Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Se secó el sudor de la frente y luego se pasó la servilleta de papel por el labio superior.

– Perdonadme, eso ha sido una tediosa filípica. Se alzó y se estiró la ropa.

– Dejad que mire como está el strudel. Volvió con una bandeja humeante.

– Soplad, está caliente. Robin y yo nos miramos.

– Tenéis caras tan serias. Os he estropeado el apetito con mis palabras, ¿no?

– No, Oivia – tomé un trozo del strudel y di un mordisco-. Está delicioso y estoy de acuerdo contigo.

Robin parecía muy seria. Habíamos discutido el tema del aborto en muchas ocasiones, sin llegar a conclusión alguna.

– En respuesta a tu pregunta, es un buen sitio. Sólo puedo decirte que cuando yo estaba en el Departamento de Servicios Sociales no teníamos ninguna queja. Ofrecen lo básico, el sitio parece limpio, el lugar es ciertamente bonito… la mayor parte de esos niños jamás habían visto una montaña como no fuera en la tele. Y llevan a los chicos en autobús a las escuelas públicas, cuando tienen necesidades especiales. De lo contrario, les dan clases en la propia casa. Dudo que alguien les ayude con los deberes… allí no hay nada de eso de preguntarle a papá, pero McCaffrey mantiene en marcha ese lugar y presiona para que la comunidad siempre esté involucrada. Eso significa que está en las noticias. ¿Por qué quieres saber tantas cosas, crees que la muerte de ese chico resulta sospechosa?

– No, no hay razón para sospechar nada -pensé en su pregunta-. Creo que simplemente estoy tratando de pescar algo.

– Bueno, pues cuida de no ir en busca de sardinas y acabar pescando un tiburón, querido.

Mordisqueamos el strudel. Olivia llamó hacia la sala de estar:

– Al… ¿quieres algo del strudel… del de los higos? No hubo respuesta que yo pudiese oír, pero sin embargo, ella puso algo del pastel en un plato y se lo llevó.

– Es una buena mujer -dijo Robin.

– Una entre un millón. Y muy dura.

– E inteligente. Deberías de hacerle caso cuando te dice que tengas cuidado, Alex. Por favor, deja a Milo el hacer de detective.

– Tendré cuidado, no te preocupes -le tomé la mano, pero ella la apartó. Estaba a punto de decirle algo cuando Olivia regresó a la cocina.

– El muerto… el vendedor… ¿dices que trabajaba voluntariamente en La Casa?

– Sí. Tenía un certificado en su oficina.

– Probablemente era uno de los miembros de la Brigada de Caballeros. Es algo que se inventó McCaffrey para conseguir que la gente de negocios se preocupase por ese lugar. Consigue que las empresas hagan que sus ejecutivos trabajen allí, voluntariamente, durante los fines de semana. Cuánto de ello es voluntario por parte de los «Caballeros» y cuánto es presión de sus jefes es algo que no sé. McCaffrey les da escudos bordados para las chaquetas e insignias de solapa, y certificados firmados por el alcalde. También se ponen a buenas con sus jefes. Lo útil que esto sea para los chicos ya no te lo puedo decir.

Pensé en Bruno, el psicópata, trabajando con chicos sin hogar.

– ¿Hay algún tipo de selección de los voluntarios?

– Lo habitual. Entrevistas, algunos tests de esos de papel y lápiz. Y ya sabes, mi buen amigo, para lo que sirven ese tipo de cosas.

Asentí con la cabeza.

– No obstante, como te he dicho, nunca tuvimos protestas. Yo tendría que darle a ese lugar un aprobado, Alex. El problema principal es que se trata de una operación demasiado grande, para que los crios tengan algún tipo de atención personalizada. Una buena casa adoptiva sería definitivamente preferible a tener a cuatrocientos o quinientos chavales juntos en un solo sitio… y ésos son los que tiene. Aparte de eso, La Casa es un lugar tan bueno como cualquier otro.

– Es bueno oír eso -pero, de algún modo perverso, me sentía defraudado. Hubiera sido bueno descubrir que aquel lugar era todo un infierno. Algo que lo conectase con los tres asesinatos. Desde luego, eso hubiera supuesto la miseria para cuatrocientos chicos. ¿Me estaba convirtiendo yo en otro miembro más de esa sociedad de odiadores de crios, que había descrito Olivia? De repente el strudel me supo a papel cubierto de azúcar y la cocina me resultó opresivamente calurosa.

