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El otro, sorprendido, saltó hacia Albert y le propinó un fuerte puñetazo en medio de la cara. Albert cayó de nuevo al suelo y rodó hasta la pared.

En ese mismo instante, en Boston, en su cuarto de la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, el viejo Daniel se despertó de pronto de su siesta. Estaba solo y con la puerta cerrada. Su respiración era más dificultosa de lo normal. La saliva densa obstruía casi por completo sus inflamadas vías respiratorias. No habría podido gritar aunque hubiese querido hacerlo. Pero no quería gritar ni resistirse.

Los camioneros dieron una paliza tal a Albert que hasta la camarera del bar y la prostituta salieron en su defensa, a riesgo de recibir ellas también algún golpe. Parecía que iban a matarlo. Finalmente, se contentaron con arrojarlo afuera con el rostro ensangrentado y múltiples contusiones. Había llovido. Retorcido sobre el asfalto del pequeño aparcamiento exterior, con medio cuerpo sobre un charco, Albert giró el cuello y miró hacia el cielo. A pesar de los nubarrones de la tarde, ahora estaba completamente despejado. La luna casi llena lucía en lo alto, blanca, fría, pura.

No hizo ningún esfuerzo por levantarse. Estaba mojado y ensangrentado, y sus costillas y su cara le dolían terriblemente. Allí estaría hasta morir. Era mejor abandonarse. Qué más daba ya todo. Incluso la condenación. ¿Qué importancia tenía prolongar la agonía? Un año más, diez, veinte… Aunque fuesen cien o mil. Después… Después la condenación. Eterna. ¿Para qué esperar más?

Entonces la vio.

Era una niña pequeña, con el pelo ensortijado y sucio, vestida con un trajecito raído. Estaba a punto de cruzar la carretera. Desde su posición, Albert vio los faros de un camión que se aproximaba hacia allí. La niña no podía verlo. Ni siquiera miró. Era demasiado pequeña.

¿Qué hacía allí a esas horas, sola…?

¿Y qué más daba eso? Que la atrepellara el camión. Así también ella abandonaría el mundo para ser engullida por el torbellino del mal. De todos modos, algún día tendría que ocurrir. Ése era tan bueno como cualquier otro. Tan malo como cualquier otro.

Albert bajó la mirada un instante. La Luna se reflejaba en la superficie del charco de agua sucia. Pero su reflejo era tan límpido como la visión real en las alturas. Movido por el único estímulo que aún le quedaba en su alma, algo que estaba impreso en ella, algo que se posee y no se recibe ni se pierde ni se entrega; lo más íntimo, la pasta de que uno está hecho, que aflora intacto ante la adversidad, movido por ello y sólo por ello, Albert se levantó sin atender a su propio sufrimiento. Olvidó por un instante las heridas de su cuerpo y de su espíritu, y se arrojó a la carretera en el preciso momento en que el camión empezaba un inútil frenazo ante los ojos de horror de la niña.

Albert consiguió empujarla con todas sus fuerzas. Ella salió despedida hacia el arcén, a salvo. Pero el camión alcanzó a Albert y lo lanzó mucho más lejos. Quedó tendido boca arriba en medio de la vía con los ojos cerrados. Ya no podía ver la Luna que gravitaba sobre él, ni percibir su luz.

También su luz interior, la luz de su vida, empezó a extinguirse.

Daniel ya casi no podía respirar. Y, sin embargo, una sonrisa había aflorado a sus labios. Desde la cama, levemente girado, tenía la vista fija en la ventana en la que estaba su maceta. Un dorado haz de sol la iluminaba. Blancas nubes se recortaban por detrás, sobre un cielo intensamente azul. Daniel expiró mirando hacia la maceta con expresión de inmensa felicidad. No había angustia en él, ni miedo. Sólo paz y alegría: la planta muerta se había transformado. Ya no era un pedazo de rama seca, sino una lozana rosa roja de incomparable hermosura.

Cuando los servicios de asistencia médica llegaron al lugar del accidente, el corazón de Albert se había detenido. En su mente, la negrura total había dado paso al oscuro túnel en cuyo final está la luz refulgente que atrae a las almas. Él conocía bien ese último viaje. Y también conocía lo que estaba detrás de esa luz bienhechora: el mal absoluto y eterno. Con valentía, se dispuso a entregar su alma a Lucifer.

Ante los ojos de su espíritu, separado del cuerpo, discurrieron miles de imágenes de su vida. Emotivas, como cuando ocurrieron, vividas, reales, se recrearon escenas de su infancia y juventud, el recuerdo de su pobre hermano, el cariño y las enseñanzas de unos amantes padres, la amistad, las primeras pruebas de la vida, su amor de juventud, la vocación de servir a Dios, todas las dificultades pero también las recompensas, el placer y el dolor. Y por fin el dolor. El dolor y el mal…

Pero el mal no apareció. El blanco umbral de luz dio paso a un espacio flamante donde las almas gozaban de una gloria imposible de describir con lenguaje. La alegría lo invadió. Supo que aquello no era un engaño más de Lucifer. No sabía cómo ni comprendía de qué manera, pero la muerte no lo llevaba a la esperada condenación.

A su lado apareció entonces un anciano cuyo rostro le resultaba familiar. Era Daniel. Le dio una mano. En la otra llevaba una rosa. Juntos siguieron caminando hacia la claridad. Daniel era ahora muy distinto. Sonrió y dijo a Albert:

– Si un hombre abandonara el egoísmo y el mal, si un hombre puro hiciera un acto de bondad realmente desinteresado, sin esperar nada a cambio, ni siquiera la misma satisfacción de ser bueno o el premio de la salvación; alguien que supiera la verdad y, sin embargo, obrara el bien, entonces Lucifer, la más doliente de las criaturas, conmovido ante quien vence a la infinita desesperanza, derramaría una lágrima en la tierra que haría brotar la más bella de las flores: una rosa roja del color de la sangre. Y todo volvería a ser como era en el principio. Dios retornaría a su puesto y Lucifer, de nuevo bondadoso, se sentaría junto a él.

– ¿Por qué? -acertó a preguntar Albert, abrumado.

Era la pregunta más elemental de todas, y también la que tenía más significado.

– Él, Lucifer, siempre quiso redimirse y volver al bien. Pero su corazón seco se había convertido en piedra. Se lo impedían el odio y la soberbia. Has quebrado la coraza de ese corazón, y le has devuelto el hálito. Ahora late de nuevo. Por fin las arterias de la Creación fluyen con el líquido de la vida. Ahora hay esperanza porque, de nuevo, hay bien.

El fuerte grito de una joven doctora de la Media Luna Roja, que se había negado a abandonar cuando sus compañeros daban a Albert por muerto, llamó la atención de todos. De nuevo le latía el corazón, respiraba, tenía pulso. Sus lesiones eran muy graves, pero parecía un hombre fuerte y podría salir adelante.

Llena de alegría al haber conseguido aquello por lo que había estudiado la carrera de medicina, la médico sonrió y, sin saber si él era capaz de escucharla, dijo a Albert:

– Algún día tendrás que morir, desde luego. Pero no será hoy.

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