Inhaló su cigarrillo, tosió y chupó de nuevo. Había una coloración amarilla en derredor del iris de sus ojos y una piel gris y enfermiza hacía bolsas bajo los desconfiados orbes. Parecía un hombre que se está recuperando de una coronaria, o que justo va a tener un ataque de lo mismo.
– ¿De dónde es usted, de una empresa de cobradores?
– Soy uno de los doctores de su hija.
– ¿Oh, sí? No quiero saber nada de doctores. Fue uno de ustedes el que me metió en todo este lío.
– ¿Towle?
Sus cejas se alzaron.
– Aja. ¿Es usted de su consulta? Porque si lo es, tengo muchas cosas…
– No. Pero lo conozco.
– Entonces sabrá lo pesado que se pone. Se mete en cosas en las que no tendría que meterse. Claro que si mi mujer me oye decir esto, me mata. Está enamorada de ese tipo, dice que es increíble con los crios, así que quién soy yo para discutir de eso, ¿vale? Y, de todos modos, ¿qué clase de doctor es usted?
– Psicólogo.
– Así que la cría tenía problemas, ¿eh? No me sorprende. Parecía un tanto ida, ya me entiende – se llevó un dedo a la sien e hizo como quien destornilla un tornillo.
– ¿Dice usted que el doctor Towle le metió en este lío con Bonita Quinn?
– Así es. Me había topado con ese tipo una o dos veces. No lo conocía de más. Y un día me llama por las buenas y me pide si le podría dar un trabajo a una paciente suya. Se había enterado que había una vacante de encargado de este lugar y quizá yo pudiera ayudar a esa dama. Yo le pregunto si tiene experiencia, pues estamos hablando aquí de unidades múltiples y no de alguna casita pequeña. Él me contesta que no, pero que ella puede aprender, que tiene una cría y necesita el dinero. Yo le digo, escuche, doctor, este lugar está especialmente pensado para los solteros, así que el trabajo no es de lo más adecuado para alguien con una cría. El alojamiento del encargado es muy pequeño… -me miró resoplando -. ¿Usted metería a un crío en un agujero como éste?
– No.
– Yo tampoco. Uno no tiene que ser un doctor para ver que la cosa no se tiene en pie. Yo se lo digo a Towle, se lo explico; le digo: mire, doctor, este trabajo está pensado para alguien soltero. Normalmente consigo algún estudiante de la Universidad de California… Esos chicos no necesitan nucho sitio. Y le digo que tengo otros edificios. En Van Nuys, un par de Canoga Park, que son más de tipo familiar. Que me deje llamar a mi hombre en el Valle, para que me mire lo que hay, que veré si puedo contratar a esa persona.
»No, me contesta Towle, tiene que ser en ese sitio. La chica ya está matriculada en una escuela de este barrio, así que trasladarla sería traumático para ella; él es un doctor, y sabe que esto es así. Y yo le contesto, pero doctor, uno no puede dejar que haya chicos haciendo ruido en un lugar como éste. La mayoría de los inquilinos son solteros, a algunos de ellos les gusta dormir hasta tarde. Y él me dice que me garantiza que esta cría es muy bien educada, que no es ruidosa. Y yo pienso que, si la cría no hace ruido, es que algo anda mal en ella… y ahora aparece usted y todo tiene más sentido.
«Trato de sacármelo de encima, pero él me presiona. Y es un pesado de mucho cuidado. Mi esposa le tiene mucho aprecio, así que me mataría si el tipo se enfadase con nosotros; de modo que acabo diciéndole que de acuerdo. Y concierta una cita conmigo para que conozca a esa señora, y aparece con la Quinn y su hija. Me sorprendió mucho. Yo había estado pensando todo aquello durante la noche anterior y había llegado a la conclusión de que debía de estar beneficiándose a la dama, y que de ahí venía todo aquel numerito a lo Albert Schweitzer. Me esperaba algo con clase, y con curvas. Una de esas aspirantes a actrices, ¿sabe de lo que le hablo? Él es mayor, pero es un tipo con mucha clase, ¿no? Pero aquí llega con ellas, la madre y la hija, y parecen salidas del Dust Bowl, dos campesinas de una región deprimida. La madre está cagada de miedo, y fuma más que yo, lo que ya es toda una hazaña… La cría, como ya le he dicho, parece un tanto ida, se queda mirando al espacio. Desde luego, lo que sí es esa cría es silenciosa, no dice palabra, no hace ni un ruido. Yo tenía mis dudas de que ella pudiera llevar a cabo el trabajo. Pero, ¿qué podía hacer?, ya me había comprometido. La contraté. Y lo hizo bien. Era muy trabajadora, aunque le costaba mucho aprender. No obstante, no hubo ninguna queja por causa de la niña. El caso es que se quedó unos meses, y luego se larga dejándome con toda esta basura y, probablemente, se habrá llevado cinco de los grandes en cheques de alquiler. Tendré que ir al banco y hacer que los bloqueen y lograr que los inquilinos digan a sus bancos que no los paguen y me hagan otros nuevos. Y tengo que limpiar este lugar y contratar a alguien nuevo. Déjeme que le diga una cosa, ya no voy a volver a ser el tío bueno que hace favores. Ni para un doctor ni para nadie.»