– Bueno, ¿hay algo más que quieras saber?

– No, gracias.

– Ahora, cariñito -se volvió hacia Robin -, habíame de ti y de cómo conociste a este chico impetuoso…

Nos fuimos una hora más tarde. Puse mi brazo alrededor de Robin. Ella no lo rechazó, pero tampoco me respondió. Caminamos hacia el coche en un silencio que resultaba tan incómodo como los zapatos de un desconocido.

Ya dentro, le pregunté:

– ¿Qué es lo que va mal?

– ¿Por qué me has traído aquí esta noche?

– Pensé que te gustaría.

– ¿Que me gustaría hablar de muertes y malos tratos a niños? Alex, esto no ha sido una simple visita a unos amigos.

No tenía nada que decir, así que puse en marcha el coche y lo desaparqué.

– Estoy demasiado preocupada por ti -me dijo-. Las cosas que has estado describiendo ahí dentro son espeluznantes. Y lo que ella ha dicho de los tiburones es cierto. Eres como un niño pequeño a la deriva sobre una balsa, en medio del océano. No te das cuenta de lo que pasa alrededor tuyo.

– Sé lo que estoy haciendo.

– Justo -se puso a mirar por la ventanilla.

– ¿Qué tiene de malo el que quiera involucrarme en algo más que las bañeras calientes y el footing?

– Nada, pero, ¿no podría ser algo menos peligroso que el jugar a Sherlock Holmes? ¿Algo de lo que tú supieras?

– Yo aprendo muy rápido.

Me ignoró. Atravesamos calles oscuras y vacías. Una llovizna llenó de gotitas el parabrisas.

– No me gusta oír hablar de cómo le hunden la cara a la gente. Ni de cómo a los niños los atropellan autos que ni siquiera paran a ayudar -me dijo.

– Eso forma parte de lo que hay por ahí -hice un gesto hacia la oscuridad de la noche.

– ¡Bueno, pues yo no quiero tener nada que ver con ello!

– Lo que estás diciendo es que sólo estás dispuesta a ir en el viaje, mientras el paisaje sea bonito.

– ¡Oh, Alex, deja de ser tan melodramático! Lo que acabas de decir parece sacado de un serial televisivo.

– Y sin embargo es cierto, ¿no?

– No, no lo es… y no trates de ponerme a la defensiva. Yo quiero al hombre que conocí al principio… alguien que estaba satisfecho consigo mismo y no tan lleno de inseguridad que tiene que ir por ahí tratando de probarse a sí mismo. Eso es lo que me atrajo de ti. Ahora eres como… un poseso. Desde que te has metido en esas pequeñas intrigas tuyas, ya no has estado por mí. Te hablo y tu mente está en algún otro lugar. Es como ya te he dicho antes… estás volviendo a los días de antes, los malos días.

Había algo de verdad en esto. Las últimas mañanas me había estado despertando muy pronto, con un tenso sentido de urgencia en las tripas, la vieja necesidad obsesiva de llevar a cabo el trabajo. Pero lo más curioso, es que no quería deshacerme de aquello.

– Te prometo -le dije -, que tendré cuidado.

Ella agitó la cabeza, presa de la frustración, se inclinó hacia adelante y puso la radio. Muy fuerte.

Cuando llegamos a su puerta me dio un casto besito en la mejilla.

– ¿Puedo entrar?

Se me quedó mirando un momento y al fin me dedicó una sonrisa resignada.

– ¡Oh, infiernos! ¿Por qué no?

Arriba en el altillo la miré desnudarse a la escasa ración de luz de Luna que dejaba entrar la claraboya. Se quedó sobre un pie, desabrochándose la sandalia, y sus pechos colgaron bajos. Una pincelada diagonal de iluminación la convirtió en blanca, luego en gris, al girarse, después se hizo invisible al meterse bajo las sábanas. Tendí los brazos hacia ella, excitado, y bajé su mano hacia mí. Ella me tocó por unos segundos y luego apartó los dedos, moviéndolos hacia arriba y dejándolos descansar en mi cuello. Me hundí en el santuario que había entre su cuello y la arqueada dulzura debajo de su barbilla.

39
{"b":"113395","o":1}