– Así lo haré.
– Déjeme que le pregunte otra cosa más, hermana. ¿Usted sabe si la doctora Barrett tiene hijos?
– No, que yo sepa. Ella me dijo que nunca estuvo casada, y yo deduje que tampoco tendría hijos. Pero, claro… ¡Oh, Dios mío! Lo dice por esos pobres niños…
– Exacto.
– Lo que sí sé, y quizá le interese saberlo a usted, es que Audrey pasó toda su infancia en New London, con sus padres. Cuando el padre murió, ella y su madre se trasladaron de Hartfod para reducir gastos, a una antigua casa que su madre poseía allí.
– Gracias por todo, madre Victoria.
La monja se despidió de Cloister. Pero, antes de colgar, repitió algo que ya le había dicho cuando se conocieron: allí actuaban fuerzas terribles y ocultas. Siempre lo sospechó. El sacerdote no respondió nada a eso, pero sabía que ella tenía razón. Más razón de la que pudiera llegar a imaginar.
Capítulo 35
Boston.
Todos los estudiosos de la psicología y la parapsicología, y de los sucesos paranormales, saben que los deficientes mentales poseen un sexto sentido en lo que se refiere a captar lo oculto, a sufrir visiones, a percibir aquello que no es visible para todos. Es como si su mente tuviera un receptor especial, menos «lleno» que el de las personas llamadas normales. El cerebro es un gran enigma, pues genios como Mozart pudieron ser disminuidos psíquicos, o también algunos pintores y escultores de enorme creatividad.
Ahora, la mente simple del viejo jardinero Daniel había sido como una radio sintonizada con aquella entidad maléfica, dentro de su plan establecido, como un eslabón más de ese plan macabro.
En la cripta bajo el edificio Vendange, Cloister trató de establecer contacto de nuevo. Pero ya no pudo hacerlo. Sólo le quedaba intentar algo casi descabellado, quizá imposible, en lo que antes no había reparado y que se le ocurrió de pronto: captar el sonido de la grabación del exorcismo, la parte en que Daniel hablaba al oído a la doctora Barrett, y filtrarlo como fuera para mejorarlo y tratar de entender algo más. Los labios de Daniel no se veían en la imagen, ya que de haber sido así, su movimiento bastaría para que alguien capaz de leerlos tradujera lo que había dicho. Por desgracia quedaban tapados por la doctora cuando ésta se recostaba para escuchar las palabras del viejo.
De todos modos, el sacerdote capturó en su ordenador portátil el sonido de la parte de la cinta que le interesaba. Luego abrió el archivo digital con un programa de tratamiento de audio y subió el volumen al máximo. Fue manipulando con paciencia los diversos controles de filtrado y se puso unos cascos para que la calidad del sonido no disminuyera. Cada ruido o palabra, tan amplificados, le producían dolor en los oídos. Pero de la voz de Daniel, nada. Ni siquiera un susurro.
Entonces tuvo una iluminación. Recordó a un antiguo amigo, al que conoció mientras estudiaba ciencias en la Universidad de Chicago: el excéntrico Harrington Durand. A veces lo más obvio es lo que se pasa por alto. ¿Cómo no había pensado antes en él? Por suerte residía muy cerca, en el elegante barrio de Brookline, y ya le había prestado ayuda en otras ocasiones. Cloister miró la hora. Las dos de la tarde. Cualquier persona normal estaría despierta a esa hora, pero Harrington no era una persona normal. En todo caso, aquella llamada era demasiado importante para titubear. El jesuita marcó su número de teléfono de Brookline y esperó los tonos.
– ¿Sí…?
Sorprendentemente, Harrington se puso enseguida al aparato. Y el tono de su voz era alegre.
– Harrington, soy Albert Cloister…
– ¡No te molestes! No estoy en casa. Tendrás que esperar a otro momento.
El muy canalla había grabado un mensaje jocoso en el contestador para confundir a quienes lo llamaran, con un espacio entre la pregunta afirmativa del inicio y el jarro de agua fría final. Pero Cloister no iba a renunciar tan pronto. Oprimió el botón de memoria del teléfono y esperó a que el mensaje volviera a sonar. Repitió la operación media docena de veces, sin resultado. O Harrington no estaba verdaderamente en casa, o tenía los oídos taponados.
