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El hombrecillo estaba hundido en su lectura. Tendió una mano, apretó un botón de un oxidado mando, tiró de una palanca y una versión reumática de El Danubio Azul surgió de una docena de altavoces ocultos. El carrusel empezó a andar lentamente, y luego fue girando, mientras los caballos, los monos, los carruajes empezaban a vivir, moviéndose en un contrapunto vertical a la revolución de la máquina.

Las manos de Melody se aferraron al cuello de su montura; miraba fijamente hacia adelante. De un modo gradual fue relajando su presa y se permitió mirar alrededor. Hacia la veinteava revolución estaba moviéndose con la música, con los ojos cerrados y la boca abierta en una risa silenciosa.

Cuando la música acabó al fin, la ayudé a bajar y descendió algo mareada al sucio suelo de cemento. Estaba lanzando risitas y agitando su bolso en un alegre ritmo, al compás del ya acabado vals.

Dejamos el granero y nos aventuramos hasta el extremo del muelle. Ella estaba fascinada por los enormes depósitos de cebo, repletos de estremecientes anchoas, asombrada por el contenedor de peces de roca frescos que estaba siendo alzado por un trío de musculosos y barbudos pescadores. Los pescados rojizos estaban muertos en un montón. La rápida ascensión desde el fondo del océano había hecho que las vejigas de aire de algunos de ellos hubieran estallado y salido por sus bocas. Unos cangrejos, del tamaño de abejas, correteaban por dentro y alrededor de los inertes cuerpos. Las gaviotas picaban para saquear y eran asustadas por las manos marrones de los pescadores.

Uno de los pescadores, un chico de no más de los dieciocho, la vio mirando fijo.

– Vaya espectáculo, ¿eh?

– Aja.

– Dile a tu papi que te lleve a sitios más bonitos en su día libre. -Se echó a reír.

Melody sonrió. No trató de corregirle. Alguien estaba friendo gambas. Vi cómo se le arrugaba la nariz.

– ¿Tienes hambre?

– Un poco. – Parecía inquieta.

– ¿Pasa algo?

– Mamá me dijo que no te pidiera muchas cosas.

– No te preocupes. Le diré a tu madre que has sido muy buena chica. ¿Has desayunado?

– Algo.

– ¿Qué has tomado?

– Un zumo. Y un trozo de donut. De esos con polvos blancos encima.

– ¿Eso es todo?

– Aja -alzó la vista hacia mí, como si esperase ser castigada. Suavicé mi tono.

– Supongo que no tendrías hambre a la hora de desayunar, ¿eh?

– Aja -a tomar viento la teoría del desayuno copioso.

– Bueno, pues yo tengo mucha hambre -era cierto. Lo único que me había tomado era un café-. ¿Qué te parece si los dos comemos algo?

– Gracias, doctor Del… -se atragantó con mi apellido.

– Llámame Alex.

– Gracias, Alex.

Localizamos la fuente de los olores de cocina en un destartalado chiringuito situado entre una tienda de souvenirs y un puesto de venta de anzuelos y cebos. La mujer tras el mostrador era obesa y de un color blanco pastoso. El humo y el vapor subían en nubes alrededor de su rostro de luna, dándole un efecto de halo parpadeante. Unas freidoras chisporroteaban al fondo.

Compré una grasienta bolsa, grande y llena de cosas buenas: raciones, envueltas en papel de plata, de gambas y pescado frito, una bandeja de patatas fritas del tamaño de porras de policía, pozuelos de plástico, cerrados, con salsa tártara y ketchup, tubitos de papel con sal y dos latas de una cola de marca desconocida.

– No se olvide de esto, señor.

La gorda me tendía un puñado de servilletas de papel.

– Gracias.

– Ya sabe cómo son los crios -bajó la vista hacia Melody-. Disfruta con la comida, cariño.

Nos llevamos la comida del muelle y hallé un lugar tranquilo en la playa, no muy lejos del Centro de Longevidad Pritikin. Nos comimos nuestras grasientas viandas, mientras contemplábamos cómo hombres de mediana edad trataban de hacer footing alrededor de la manzana, movidos por el combustible que era la clase de comida sin gracia que el Centro debiera estar sirviendo aquellos días.

