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Tuve suerte. Había poco tráfico, los guardianes del asfalto no se veían por parte alguna y llegué a la salida de Silver Lake, justo antes de la una. Cinco minutos más tarde estaba subiendo los escalones de la casa de los Gutiérrez. Las amapolas naranja y amarillas caían en sus tallos, sedientas. El porche estaba vacío. Crujió cuando yo lo pisé.

Golpeé en la puerta. Cruz Gutiérrez me contestó, llevando en las manos agujas de punto y lana rosa brillante. No pareció sorprendida por verme.

– ¿Sí, señor? -me dijo en español.

– Necesito su ayuda, señora.

– No hablo inglés.

– Por favor. Sé que lo entiende lo bastante como para poder ayudarme.

El cetrino y redondo rostro permanecía impasible.

– Señora, la vida de una niña anda en juego -esto era mi optimismo hablando-. Una niña. De siete años de edad… siete años. Está en peligro. Podrían matarla. Muerta… como Elena.

Dejé que esto la penetrase. Unas manos con manchas del hígado se engarfiaron alrededor de las agujas azules.

Apartó la vista.

– Es como ese otro niño… el chico Nemeth. El estudiante de Elena. No murió en un accidente, ¿verdad? Elena lo sabía. Y ella murió por saber eso.

Puso una mano en la puerta y empezó a cerrarla. Yo la bloqueé con el borde de mi palma.

– Lamento su pérdida, señora, pero si la muerte de Elena puede tener un sentido, es únicamente impidiendo que hayan más asesinatos. Impidiendo la muerte de otros. Por favor.

Sus manos empezaron a estremecerse. Las agujas repiqueteaban como los palillos de comer en la mano de un chino espástico. Las dejó caer y también la bola de lana. Me incliné y lo recogí.

– Tenga.

Lo tomó y se lo apretó contra el regazo.

– Entre, por favor – me dijo en un inglés que apenas si tenía acento.

Yo estaba demasiado nervioso para querer sentarme, pero cuando me señaló el sofá de terciopelo verde me arrellané en él. Ella se sentó frente a mí, como esperando una sentencia.

– En primer lugar -le dije -, tiene que comprender que lo último que yo deseo es ensuciar el recuerdo de Elena. Si no estuvieran en peligro otras vidas, yo no estaría aquí.

– Lo entiendo-dijo ella.

– El dinero… ¿está aquí?

Ella asintió con la cabeza, se alzó, salió de la habitación y regresó minutos más tarde con una caja de puros.

– Tome -me entregó la caja como si contuviese algo vivo y peligroso.

Los billetes eran de denominaciones altas: veintes, cincuentas, de cien… cuidadosamente enrollados y recogidos con gruesas gomas elásticas. Conté por encima; al menos había cincuenta mil dólares en la caja, probablemente mucho más.

– Tenga -le devolví.

– No, no. No lo quiero, es dinero negro.

– Limítese a guardarlo, hasta que vuelva a por él. ¿Sabe alguien que esto existe… alguno de sus hijos?

– No – negó secamente con la cabeza -. Si Rafael lo supiera lo cogería para comprar droga. No. Sólo yo.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo tiene aquí?

– Elena lo trajo el día antes de que la mataran -los ojos de la madre se llenaron de lágrimas -. Yo le dije, ¿qué es esto, de dónde has sacado esto? Y ella me contesta, no te lo puedo decir, mamá. Pero guárdamelo, volveré a por él. Y nunca volvió.

Sacó un pañuelo, bordeado de encajes, del interior de su manga y se secó los ojos.

– Por favor, tómelo. Vuélvalo a esconder.

– Pero sólo por poco tiempo, señor. ¿De acuerdo? Es dinero negro, da mal de ojo. Mala suerte.

– Si usted lo desea, vendré a por él.

Tomó la caja, volvió a desaparecer y regresó al poco.

– ¿Está segura de que Rafael no lo sabe?

– Estoy segura. Si lo supiese ya habría desaparecido todo.

Eso tenía sentido, no se conocía a los drogadictos por su habilidad para ahorrar dinero, y menos si se trataba de una fortuna.

– Otra cuestión, señora. Raquel me dijo que Elena tenía unas cintas… cintas grabadas. De música y de ejercicios de relajación que le había entregado el doctor Handler. ¿Sabe algo de esto?

– No sé nada. Y es la verdad.

– ¿Alguien rebuscó en esas cajas, antes de que yo viniera aquí?