Cruzó los brazos ante su pecho.
– ¿No tiene ni idea de a dónde ha ido? -le pregunté.
– Si la tuviera, ¿iba a estar aquí de palique con usted?
Entró en el dormitorio. Era tan poco atractivo como yo lo recordaba.
– Mire esto. ¿Cómo puede la gente criar hijos en un sitio así? Yo tengo tres y cada uno tiene su habitación propia, con un televisor, estanterías para libros, juegos electrónicos, de todo. ¿Cómo puede desarrollarse la mente de un niño en un lugar como éste?
– Si tiene noticias de ella, o llega a saber dónde se encuentra, ¿me haría el favor de llamarme? -saqué una vieja tarjeta profesional, taché el número de mi vieja consulta y escribí el de mi casa.
Le dio una ojeada y se la metió en el bolsillo. Pasó un dedo por encima de la cómoda y lo sacó lleno de polvo. Se lo limpió apresuradamente.
– ¡Ejjj! Odio la suciedad. Me gusta que las cosas estén limpias, ¿entiende? Mis apartamentos siempre están limpios… pago extra para tener el mejor servicio de limpieza. Es importante que los inquilinos noten que un lugar es sano.
– ¿Me llamará?
– Seguro, seguro. Pero usted hará lo mismo si sabe algo, ¿de acuerdo? Ya me gustaría encontrar a Bonita, recuperar mis cheques y decirle lo que pienso de ella – rebuscó en un bolsillo, sacó un billetero de piel de cocodrilo y del interior extrajo una tarjeta profesional, color gris perla, que decía Inmobiliaria M y M, locales comerciales y residenciales, Marduk I. Minassian, Presidente, seguido de una dirección en Century City.
– Gracias, señor Minassian.
– Marty.
Continuó rebuscando e inspeccionando, abriendo cajones y agitando la cabeza, inclinándose para mirar bajo la cama que Bonita Quinn había compartido con su hija.
Halló algo allá abajo y lo tiró a una papelera metálica en cuyo interior dio con un sonido seco.
– ¡Vaya porquería!
Miré al interior de la papelera, vi lo que había tirado y lo recogí.
Era la cabeza reducida que Melody me había enseñado, el día que habíamos pasado juntos en la playa. La alcé en mi palma y los ojos de cuentas de cristal me devolvieron la mirada, brillantes y malévolos. Se le había soltado la mayor parte del cabello sintético, pero algunos mechones negros aún surgían de la coronilla de aquel rostro retorcido en una mueca.
– Eso es una basura -me dijo Minassian-. Está sucio. Tírelo a la basura.
Cerré la mano sobre el recuerdo de la niña, más seguro que nunca de que la hipótesis que había estado desarrollando en el avión era correcta. Y que tenía que moverme a toda prisa. Me metí la cabeza reducida en el bolsillo, le sonreí a Minassian y salí de allí.
– ¡Hey! -gritó a mis espaldas. Y luego murmuró algo entre dientes, que sonaba a-: ¡Doctores chiflados!
Regresé por el mismo camino, volví a la autopista y me dirigí hacia el este, conduciendo como un loco, y esperando que la Patrulla de Carretera no me descubriese. Tenía mi identificación como esperto del Departamento de Policía de Los Ángeles en el bolsillo, pero dudaba que aquello fuera a ayudarme. Se supone que ni siquiera los expertos de la policía han de ir culebreando entre el tráfico a más de ciento treinta por hora.