Aunque su amigo casi nunca llevaba encima el celular, Cloister optó por lo único que le quedaba por hacer. Buscó su número en la memoria, lo seleccionó y oprimió la tecla de llamada. El aparato estaba encendido. El timbre sonó más de diez veces. Cuando Cloister pensaba que saltaría también un contestador, o que la llamada quedaría cortada, la voz de Harrington se escuchó al otro lado, en un tono muy bajo.
– ¿Sí…?
– Hola, soy Albert Cloister. Necesito tu ayuda.
– Siento decirte que no puedo hablar ahora…
– Es muy importante, Harrington. Tengo que pedirte un favor muy importante.
– Ahora es imposible. Estoy en una reunión… ejem… notable. No puedo decirte más. Estoy rodeado de señores de colores, todos muy circunspectos.
– ¿Señores de colores?
– Sí: azul, verde y negro. Militares y gente del Gobierno.
– Por favor, llámame entonces en cuanto puedas.
Harrington colgó. A pesar de todo, Cloister estaba seguro de que, en esa ocasión, su peculiar y genial amigo no podría ayudarle. Ahora tocaba esperar y adelantar trabajo en otras direcciones. Como la doctora Barrett estaba en coma, ahí no había nada que hacer de momento. Pero le quedaban dos cuestiones abiertas. La primera, entrevistarse con el exorcista. A su llegada a Boston no lo juzgó apremiante, pero había llegado la hora de hacerlo. Los informes del obispado decían que estaba muy impresionado y en estado de postración. Era un jovenzuelo bastante engreído, que se enfrentó con poderes a los que había subestimado. Pero, además de con él, Cloister tenía que hablar con Daniel. A pesar de la prohibición expresa de sor Victoria, tenía que mantener una charla con el viejo jardinero. Si la clave estaba en la doctora Barrett, esa clave había salido de sus labios. Aunque él no lo supiera, o no fuera consciente de ello.
Capítulo 36
Boston.
La habitación era relativamente sobria, aunque decorada con gusto. Se trataba de una pequeña sala con estanterías a un lado, repletas de libros, una mesa alargada en el centro y un amplio ventanal en el lado opuesto. El padre Cloister esperaba allí, en la sede de la archidiócesis de Boston, al sacerdote que había practicado el exorcismo a Daniel, a petición de las Hijas de la Caridad de la residencia de ancianos y con la aceptación de la doctora Audrey Barrett.
Mientras aguardaba, pensando en el escritor Anthony Maxwell, Cloister no pudo por menos que recordar las graves acusaciones de abusos sexuales a menores que se habían cebado con aquella archidiócesis. De hecho, habían pasado sólo cuatro años desde que el cardenal Bernard Law se viera obligado, por los escándalos, a renunciar al obispado de Boston. La ignominia cayó sobre la Iglesia católica estadounidense. Todas las iglesias las componen seres humanos, y los seres humanos son imperfectos. Cloister no era partidario, en absoluto y bajo ningún concepto, de echar tierra sobre ninguna falta o delito. Al contrario. Los hombres y mujeres de Dios -de cualquier credo- debían ser siempre un ejemplo para los demás, incluso al purgar sus propias culpas.
– Buenos días -dijo el sacerdote, alto y delgado, que entró de improviso en la sala-. Soy Tomás Gómez.
Nada más verlo, Cloister lo reconoció por el vídeo del exorcismo. Ese tipo humano no le era ajeno: aficionado a la ceremonia y pagado de sí mismo. En el informe se decía de él que era, a pesar de su juventud, un experto exorcista, que había practicado decenas de veces ese rito en Suramérica -él era de origen portorriqueño-. Pero la verdad es que, por sus reacciones con Daniel y su estado posterior, seguramente nunca antes se había enfrentado con un caso que no fuera más allá de un trastorno mental, que las gentes sencillas atribuían al Demonio.