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– He leído que esto les ha pasado a otras personas. Que no siempre la luz blanca es la última visión de quienes están a punto de morir, pero regresan. Que hay personas con otras experiencias.

– Lo que nunca antes había, sucedido, que la Iglesia sepa -mintió piadosamente el padre Cloister, que extrajo de su portafolios unos documentos del hospital-, es lo que a usted le pasó mientras se hallaba en coma.

– Así es, padre. Así es. Ninguno de los médicos pudo comprender cómo, en la cama de la Unidad de Cuidados Intensivos, vigilada permanentemente por una enfermera, los huesos de mis piernas pudieron quebrarse. Solos, sin motivo, dejándome así, inválida… Tengo miedo, padre. ¿Qué puede significar todo esto?

Albert Cloister no tenía una respuesta para esa pregunta. Ojalá la hubiera tenido. Ojalá hubiera sabido qué responder. Pero, como en tantas otras ocasiones, frente al horizonte de lo desconocido, sólo podía echar mano de su fe.

– Rece a Dios y no tenga miedo. Él nos dará las respuestas cuando lo crea conveniente. No tenga miedo.

Tendió sus dos manos a la anciana, que lloraba ahora amargamente. Sus pupilas buscaron las del sacerdote, como queriendo atravesarlas y descubrir en ellas la sinceridad de su respuesta. El miedo la atenazaba cada noche y cada día, en todo momento. Él trató de tranquilizarla. Pero también empezaba a sentir miedo. Un miedo sin forma que aún no había encontrado su auténtico motivo.

Un taxi llevó a Albert Cloister ante la catedral de Nuestra Señora de París. Tenía la necesidad de orar en ese magnífico templo erigido cuando los hombres rendían auténtico tributo a Dios. Dicen que la fe mueve montañas, pero es capaz de mucho más que eso. Puede incluso levantar montañas nuevas: las catedrales, montañas de piedra labrada, erigidas por fe. Y las toneladas de piedra de la catedral de Notre Dame habrían de aliviar el peso que notaba, grávido y opresivo, sobre su alma.

«TODO ES INFIERNO», recordó. Ésa era la inscripción grabada en el interior del féretro de aquel cura español del que tuvo que suspenderse el proceso de canonización. Sus huesos estaban rotos. Algo se los destrozó aún en vida. El hombre debió de ser enterrado en estado cataléptico y se despertó dentro del ataúd. Pero no pudo provocarse a sí mismo esas lesiones. Eso era imposible. El padre Cloister recibió el encargo de investigar el hecho. A finales del año 2000, de la Congregación para las Causas de los Santos había pasado a formar parte de un grupo de sacerdotes sin nombre oficial -todos ellos jesuítas, como él, al servicio directo del Papa-, que indagaban en lo prohibido, en los misterios paranormales y todo cuanto escapa a la comprensión humana y de la ciencia. Unos religiosos que actuaban a veces de incógnito, bajo falsas identidades cuando era necesario; hombres de fe versados en ciencia, tecnología, historia, mitos, simbología, lenguas antiguas, psicología, técnicas de espionaje. Un grupo de investigadores de lo más extraño entre lo extraño, para rechazar los enigmas y misterios definitivamente o transformarlos en incontrovertibles, que se llamaban a sí mismos «los Lobos de Dios». Sí, lobos, pues a veces hacen falta lobos para defender a los corderos del Señor.

Desde niño, Cloister había demostrado una aguda inteligencia y una genuina curiosidad por el mundo que lo rodeaba. Le encantaba leer libros en el tiempo en que sus compañeros de colegio miraban cómics. Siempre se sintió distinto. Primero para mal, pero luego, cuando comprendió los motivos, ya sin ninguna clase de sentimiento de inferioridad. Su jovialidad lo llevó a limar sus rarezas para agradar a los demás. Era un muchacho extrovertido que, sin embargo, no se sentía del todo a gusto en este mundo. Algunos chicos tenían ciertos reparos hacia él, y las chicas no le hacían demasiado caso. Siendo aún muy joven, casi sólo un chiquillo, sintió la primera llamada de la vocación sacerdotal. Su familia era una buena familia católica, aunque no muy religiosa. Él, sin embargo, tenía un gran aprecio por todo lo sagrado.

