– ¿Eres quien habló por boca del jardinero deficiente?
– Sí
A cada respuesta, la inquietud fue invadiendo con más fuerza al sacerdote. Todas las respuestas eran certeras, inmediatas. Por primera vez desde niño, no ya el miedo, sino el pánico embargó su espíritu. Con la grabadora aferrada en su mano, salió de la cripta a toda prisa, y a punto estuvo de resbalarse en la escalera vertical que conducía al exterior. Se dio cuenta de que estaba crispado y tembloroso. Abandonó el edificio y deambuló por la calle. Había anochecido y hacía frío, lo cual se agravaba bajo el cielo completamente despejado y límpido. Las estrellas se alzaban majestuosas, visibles a pesar de la contaminación lumínica de la ciudad. Boston no era tan grande como Nueva York. Allí nunca se podían ver las estrellas. La ciudad que nunca duerme es también la ciudad que nunca mira su cielo nocturno, sencillamente porque éste no existe más allá de una capa de luz difusa que devuelve los millones de vatios que provienen del suelo. Pero Boston aún permitía ver algunas estrellas en las noches despejadas. Aquellas luces que embargan el ánimo y transportan a lugares distantes, desconocidos, tan vibrantes en la imaginación como su propia figura luminosa en lo alto.
Cloister caminó un rato y acabó sentándose junto a la estatua del abolicionista William Lloyd Garrison, en un banco del bulevar de la avenida Commonwealth. De tanto apretar la grabadora, su mano estaba dolorida. La dejó a un lado, sobre la madera, como si eso alejara, de él lo que acababa de escuchar, y se recostó para mirar el cielo. El vaho de su aliento cruzaba sus ojos como una nube fugaz. El ruido del tráfico casi había desaparecido. Estaba solo. Cogió de nuevo la grabadora y volvió a escuchar la voz que había quedado impresa en la memoria. El silencio de la cripta de la antigua iglesia contenía una presencia atronadora.
– ¿Eh, amigo? -dijo una figura oscura que apareció a un lado.
– ¿Qué…?
– ¿Tiene un cigarrillo, amigo?
– Lo siento -respondió el sacerdote, mirando a su interlocutor, un viejo pordiosero de pelo ralo y sucio, abrigo raído y gorro de lana azul-. Llevo un mes sin fumar.
– Mala suerte.
– Y que lo diga.
En ese momento, Cloister se hubiera fumado una cajetilla entera.
– Espere… A ver. -El mendigo se metió una mano entre los pliegues mugrientos del abrigo-. ¡Vaya, pero si tengo un paquete con un par de pitillos! Lucky Strike.
– Un verdadero golpe de suerte -dijo Cloister mientras cogía el cigarrillo arrugado que el mendigo le estaba ofreciendo.
– Por aquí debo de tener una caja de fósforos…
El sacerdote se dio cuenta de que no quería fumar. Estaba harto de ser una víctima del veneno del tabaco. Pero le pareció un desprecio devolver el cigarrillo al mendigo. Éste le dio fuego y se sentó a su lado en el banco, después de hacer un ademán a modo de petición de permiso.
– ¿Son hermosas, verdad? -dijo el viejo, con la vista puesta en el cielo.
– Sí que lo son.
– Por cierto, ¿qué hace un caballero elegante como usted aquí solo a estas horas? Si no le importa que se lo pregunte… ¿Le ha echado de casa la parienta?
– No estoy casado. He salido a pasear.
– ¡Pues vaya hora rara! Con este frío se le pueden congelar las ideas.
Cloister fumaba sin tragar el humo, pero lo hacía casi inconscientemente. Sus pensamientos verdaderos estaban lejos de allí. La conversación con el viejo pordiosero ocupaba la capa exterior de la cebolla, y lo que había escuchado en la grabación pertenecía a lo más interno.
– ¿Un trago, amigo? -dijo el mendigo, agitando en su mano una petaca de vidrio de whiskey Jameson.
Ante el ofrecimiento, el sacerdote sonrió por primera vez. Ahora se daba cuenta de la situación. Un pobre hombre, sin techo, vestido con harapos, le estaba invitando a tabaco y a alcohol. Un tipo hospitalario a pesar de su pobreza. Era loable.
