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Milo sacó su lápiz. Comenzó a escribir, pensando en voz alta:

– Iremos a los pasillos de mármol de las altas finanzas. Informes bancarios, memorias de los agentes de bolsa, negocios realizados bajo nombres falsos. Ver lo que hay en las cajas fuertes de los bancos después de que los de Hacienda hayan hecho su trabajo sucio. Los registros del condado sobre compras de terreno. Los seguros hechos desde la consulta de Handler -se detuvo-. Espero que esto me lleve a alguna parte, Alex. Este maldito caso no me ha ayudado en lo que se refiere a mi estatus con el Departamento. El capitán busca el ascenso y quiere más y más detenciones. Handler y Gutiérrez no eran gente del ghetto cuya muerte pueda dejar que se vaya olvidando lentamente. Y está aterrado por la idea de que Glendale resuelva antes la muerte de Bruno y nos deje como a tontos. Recuerda lo que pasó con Bianchi.

Asentí con la cabeza: el jefe de la policía de un pueblo grande, Bellington, en Washington, que había cazado al Estrangulador de Hillside… algo que toda la maquinaria policial de Los Ángeles había sido incapaz de lograr.

Se alzó, se fue a la cocina y se comió la mitad de un pollo frío, de pie junto al fregadero. Lo hizo bajar con un litro de zumo de naranja y regresó limpiándose la boca.

– No sé por qué estoy luchando por no echarme a reír, viendo que estoy hasta el cuello de cadáveres y no logro una avance aparente; pero lo cierto es que me parece todo muy divertido: Handler y Bruno. Uno manda a un tipo al matasanos para que le arregle el coco y resulta que el médico está tan majara como el paciente, y sistemáticamente, organiza un lío con la terapia.

Puesto de aquel modo no sonaba a divertido. De todos modos se echó a reír.

– ¿Y qué me dices de la chica? -me preguntó.

– ¿La Gutiérrez? ¿Qué pasa con ella?

– Bueno. Estaba pensando en eso de los roles sociales. La hemos contemplado como la inocente espectadora que se ve implicada. Pero si Handler estaba en combinación con unos de sus pacientes, ¿por qué no con dos?

– No es imposible. Pero sabemos que Bruno era un psicópata, ¿tenemos alguna prueba al respecto sobre ella?

– No -admitió-. Buscamos el historial de Handler sobre ella, pero no lo pudimos encontrar. Quizá lo destruyó cuando cambió su relación. ¿Es eso habitual entre vosotros?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Yo no duermo nunca con mis pacientes… o con sus madres.

– No seas tan quisquilloso. Traté de hablar con su familia: la vieja y gruesa mamacita y dos hermanos, uno de ellos con esos ojos airados, de muy macho. No tienen padre, murió hace diez años. Los tres viven en un sitio muy pequeño en Echo Park. Cuando llegué allí estaban en medio del velatorio: el lugar estaba lleno de fotos de la chica, puestas en altarcitos. Y muchas velas, cestas con comida, vecinos llorosos. Los hermanos estaban con cara hosca y mamá apenas si hablaba ingles. Hice un intento por ser muy sensible, no violar ningún tabú cultural- y todo eso. Me llevé a Sánchez de la comisaría de Ramparts para que me tradujese. Compramos comida, procuramos no hacernos notar. No conseguí nada. No ver, no oír, no hablar. Honestamente, el Oeste de Los Ángeles es algo tan remoto como la Atlántida. Pero aunque hubieran sabido algo, puedes estar seguro que maldita si me lo iban a contar a mí.

– ¿Aunque ello hubiera servido para hallar al asesino? – pregunté.

Me miró cansinamente.

– La gente como ésa no cree que la policía pueda ayudarles, Alex. Para ellos, la policía son los bastardos que enchironan a sus cholos e insultan a sus chicas y que jamás esta a mano cuando por las noches llegan los coches a oscuras, a recorrer el barrio y disparar escopetazos a través de las ventanas de las casas. Lo que me recuerda que hablé con una amiga de la muerta. Su compañera de cuarto, que también es maestra. Ésta era visiblemente hostil. Me hizo saber, con toda claridad, que no quería saber nada de mí; a su hermano lo mataron hace cinco años en un tiroteo entre pandillas y como la policía no hizo entonces nada por ella o por su familia, ahora yo podía irme al infierno.

