella durante todos estos años de tormento.
Un ruido del que Audrey no fue consciente llamó la atención de Eugene. Su cuerpo escuálido se tensó, justo antes de que una voz gritara:
– ¡Audrey! Audrey, ¿eres tú?
El bombero sólo conseguía ver un bulto oscuro, una sombra más entre las sombras. Aun así, supo que se trataba de la mujer que había ido a buscar. Cuando llegó hasta ella, la plateada luz le reveló que no estaba sola. Había un muchacho arrodillado junto a su cuerpo. Como los demás cautivos del sótano, también él tenía la boca cosida. Pero el bombero no sintió horror al verle, sino una profunda ternura.
– Es… mi… hijo… Eugene -susurró Audrey.
Joseph se arrodilló a su lado. La noche ocultaba la siniestra mancha escarlata que empapaba el hombro y el pecho de Audrey. Estaba malherida. Aunque peor parado había salido el hombre; el que Joseph encontró después de llamar a la policía. Debía de ser Maxwell. Estaba muerto sobre un charco de sangre, en una habitación del piso superior que daba escalofríos, porque parecía la de un niño, pero no lo era. Por fin, Joseph entendió la razón de tanto sufrimiento, el porqué de la muralla infranqueable que la psiquiatra había levantado a su alrededor.
– Todo va a salir bien, Audrey. Ya lo verás.
– Prométeme… -unas toses malsanas y líquidas interrumpieron las palabras de la psiquiatra-: Prométeme… que… cuidarás de él… por mí.
– Los dos cuidaremos de él -dijo Joseph, con un nudo en la garganta-. Tú y yo, Audrey. No te rindas ahora, por favor.
– Promé… témelo.
Joseph la miró con cariño y angustia. Unas lágrimas habían empezado a caer de los ojos del bombero. No se dio cuenta de ello hasta que Eugene extendió el brazo en su dirección, y empezó a enjugarle las lágrimas con sus dedos largos y huesudos. Un niño que había sufrido lo indecible, que tenía la boca cosida y que parecía un espectro, se esforzaba por consolarlo. A él. A un aguerrido bombero del Departamento de Boston.
Sus lágrimas se redoblaron. Quiso abrazar a Eugene, y devolverle un poco del cariño del que nunca debía haberse visto privado. Pero el bombero no se atrevió a hacerlo, por temor a que se asustara. Fue entonces cuando Eugene apoyó su cabeza sobre el pecho de Joseph, y puso una de sus frágiles manos en su espalda. Su otra mano agarraba la de su madre, que yacía al lado.
– Te prometo que cuidaré de él -dijo Joseph, acariciando el cabello de Eugene.
Audrey asintió. Quiso decir algo más, pero no fue capaz. Las fuerzas la abandonaban. Iba a perder el sentido. Vio una luz a lo lejos. Creyó que se trataba de un truco de su mente exhausta, pero volvió a verla de nuevo. Provenía de un farol. La noche anterior no se había dado cuenta de su presencia. Resulta curioso el modo en que algunas cosas se nos escapan. Audrey siguió con la mirada el haz de luz que giraba incansablemente en lo alto del farol. Ahora iluminaba la noche. Ahora permitía a las sombras regresar. Luz. Oscuridad. Luz. Oscuridad.