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– Aquí está.

– Joseph Nolan, departamento de bomberos de Boston -leyó la mujer-. Muy bien, señor Nolan, puede usted ver a Daniel. Está en la habitación número dos. Le digo lo mismo que le dije a la visita que está ahora con él: no se entretenga mucho. Aquí, todos necesitan descanso.

– Claro, no se preocupe.

Así es que Daniel tenía una visita… Una de las monjas, seguramente. Por lo que el bombero sabía, ellas eran la única familia -por así decirlo- que le quedaba en el mundo. La madre del jardinero lo abandonó cuando contaba sólo unos pocos meses de vida. Lo dejó a las puertas del convento de las Hijas de la Caridad que acababa de ser devorado por el fuego. Nunca se llegó a descubrir la identidad de esa mujer, o la razón por la que abandonó a su hijo. La única pista era una pequeña nota manuscrita en la que la madre decía: «Por favor, tengan piedad y cuiden de mi hijo. Él no tiene la culpa de mis pecados. Es muy bueno. Casi no llora. Se llama Daniel». Las monjas lo acogieron, como les pidió la madre. Lo hicieron sin formular preguntas, y no sólo porque no tuvieran a quién hacérselas: ellas no juzgaban a nadie; se limitaban a servir a Dios y a sus más desfavorecidas criaturas.

Pronto quedó claro que el niño no era del todo normal. Un médico que lo examinó llegó a la conclusión de que sufría un retraso mental considerable. En esas condiciones, la adopción de Daniel por parte de una familia convencional, que habría sido lo mejor, resultó imposible. Y entonces las propias monjas decidieron que se quedara con ellas. Le dieron un hogar y también su comprensión y su amor. E incluso, cuando tuvo edad para ello, un trabajo de jardinero en el convento. Eran los ángeles guardianes que velaban por Daniel. Esto es lo que percibió nítidamente el bombero al ver a una monja anciana junto a su cama, que le agarraba con cariño la mano. Parado en el umbral de la puerta, no queriendo molestar, oyó rezar a la monja:

Corazón compasivo,

fuente de vida…

Concede a los que son frágiles la seguridad de tu fortaleza,

y a los que están enfermos, un bálsamo curativo,

y a quienes están desesperados, la paz,

que aquellos cuyas mentes les traicionan tengan sólo cariño,

que los cuerpos malheridos se recobren sin dolor,

que los afligidos encuentren tu consuelo,

que los que están sufriendo sean aliviados,

y que todos los que se hallen a las puertas de la eternidad

alcancen la grandeza de tu luz.

Tú, que eres la calma en la tormenta,

la aurora en la oscuridad,

acúdenos.

El bombero sentía ahora una opresión en el pecho aún mayor de la que lo acompañaba desde que llegó al hospital. Dudó un momento, dio la vuelta sin haber entrado en la habitación y se marchó volviendo sobre sus pasos. Su padre, un bombero al igual que Joseph, murió en una unidad de quemados no muy distinta de aquella. Era un hombre fuerte, lleno de energía, pero el último aliento no le bastó para conseguir pronunciar una sola palabra. Este sitio le traía demasiados recuerdos dolorosos, que un hombre hecho y derecho como él no era siempre capaz de soportar. Quizá al día siguiente pudiera. Eso esperaba, porque le debía a Daniel una visita. Y aún tenía en casa la pequeña maceta y el palo seco que el viejo había denominado «su rosa».

Esa noche, una enfermera de guardia en Cuidados Intensivos estaba haciendo su primera ronda nocturna. Hasta el momento todo se encontraba en orden. También Daniel, que dormía profundamente. Siguiendo la rutina habitual, ella comprobó que el respirador funcionaba bien, y verificó también la tensión, la velocidad del goteo y la saturación del oxígeno en sangre, entre otras constantes vitales. Sin problemas. Eran correctas dentro de lo que cabía esperar. El pulso de Daniel mostraba una cadencia algo irregular, pero eso no era preocupante, dadas las circunstancias.

