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– Una mujer de buen gusto. Venga, sentaos. Colocamos sillas en derredor a la mesa de la cocina, con la bandeja ante nosotros. Olivia comprobó el horno y luego se sentó también.

– Dentro de unos diez minutos tendréis strudel. De manzanas, pasas e higos. Esto último es una improvisación para Albert -señaló con un dedo hacia la sala de estar-. Su sistema se le emboza, de vez en cuando. Bien, entonces quieres saber cosas acerca de La Casa de los Niños. No es que sea algo que me importe, pero, ¿podrías decirme el porqué?

– Tiene que ver con un trabajo que estoy haciendo para el Departamento de Policía.

– ¿La policía? ¿Tú?

Le conté acerca del caso, dejando fuera los detalles más sangrientos. Ella ya conocía a Milo, que le caía maravillosamente, pero nunca había sabido que fuéramos tan amigos.

– Es un chico agradable. Le tendrías que buscar una mujer agradable, como la que has encontrado para ti – sonrió a Robin y le dio otra galleta.

– No creo que eso funcionase, Olivia. Es un gay. Eso no la detuvo, sólo la frenó algo.

– ¿Y qué? Entonces, búscale un chico agradable.

– Ya tiene uno.

– Bien. Perdóname, Robin, acostumbro a hablar demasiado. Es por todas esas horas que paso con los clientes, escuchándolos y diciendo aja, aja. Luego llego a casa y ya puedes imaginarte la profundidad de la relación conversatoria que mantengo con el Príncipe Albert. De todos modos, Alex, ¿fue Milo quien te dijo que hicieras esas preguntas sobre La Casa?

– No exactamente. Estoy siguiendo mis propias pistas. Ella miró a Robin.

– ¿Tienes aquí a un Philip Marlowe?

Robin le lanzó una mirada de incomprensión.

– ¿Es eso peligroso, Alex?

– No. Sólo quiero comprobar algunas cosas.

– Ten cuidado, ¿me oyes? -me apretó el bíceps. Tenía la mano la fuerza de uno de esos gorilas de bar-. Asegúrate que tiene cuidado, cariño.

– Lo intentaré, Olivia. Pero yo no lo controlo.

– Lo sé. Estos psicólogos, se acostumbran tanto a estar en posiciones de autoridad que no saben escuchar consejos. Déjame contarte unas cosas de este chico guapo. La primera vez que lo vi fue cuando era un interno, asignado por tres semanas al Departamento de Servicios Sociales, para que se enterase de lo que es la vida para la gente que no tiene dinero. Al principio se mostraba como un sabelotodo, pero yo pude ver que era algo especial. Era lo más listo que jamás se haya visto sobre dos patas, y tenía compasión por los seres humanos. Su gran problema era ser demasiado duro consigo mismo, trabajaba hasta agotarse. Estaba haciendo el doble de trabajo que cualquier otro y pensando que no hacía nada. No me sorprendió cuando despegó como un cohete, con ese título tan rimbombante, los libros y lo demás, pero me temí que iba a acabar por quemarse.

– Y tuviste razón, Olivia -admití.

– Pensé que se habría ido a los Himalayas o algo así – se echó a reír, y siguió hablando con Robin -. Para congelarse y así poder volver a disfrutar de California. Tomad más, los dos.

– Estoy rellena -Robin se tocó su lisa tripa.

– Probablemente tengas razón, manten tu figura, ya que la tienes. Yo ya empecé como un barril, así que nunca tuve nada que mantener. Dime, cariño, ¿lo quieres?

Robin me miró y luego me puso el brazo alrededor del cuello.

– Lo quiero.

– Estupendo. Yo os declaro marido y mujer. ¿Y a quién le importa lo que él diga?

Se alzó y fue al horno, atisbando por la ventanilla de cristal.

– Aún faltan algunos minutos. Creo que los higos tardan más en cocinarse.

– Olivia, ¿qué me dices de La Casa de los Niños? Suspiró y su pecho suspiró con ella.

– De acuerdo, aparentemente eres muy serio en eso de jugar a ser policía -se sentó-. Después de que me llamaste miré mis viejos archivos y saqué lo que pude hallar. ¿Queréis café?

– Por favor -le dijo Robin.

– Yo también tomaré.

Regresó con tres tazones humeantes, con crema de leche y azúcar, en una bandeja de porcelana sobre la que habían serigrafiado una vista del Parque de Yellowstone.

