Seguramente, los hombres se han olvidado ya de Jesús, si es que alguna vez se acordaron de él. Un muchacho egipcio, llamado Sennefer, que llegó a mí sin rumbo, perdido bajo el terrible sol de estas tierras, a punto de morir, nada sabía de Jesús. Y, aun así, me ha hecho recapacitar. Su juventud ardorosa que vence la melancolía, su corazón arrojado que supera la tristeza, han sido en mi espíritu como el metal de una espada al rojo vivo que se hunde en la fría agua. El persiguió un sueño, como yo lo hice también. Tuvo que huir para no perder la vida. Yo tuve que huir para no perder el alma. Nada ocurre sin un motivo.
Sennefer me ha contado su historia. Es sencilla y emotiva, como todo lo que se siente muy adentro en el corazón. De niño, fue hecho prisionero y llevado a la ciudad nabatea de Petra. Allí se enamoró, años después, de la bella Nofret, también egipcia, y esclava como él. Era un amor imposible, pues la joven, de tan infinita hermosura como sólo pueden ver los ojos de un enamorado, era la favorita del señor, amo de ambos. Cuando los encontró juntos, a ella la mandó apresar, y a él lo condenó a muerte. El señor era un comerciante rico y poderoso, y Sennefer sólo pudo huir, sin una oportunidad de liberar a su amada. Quiso morir por ello, regresar y entregarse al verdugo. Pero comprendió que eso no cambiaría nada, mientras que estando vivo, quizá, pudiera obrar algún bien.
Y no se equivocaba. Puede que haberme impulsado a escribir lo que estoy escribiendo, sea una buena obra.
Yo estaba dormido, y he despertado. Ojalá a alguien le aproveche lo que sé. Si alguien recuerda algún día al rabí Jesús de Nazaret, sólo yo puedo contar lo que viví con él. Ninguno de los otros sabía las cosas que yo sé. Ni siquiera su madre, María. Ni tampoco la otra María, su compañera. Treinta denarios no pagan una vida, como creyó Pedro. Ya dije que eran el dinero para organizar la huida de Jerusalén, unidos a una caravana. El Sanedrín mintió. Cuando fui a devolverlos, Caifas y Anas se rieron de mí. Me preguntaron si creía realmente que ellos permitirían a Jesús marcharse sin castigo por sus blasfemias. Yo sé que ellos lo odiaban por rasgar el velo de su poder, y no por ninguna blasfemia. Les arrojé el dinero y me fui, desconsolado. ¿Qué había hecho? ¿Cómo podía haber ocurrido algo así?
Cuando conocí a Jesús, yo era un hombre sin convicciones, sin rumbo. El me ayudó, creyó en mí, me hizo su amigo. Yo era el único discípulo que provenía de Judea, en lugar de Galilea como los demás. Jesús mismo había nacido en Belén de Judea. Me acogió por eso, creo, con más cariño. Y quizá también porque uno de sus hermanos se llamaba Judas, como yo. Otros tenían al principio recelos. Y algunos nunca los abandonaron. Jesús nos pidió a todos que buscáramos las ovejas perdidas de la casade Israel. Que predicáramos y obráramos por doquier en nombre suyo. No debíamos distinguir entre unos y otros. Quien quisiera escucharnos, nos escucharía; y quien no, no lo haría. Al irnos, nos bastaría entonces con sacudirnos el polvo de las sandalias.
Más de una vez tuve yo deseos de sacudirme ese polvo en presencia de Pedro y de los demás. Él creyó que yo vendí a Jesús al Sanedrín. Por treinta denarios creía él que yo podría vender al más santo de los hombres. Una cantidad ridicula, que apenas bastaba para comprar un esclavo o un pequeño terruño estéril. Durante la cena de Pascua, antes de que Jesús fuera arrestado en el huerto de Getsemaní, el Maestro dijo que su hora estaba cerca. Que uno de nosotros propiciaría el inicio de su fin. Lo dijo con gran amor. Yo era el elegido para esa tarea, como sólo él y yo sabíamos. Pero yo tenía otros planes. Quería evitar que lo escrito se cumpliera. Jesús dijo que quien iba a llevarlo a cumplir su destino, sufriría deshonor y padecimiento, y que más le valdría no haber nacido frente al horizonte de tan grande sufrimiento.