La enfermera se quedó mirando durante unos segundos el arrugado rostro del anciano y, en un gesto maternal, lo arropó con las sábanas. No es que temiera que el paciente se enfriara -los Cuidados Intensivos eran un auténtico invernadero-, pero más valía prevenir. Abandonó la sala tras un último vistazo y, satisfecha, prosiguió con su ronda. Por eso no vio que el ritmo del corazón de Daniel empezaba a aumentar de repente. Los picos verdes del monitor se hicieron más rápidos. Sólo un poco más rápidos. Todavía.

El aire era diáfano. La brisa traía consigo un aroma imposible de describir, una mezcla entre el olor a hierba recién cortada y el de las pastas que sor Theresa preparaba en el día de Acción de Gracias. Así olía la felicidad para Daniel. Cerró los ojos y llenó el pecho de aquel aroma estupendo. Entonces le pareció oír una música tan hermosa que casi le hizo llorar. Abrió los ojos de nuevo y la música se hizo todavía más bella. Por todos lados se extendía un manto verde sin fin. Mullido. Brillante. Acogedor. Aquí y allá formaba pequeñas lomas en las que se mecían árboles y flores de unos colores vivos como él nunca viera antes. Riachuelos de un agua cristalina corrían entre ellos, y a su alrededor se congregaban toda clase de animales; incluso animales salvajes. Estaban sueltos, pero Daniel no sentía ningún miedo, como tampoco lo sentían los animales más débiles de sus depredadores naturales. Todo le saludaba y le ofrecía una cariñosa bienvenida. No lograba explicar la inmensa alegría que lo embargaba. Su mente era demasiado torpe y lenta para eso. Aunque se dijo que esto debía de ser el Paraíso del que le habían hablado siempre las monjas. No podía ser otra cosa.

Daniel se adentró en aquel vasto prado verde, acunado por el rumor suave del viento y por la bella música. La hierba acomodaba su pie conforme avanzaba. Una docena de chacales se apartaron gentilmente para dejarle seguir el curso del riachuelo. Caminaba sin el menor esfuerzo, como si fuera transportado por el aire. Así, acabó llegando al origen del riachuelo. Era un lago del que partían tres riachuelos más. En su centro se encontraba una isla. Y en el centro de la isla, había una sola flor.

– Mi rosa -murmuró Daniel en sueños.

La enfermera continuaba con su ronda, ajena a las palabras de Daniel y su sueño, así como al aumento progresivo del batir de su corazón.

Era una esplendorosa rosa roja. Daniel se metió en el agua para intentar llegar hasta ella. El lago no era profundo. Podía verse el fondo a medio metro escaso de distancia, bajo el agua transparente.

Estaba ya muy cerca de la isla. Pronto sería capaz de tener de nuevo su rosa entre las manos. Pero entonces hubo un cambio.

El cielo fue atravesado por una sombra que cubrió el sol durante un segundo. Todo pareció seguir como antes, después de que la sombra pasara. Pero no era así. Daniel notó que el agua se tornaba fría repentinamente, que el espejo traslúcido de la superficie comenzaba a volverse opaco, de un azul sombrío y amenazador. Se apresuró para llegar cuanto antes hasta la isla y su rosa, pero el agua se hacía cada vez más gélida. Los calambres en las piernas no tardaron en aparecer, convirtiendo en un tormento cada uno de sus nuevos pasos. Mientras, las horribles transformaciones proseguían a su alrededor. Las hojas de los árboles se volvieron primero amarillas y luego castañas, en un proceso vertiginoso y siniestro. Cayeron al suelo finalmente muertas, sobre una hierba que hasta hacía un momento era intensamente verde y repleta de vida, y que ahora estaba descolorida y moribunda. El mismo mal se había apoderado de las otras plantas, cuyos tallos se doblaban en agonía, perdiendo los pétalos ya muertos de sus flores.

La música que antes iluminaba el espíritu de Daniel dio paso a unos gruñidos y, después, a unos terribles aullidos de dolor y sufrimiento. El aire se llenó de un hedor pútrido, y cuando llegó hasta los animales… Daniel los vio volverse locos. Empezaron a devorarse. No sólo los depredadores a sus presas, sino también unos y otros entre sí. Las aguas cristalinas se llenaron de visceras y miembros arrancados. Millares de peces muertos flotaban ahora en el líquido teñido de rojo por la mezcla de mil sangres.

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