Una única vez sintió la tentación de abandonar esa senda. Fue con diecisiete años, durante un verano en un campamento mixto al que le habían enviado sus padres. Allí conoció a Paula Loring, una jovencita de su misma edad, de pelo rubio y grandes ojos verdes, que aparentaba tres o cuatro años más que él, y de la que se enamoró rendidamente. Se pasó la mitad de las vacaciones tratando de buscar un modo de hablar con ella sin que se le notara el rubor y el azoramiento. Cuando la veía, una luz invisible la rodeaba. Él era tímido con las chicas y aquello le superaba. Pero fue ella la que dio el primer paso. Era el año 1989, y sonaba en la radio el disco postrero de Roy Orbison, con su acento sureño. Una canción -She's a Mystery To Me- y una noche constelada, en medio de una pradera con un gran lago, rodeado de montañas, junto al fuego de una hoguera… Aquella chica le hizo más feliz de lo que nunca había llegado a soñar.

Las siguientes semanas fueron tan embriagadoras como el vino, tan dulces como la miel, tan alegres como una bandada de pájaros bajo el sol de la mañana. Fueron jornadas carentes de preocupaciones, en las que se respiraba la libertad que sólo la juventud puede dar a un espíritu. Albert sentía el amor como un dardo placentero que se hubiera hundido en su corazón hasta tocar el centro. Descubrió la sensualidad y el sexo. Pero el verano acabó, él volvió a Chicago, Paula a Filadelfia, y las hojas de los árboles cayeron. Ambos se prometieron escribirse, volver a verse, seguir amándose, continuar su relación tan perfecta.

Sin embargo, unos meses bastaron para que Albert se desengañara. Paula le escribía y le llamaba por teléfono al principio. Luego dejó de hacerlo poco a poco. El frío sustituyó al calor, y ese fin tan triste coincidió con el peor momento de la vida de Albert, la muerte de su hermano John.

John era su único hermano, cuatro años mayor que él. De niño, lo había idolatrado. En él veía un modelo que seguir. Era popular, siempre vencía en los deportes, las chicas lo adoraban, sacaba buenas notas. Hasta que, unos pocos años atrás, empezó a comportarse de un modo diferente. Abandonó a sus amigos y se encerró en sí mismo. Apenas salía, salvo cuando tenía que hacerlo para ir al instituto. Ya nunca se reía ni disfrutaba de nada. Un día reveló a sus padres la causa de su aflicción: se había dado cuenta de que era homosexual. Albert sufrió en silencio la destrucción en mil pedazos de su modelo. Cuando él lo supo, tenía sólo quince años, y su personalidad aún no estaba formada. Su padre habló con él y le dijo que no debía jamás burlarse de su hermano, ni pensar de él que hubiera hecho algo malo por su orientación sexual. Albert cumplió esa promesa. Por fortuna para John, sus padres eran comprensivos. Trataron por todos los medios de evitar sufrimientos a su hijo, pero no lo lograron. En la Navidad de 1989, John se suicidó arrojándose a las gélidas aguas del río Chicago desde el puente de la calle Monroe.

Dejó una nota con una sola palabra., dirigida a su familia, en la que había escrito una petición que reflejaba lo que él nunca se había dado a sí mismo: «Perdonadme».

Al año siguiente, Albert ingresó en el seminario de los jesuítas de Chicago. El golpe de la muerte de su hermano había sido fuerte y terrible. Y el amor no era lo que él esperaba. La vida es efímera. Hay muchas injusticias en el mundo y el mal acecha. Sólo la búsqueda del bien y de la verdad en Dios podía dar auténtico sentido a la existencia y anular la futilidad del tiempo que a cada ser humano le ha sido concedido.

Albert empezó a destacar en ciencias, por lo que, tras obtener el doctorado en teología, fue matriculado por su orden en la Universidad de Chicago, aquel lugar mítico donde Enrico Fermi puso en marcha el primer reactor nuclear de la historia. Sus calificaciones eran muy altas y su actitud satisfactoria. Enseguida, los superiores de la Compañía de Jesús se dieron cuenta de que el joven valía y tenía talento. Completada su formación, lo enviaron a Roma para servir en la Congregación para las Causas de los Santos. Pero luego le dieron un cometido más relevante, al que sólo accedían los más preparados, capaces y leales: los Lobos de Dios.

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