– No, gracias, no suelo…
– ¿No suele, qué?
– Quiero decir que no acostumbro a beber… Aunque, ¡qué diablos!, déme esa botella. La verdad es que necesito un trago.
Los dos hombres compartieron el whiskey irlandés en el banco del bulevar, mientras fumaban y contemplaban las estrellas en el firmamento. El sacerdote estaba en silencio, tratando de encontrar una explicación a los acontecimientos, o más bien un resquicio por el que ver la luz. Sentía, en cierto modo, la tranquilidad propia de la desesperación, que también es una calma que precede a la tormenta.
– ¿Sabe usted que Kennedy miraba mucho el cielo?
El viejo habló en un tono diferente. Su voz no sonaba tan áspera como antes. Los ojos le vibraban llorosos.
– Kennedy -continuó- prometió que el hombre iría a la Luna, y así fue. Si los políticos de ahora miraran más el cielo…
No terminó la frase. Sus ralas barbas se humedecieron con las lágrimas. Toda persona lleva consigo una historia, pero los mendigos tienen siempre una historia triste. Muchas personas normales y decentes creen que sólo son vagos, a los que no se puede redimir porque les gusta la inmundicia y la calle. Pero lo cierto es que muchos mendigos aman sobre todas las cosas la libertad. A menudo, el exceso de equipaje en la vida no lo convierte a uno en otra cosa que en esclavo voluntario.
– He de ir al albergue -dijo el mendigo, levantándose.
– Gracias por el cigarrillo y el trago -contestó Cloister, que también se puso de pie-. Permítame que le dé unos dólares.
– No le diré que no, amigo, no le diré que no.
El sacerdote sacó un billete de veinte de su cartera y se lo tendió a aquel hombre, que lo miró y luego lo apretujó en su mano, hinchada bajo un guante de lana sin dedos.
– ¡Un Andrew Jackson! Muchas gracias. Es usted muy generoso.
El viejo guardó el dinero en un bolsillo, hizo una especie de leve reverencia de cortesía, y se alejó caminando muy despacio. Debía de rondar los setenta años, aunque era difícil de saber por su aspecto, su pelo largo y su barba rala. Cloister lo siguió con la mirada. Esa noche había recibido una lección. Se repitió a sí mismo que nada sucede por casualidad. Aquellos dos acontecimientos debían tener alguna relación entre ambos. Posiblemente no era una relación causa-efecto, pero la aparición de un mendigo más generoso que muchas personas acomodadas, después de haber grabado las psicofonías en la cripta, parecía significar que vale la pena luchar por la humanidad, con todos sus problemas, contradicciones o errores. Y, si no era así, se trataba de un hermoso pensamiento. Era una conclusión que merecía la pena sacar de ese encuentro nocturno.
A la luz temblorosa de las estrellas, palpitantes como seres vivos allá en la negra lejanía cósmica, Cloister volvió a escuchar la grabación un par de veces más. Después se serenó y se armó de valor. No estaba dispuesto a comenzar con una retirada. Tenía que regresar a la cripta oculta bajo el edificio Vendange y enfrentarse con la entidad que le había hablado. Enfrentarse con la verdad.
Rezó una oración, en silencio, mientras caminaba de regreso. Esa noche no volvería a contactar con la entidad. Con ese enemigo invisible que lo había atraído hasta allí. Con aquel ser desconocido que decía pretender su alma y afirmaba estar, como Dios, en todas partes. Con ese ser de otra dimensión que, según dijo, estaba más allá del bien y del mal. Cloister quería solamente regresar a la cripta para dar muestra de fortaleza.
Antes de descender hacia la puerta de la carbonera, frente a la entrada principal del edifico Vendange, el jesuíta se detuvo un momento. Sobre él se hallaba el poste con el letrero de la calle perpendicular a la avenida Commonwealth, en el que podía leerse Dartmouth. El nombre de una localidad que aparecía en El perro de Baskerville, uno de los casos del más célebre de todos los detectives, Sherlock Holmes. En esa obra se decía que la vida y la muerte encierran cosas que no podemos comprender. Y era cierto. También el significado de Dartmouth resultaba irónico: dardo en la boca. El dardo de la palabra, que hiere con la boca.