– Es delicioso, Olivia -dijo Robin, dando sorbitos.

– Es Kona, de las Hawaii. Este vestido también es de allí. Mi hijo pequeño, Gabriel, está allí. Trabaja en importaciones y exportaciones. Le va muy bien.

– Olivia…

– Sí, sí, de acuerdo. La Casa de los Niños. Fundada en 1974 por el Reverendo Augustus McCaffrey como un lugar de refugio para los niños sin hogar. Lo dice todo en el folleto…

– ¿Tienes aquí ese folleto?

– No, está en la oficina. ¿Quieres que te mande uno por correo?

– No te molestes. ¿Qué clase de niños hay allí?

– Niños abandonados y maltratados, huérfanos, algunos que se han escapado de los correccionales. Antes, a éstos los metían en la cárcel, pero éstas se llenaron demasiado con asesinos, violadores y atracadores de catorce años, así que ahora intentan buscarles a los más inocentes un hogar adoptivo o un sitio como La Casa. En general estas instituciones reciben los chicos que nadie quiere, aquellos para los que no se puede hallar una familia adoptiva. Muchos de ellos tienen problemas físicos o psicológicos: espásticos, ciegos, sordos, retrasados. O son demasiado mayores para resultar atractivos como hijos adoptivos. También están allí los hijos de las mujeres que están en las cárceles: la mayoría drogadictas y alcohólicas. A éstos tratábamos de colocarlos en familias, pero a menudo no los quería nadie. Resumiendo, encanto, los casos crónicos del Tribunal de Protección de Menores.

– ¿De dónde salen los fondos para un lugar como ése?

– Mira, Alex, tal como están montados los sistemas federal y estatal, alguien que sepa moverse entre el papeleo, puede sacar más de mil dólares por mes y crío, si sabe cómo hacer correctamente sus facturas. Los chicos con problemas físicos o mentales aún reciben más… a uno le pagan por todos esos servicios especiales. Además, por lo que he oído, ese McCaffrey es maravilloso para lograr donativos privados. Tiene buenas relaciones… el terreno de ese sitio es un buen ejemplo. Veinte acres en Malibú, que antes pertenecían al gobierno. Allí internaron a los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Luego lo usaron como un campo de trabajo para los criminales de primera vez: timadores, políticos y gente así. Él logró que el condado se lo cediese en un contrato a largo plazo. Noventa y nueve años y con un alquiler puramente nominal.

– Debe ser un buen hablador.

– Lo es. Un buen chico de los que ya no hay. Antes era misionero allá abajo, en Méjico. He oído que llevaba un sitio parecido allá.

– ¿Y por qué volvió arriba?

– ¿Quién sabe? Quizá se hartó de no poder beber el agua. O quizá sentía nostalgia de los Kentucky Fried Chicken… aunque según me han dicho, ahora también tienen de eso allá abajo.

– ¿Qué hay del lugar ese? ¿Es bueno?

– Ninguno de esos sitios es una utopía, Alex. Lo ideal sería una casita en las afueras, con una verja de madera rodeándola, cortinas de ganchillo y un prado, mami, papi y Rover el perro. La realidad es que hay más de diecisiete mil chavales en los archivos del Tribunal de Protección de Menores, sólo en el condado de Los Ángeles. ¡Diecisiete mil niños a los que nadie quiere! Y están entrando en el sistema mucho más deprisa de lo que éste… ahora diré una palabra terrible… puede procesarlos.

– Es increíble -dijo Robin. Tenía una expresión perturbada en el rostro.

– Nos hemos convertido en una sociedad de odiadoras de niños, cariño. Cada vez hay más y más abusos y abandono. La gente tiene hijos y luego cambia de idea. Los padres no quieren tener la responsabilidad de los niños, así que se los pasan al gobierno… ¿qué tal suena esto dicho por una vieja socialista, Alex? Y luego están los abortos… espero que esto no te ofenda, pues yo estoy por la liberación femenina tanto, si no más, que cualquier otra mujer. Ya estaba aullando por la igualdad salarial antes de que Gloria Steinem entrase en la pubertad. Pero aceptemos la realidad, esto del aborto generalizado que ahora tenemos no es otra cosa que un método de control de la natalidad, otra escapatoria para la gente que quiere eludir su responsabilidad. Y está matando niños, al menos en un cierto sentido, ¿no? Quizá sea mejor que el tenerlos y luego tratar de deshacerse de ellos… no sé.

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