Comió como un camionero. Se estaba acercando el mediodía, lo que significaba que, normalmente, debería estar preparada a recibir su segunda dosis de anfetamina. Su madre no me había ofrecido la medicación para que me la llevara, y yo no había pensado, o no había querido, pedírsela.

El cambio de su comportamiento resultó evidente a mediados de la comida y fue siendo más obvio con cada minuto que pasaba.

Empezó a moverse más. Estaba más alerta. Su rostro se animó más. Se removía, como si se estuviese despertando de un largo y confuso sueño. Miraba en derredor, recién entrada en contacto con lo que la rodeaba.

– Míralos – señaló a un grupo de surfers, vestidos con trajes de goma, que flotaban sobre las olas en la distancia.

– Parecen focas, ¿no?

Lanzó una risita.

– ¿Podría meterme en el agua, Alex?

– Quítate los zapatos y mete los pies, pero sin alejarte de la orilla… donde el agua toca a la arena. Trata de no mojarte el vestido.

Me metí gambas en la boca, me incliné hacia atrás y la contemplé correr hasta el borde del agua, con sus delgadas piernas pateando las ondas. En una ocasión se volvió en mi dirección y me saludó con la mano.

La contemplé jugar de este modo durante unos veinte minutos o así. Luego me enrollé las perneras de los pantalones, me quité los zapatos y los calcetines y me uní a ella.

Corrimos juntos. Sus piernas funcionaban mejor a cada instante que pasaba; pronto fue una gacela. Lanzaba gritos y chapoteaba y siguió corriendo hasta que ambos nos quedamos sin respiración. Caminamos de regreso al lugar de nuestro picnic y nos desplomamos en la arena. Su cabello era una maraña, así que le solté las pinzas y se lo puse bien. Su diminuto pecho jadeaba. Sus pies estaban rebozados en arena desde el tobillo hasta abajo. Cuando al fin recuperó el aliento, me preguntó:

– He… he sido una niña buena, ¿no?

– Has sido maravillosa.

No parecía muy segura.

– ¿Acaso no lo crees tú, Melody?

– No sé. A veces pienso que soy buena y mamá se enfada mucho o la señora Brookhouse dice que soy mala.

– Siempre eres una buena chica. Incluso si alguien piensa que has hecho algo malo. ¿Comprendes lo que te digo?

– Creo que sí.

– No estás segura, ¿eh?

– Me… me lío.

– Todo el mundo se lía. Los niños, los padres y las madres. Y los doctores.

– ¿El doctor Towle también?

– Incluso el doctor Towle.

Estuvo digiriendo aquello durante un rato. Los grandes ojos oscuros saltaban de aquí a allí, moviéndose del agua a mi cara, al cielo y vuelta a mí.

– Mamá me dijo que me vas a hipnotizar -ella dijo himotizar.

– Sólo si tú lo quieres. ¿Recuerdas por qué pensamos que podía sernos de ayuda?

– Creo. ¿Para hacer que piense mejor?

– No. Ya piensas muy bien. Esto -le palmeé la cabeza- funciona bien. Queremos usar la hipnosis, hipnotizarte, para que nos puedas hacer un favor. Para que puedas recordar una cosa.

– Acerca de cuando al otro doctor le hicieron daño.

Dudé. Tenía el hábito de ser honesto con los niños, pero si no le habían dicho que Gutiérrez y Handler estaban muertos yo no iba a ser quien le diera la noticia. No si no tenía la posibilidad de estar cerca para poder recoger luego los pedazos.

– Sí. Acerca de eso.

– Le dije al policía que no recordaba nada. Todo estaba muy oscuro y eso.

– A veces la gente recuerda mejor después de que la hipnotizan.

Me miró, asustada.

– ¿Te da miedo el que te hipnotice?

– Aja.

– Eso está bien. Está bien el tener miedo de algunas cosas. Pero en realidad no hay nada que te pueda dar miedo en el que te hipnotice. En realidad es muy divertido. ¿Has visto a alguien al que le hayan hipnotizado?

– No.

– ¿Nunca? ¿Ni en los dibujos animados? Se le iluminó el rostro.

– Eso sí, cuando el tipo del sombrero en punta hipnotizó a Popeye y le salieron ondas de los dedos y Popeye salió por la ventana y no se cayó.

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