Se alzó y caminó por la habitación como un león cansado.

– Resumiendo: Elaine Gutiérrez es una incógnita, pero no hay nada que nos indique que no era tan pura como la nieve recién caída.

Se le veía miserablemente, plagado por las dudas.

– Es un caso muy duro, Milo. No te culpes tanto.

– Es curioso que digas eso, justo lo que mi madre me dice siempre: tranquilo, Milo Bernard, no seas tan prefeccionista… así es como lo prununcia ella. Toda mi familia tenía una larga tradición de pocos logros en la vida: dejar la escuela sin acabar ni siquiera los estudios secundarios, entrar a trabajar en la fundición, caer en una rutina vital de platos de plástico, televisión, fiestas en la iglesia y virutas de hierro que se te clavan en la carne. Tras treinta años, la bastante pensión y pagas por inhabilitación laboral como para poder pagarte un fin de semana en los Ozarks de tanto en cuando, si es que tenías suerte. Mi padre lo hizo, y su padre y mis dos hermanos. El plan de juegos Sturgis. Pero no lo hizo el prefeccionista… para empezar, el plan Sturgis funciona mejor si uno se casa y a mí me han gustado los chicos desde que tenía nueve años. Y, en segundo lugar y esto era aún más importante, yo creía ser demasiado inteligente para hacer lo que aquellos patanes estaban haciendo. Así que rompí el molde, espantándolos a todos. Y el tío listo que todos creían que iba a acabar abogado, o profesor, o al menos contable, va y se hace policía. ¿Qué tal está eso para un tipo que escribió una maldita tesis sobre el trascendentalismo en la poesía de Walt Whitman?

Se dio la vuelta y se quedó mirando a la pared. Había estado calentándose hasta aquel estado. Era algo que ya había visto antes y lo más terapéutico era no decir nada. Lo ignoré e hice algunos ejercicios gimnásticos.

– Maldito Jack La Lanne -murmuró.

Le costó diez minutos salir de aquello, diez minutos de apretar y abrir grandes puños. Luego llegó a alzar tentativamente los ojos, la inevitable sonrisita de borrego.

– ¿Cuánto por la terapia, doctor? Pensé un minuto.

– Una cena. Y en un buen sitio, nada de basuras. Se puso en pie y se estiró, gruñendo como un oso.

– ¿Qué te parecería algo de shushi? Hoy me siento todo un bárbaro, me comería esos pescados vivos.

Fuimos en coche hasta Oomasa, en el Little Tokyo. El restaurante estaba a rebosar, en su mayoría japoneses. Aquél no era un sitio de moda, ataviado en una elegancia falsa de biombos y barras de madera barnizada; el decorado era en cuero artificial de color rojo, sillas de respaldo duro y desnudas paredes blancas, únicamente decoradas por algunos calendarios de la Nikon. La solitaria concesión al estilo era un enorme acuario, a plena vista del bar de shushi, en el que unos bellos peces de colores luchaban por propulsarse a través de una burbujeante agua cristalina. Jadeaban y se estremecían, mutaciones poco adecuadas para sobrevivir en otra cosa que no fuera la más estéril de las cautividades, el producto de centenares de años de cuidadosa modificación de la naturaleza en Oriente: cabezas de león con sus rostros oscurecidos por brillantes excrecencias color fresa, moros negros de ojos saltones, celestiales con sus ojos forzados para siempre hacia el firmamento, ryukins tan sobrecargados por la superficie de sus aletas que apenas si podían moverse. Los miramos mientras bebíamos Chivas.

– Esa chica -dijo Milo -, la compañera de cuarto. Tuve la sensación de que podía ayudarme, que sabía algo sobre la forma de vida de Elaine, quizás algo acerca de ella y de Handler. Maldita sea su estampa, parecía que le hubieran cosido la boca.

Terminó su vaso y pidió otro. Le llegó y se tragó la mitad de golpe.

Una camarera se acercó dando pasitos de geisha y nos entregó toallas calientes. Nos frotamos las manos y la cara. Noté cómo se abrían mis poros, ansiosos de aire.

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