Mis ojos temblaron. Tuve que marcharme del cenáculo para evitar las lágrimas. No quería que los otros supieran nada de los planes de Jesús, ni de los míos. Cuando fui a los sacerdotes, al Templo, a reclamar sus promesas, ellos se ofrecieron a custodiar a Jesús. Me pareció bien, porque así Jesús no podría negarse a marchar de Jerusalén. No me importaba su cólera conmigo, con tal de salvarlo. Pero todo salió al revés. Caifas y Anas me engañaron. ¡Malditos sean por los siglos de los siglos! Y maldito mi nombre por no haber sabido descubrir sus intenciones.
Cuando los guardias arrestaron a Jesús, Pedro trató de matarme. Hirió a uno de los guardias, y a mí a punto estuvo de alcanzarme con su espada. Luego, todos huyeron, abandonando a Jesús. Mi corazón se resquebrajó en mil pedazos ante esa gran tristeza. Los que se decían fieles huían despavoridos. Yo, que era fiel, parecía un sucio traidor.
Todo sucedió como Jesús quería, sin embargo. No logré cambiar ese destino. Quizá el Maestro lo tenía todo previsto. No lo sé. La sabiduría de Jesús era tan grande…
Luego fue Jesús juzgado y acusado de blasfemia. Cuando pedí en vano su liberación, clamando que era sangre inocente, con amargas lágrimas en el rostro, no conseguí ninguna piedad de quienes se decían santos y hombres rectos y justos. Los romanos no quisieron oponerse al Sanedrín. Sus leyes estaban por debajo de la conveniencia política. Prefirieron el orden a la equidad. Aceptaron un castigo impropio, maltrataron a Jesús, se dejaron llevar por los gritos enfervorizados de la chusma, a sueldo de Caifas y Anas. El Imperio se hizo tan pequeño como el alma del gobernador Pilatos.
Crucificaron a Jesús. Sin culpas. Por odio e impúdico rencor.
Los cielos sacudieron la tierra cuando Jesús expiró. La cortina del Templo se rasgó de arriba abajo en su postrero grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Mi corazón se sobrecogió. Jesús había, en efecto, perdido la razón. ¿Cómo podía el Padre abandonarlo cuando él cumplía el terrible destino al que él le había arrojado en el mundo? Y, sin embargo, una duda tan temible como las legiones romanas llenó mi espíritu cual negra y pegajosa mancha de brea. Recordé las palabras de Jesús a su regreso del desierto. Lucifer, el Demonio, le había tentado tres veces con tentaciones absurdas, imposibles. Dijo que imperaba sobre la Creación, que había vencido en la guerra celestial, que Dios era su esclavo. Lucifer se mostró repleto de maldad, de envidia, de rencor. La espada de la verdad, del arcángel Miguel, se había quebrado ante su terrible metal. Lucifer ansiaba ser igual que Dios, y olvidó la bondad que le era natural. Se convirtió en lo contrario: el mal. La más hermosa de las criaturas se tornó fea y terrible por la perversidad. Dijo querer liberar al mundo del yugo de Dios, y fue él quien esclavizó a todas las criaturas. Tendió cadenas irrompibles y eternas que aprisionaron a cada ser de la Creación. Incluso a los que lo ignoraban, como los hombres. Hasta su muerte, pues la muerte siempre llega.
Cuando Jesús dijo en la cruz, desde ese palo seco y muerto, hincado en la tierra anegada por las lágrimas de los pecadores, cuando Jesús gritó preguntando al Padre la causa de su desamparo en ese momento horrendo de su martirio, entonces Lucifer venció de nuevo, y Dios volvió a perder. Jesús era la última esperanza de Dios y de la Creación, con sus incontables criaturas. Su sacrificio fue en vano. Toda su fe quedó borrada y se la llevó el viento.
Jesús negó su fe. Dudó del Padre. El mal impera en el mundo. Es la esencia de todo lo creado. Satanás rige sobre Dios. La espada del arcángel Miguel no pudo vencerle. La envidia superó a la bondad y el mal al bien. Así de terrible es la verdad.