– No. Sólo Rafael y Antonio, y buscaban libros, cosas que leer. La policía tenía las cajas antes. Y nadie más.

– ¿Dónde están ahora sus hijos?

Se puso en pie, repentinamente agitada.

– No les haga daño, son buenos chicos. Ellos no saben nada.

– No lo haré. Sólo quiero hablar con ellos.

Miró hacia un lado, a la pared cubierta con retratos familiares. A sus tres hijos, jóvenes, inocentes y sonrientes: los chicos con el cabello corto, engominado y partido por una raya y con camisas blancas con los cuellos desabrochados; la chica con una blusa de volantes, entre ellos. A la foto de la graduación: Elena con el birrete y la túnica, con una expresión de ansia y confianza, dispuesta a comerse el mundo con su inteligencia, encanto y buen tipo. Y a la foto de tintas oscuras de su marido, muerto hacía tanto, tieso y solemne en su camisa almidonada y traje gris, un trabajador poco acostumbrado al ritual que rodeaba al que le grabaran a uno las facciones para la posteridad.

Miró a las fotos y sus labios se movieron, casi imperceptiblemente. Como un general que estudia un campo de batalla aún humeante, contó las bajas silenciosamente.

– Andy está trabajando -me dijo, y me dio la dirección de un garaje en Figueroa.

– ¿Y Rafael?

– Rafael no sé dónde está. Me dijo que iba a buscar trabajo.

Ella y yo sabíamos dónde estaba. Pero yo ya había abierto bastantes heridas para un solo día, así que mantuve la boca cerrada, sólo abriéndola para darle las gracias.

Lo encontré tras media hora de ir arriba y abajo de Sunset y entrar y salir por varias travesías. Caminaba hacia el sur por Alvarado, si es que se le puede llamar caminar a ese tambaleante, ensimismado lanzarse hacia delante, con la cabeza primero y los pies siguiéndola. Permanecía pegado a los edificios, apartándose hacia la calzada cuando la gente u objetos se interponían en su camino, pero regresando de inmediato a la sombra de los aleros. Hacían casi veintisiete grados, pero él llevaba puesta una camisa de franela de manga larga, que le colgaba sobre unos pantalones caquis, y abotonada hasta el cuello. En sus pies calzaba botas altas de baloncesto; los cordones de una de ellas se habían soltado. Estaba más delgado de lo que yo recordaba.

Conduje lentamente, permaneciendo en el carril derecho, fuera de su campo de visión y manteniendo el paso con él. En una ocasión se cruzó con un grupo de hombres de edad mediana, gente de negocios. Le señalaron por la espalda, movieron las cabezas y fruncieron el ceño. Él no se daba cuenta de nada, estaba aislado del mundo exterior. Iba apuntando el camino con la cara, como un setter que ha captado un olor. Su nariz moqueaba continuamente y se la secaba con la manga. Sus ojos iban de un lado a otro, a medida que su cuerpo se movía. Se pasaba la lengua por los labios, se palmeaba las caderas delgadas en un constante tamborileo, ahuecaba los labios como si cantara, movía la cabeza de arriba abajo. Estaba haciendo un concentrado esfuerzo por parecer despreocupado, pero no engañaba a nadie. Como el borracho que pone todo su esfuerzo en parecer sobrio, sus gestos eran exagerados, poco naturales y faltos de espontaneidad. Producían el efecto opuesto: parecía ser un chacal hambriento al acecho, desesperado, roído por dentro y doliéndole todo. Su piel brillaba por el sudor y era pálida y fantasmal. La gente se apartaba de su camino cuando él bailoteaba hacia ellos.

Aceleré y conduje dos manzanas, antes de acercarme al bordillo y aparcar cerca de un callejón, tras un edificio de tres pisos que albergaba una tienda hispana de ultramarinos en el piso bajo y apartamentos en los otros dos.

Una mirada rápida hacia atrás me confirmó que aún seguía viniendo.

Salí del coche y me metí en el callejón, que hedía a comida pútrida y orina. El pavimento estaba repleto de botellas de vino, rotas y vacías. A unos treinta metros había una plataforma de carga, vacía, con sus puertas de hierro cerradas y atrancadas. Una docena de vehículos estaban ilegalmente aparcados a ambos lados; la salida del callejón quedaba bloqueada por un camión de media tonelada, que había sido dejado perpendicular a las paredes. En algún punto de la lejanía una banda de mariachis interpretaba «Cielito lindo». Un gato maulló. Sonaron bocinas en la calle grande. Lloró un niño.

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