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Lisbeth advirtió que ningún periódico revelaba que el tratamiento más habitual en la unidad de acceso restringido de psiquiatría infantil, de la que era responsable el doctor Teleborian, consistía en encerrar a «los pacientes inquietos y difíciles» en una habitación denominada «libre de estímulos». Toda la decoración de ese cuarto se limitaba a una camilla provista de correas de sujeción. El pretexto académico era que los niños que respondían a esas características no recibieran ningún estímulo que pudiera provocarles un ataque.

Al hacerse mayor, descubrió que existía otro término para lo mismo: «aislamiento sensorial». Someter a los presos a aislamiento sensorial había sido clasificado, por la convención de Ginebra, como inhumano. Esa práctica constituía un ingrediente habitual en experimentos de lavado de cerebro a los que se habían dedicado distintos regímenes dictatoriales, y existía documentación que daba fe de que aquellos presos políticos que confesaron todo tipo de absurdos crímenes durante los juicios de Moscú de los años treinta habían sido sometidos a tratamientos de esa índole.

En cuanto Lisbeth vio el rostro de Peter Teleborian por la televisión, su corazón se convirtió en un diminuto trozo de hielo. Se preguntó si seguiría utilizando la misma repugnante loción de afeitado. Él era el responsable de lo que teóricamente fue definido como su tratamiento. Lisbeth nunca comprendió qué era lo que se esperaba de ella, salvo que por fuerza debía ser tratada y había de alcanzar plena conciencia de sus actos. No tardó en llegar a la conclusión de que un «paciente inquieto y difícil» era sinónimo de un paciente que cuestionaba los razonamientos y los conocimientos de Peter Teleborian.

Lisbeth descubrió, por consiguiente, que el método de tratamiento psiquiátrico más frecuente en el siglo XVI todavía se seguía practicando, en el umbral del siglo XXI, en Sankt Stefan.

Cerca de la mitad de su estancia en Sankt Stefan la pasó atada a la camilla del cuarto «libre de estímulos». Al parecer, se había establecido una suerte de récord.

Sexualmente hablando, Teleborian nunca le había puesto la mano encima. Ni siquiera la había tocado, excepto en las situaciones más inocentes. En una ocasión, estando ella inmovilizada en el cuarto de aislamiento, le colocó la mano en el hombro a modo de reprimenda.

Se preguntó si todavía tendría las marcas de sus dientes en la falange del dedo meñique.

Aquello acabó convirtiéndose en un duelo donde Teleborian tenía todas las de ganar. La baza de Lisbeth consistió en aislarse del exterior e ignorarlo por completo cuando él la visitaba.

Tenía doce años cuando dos mujeres policía la trasladaron a Sankt Stefan. Sucedió unas cuantas semanas después de que ocurriese Todo Lo Malo. Se acordaba de cada detalle. Al principio pensó que, de alguna manera, todo se iba a arreglar. Había intentado explicarles su versión a los policías, a los asistentes sociales, al personal del hospital, a las enfermeras, a los médicos, a los psicólogos e, incluso, a un pastor que quería que ella lo acompañara en sus oraciones. Cuando iba en el coche patrulla, sentada en el asiento de atrás, y pasaron Wennergren Center de camino al norte, hacia Uppsala, seguía sin saber adonde se dirigían. Nadie se lo había comunicado. Fue entonces cuando empezó a sospechar que nada se solucionaría.

También había intentado explicárselo a Peter Teleborian.

El resultado de todos esos esfuerzos fue que pasó la noche en la que cumplió trece años amarrada a la camilla.

Peter Teleborian era, sin punto de comparación, el sádico más asqueroso y despreciable que Lisbeth Salander había conocido en toda su vida. Ganaba a Bjurman por goleada. Bjurman era un animal descontrolado al que ella supo manejar. Pero Peter Teleborian se hallaba oculto y protegido tras una cortina de documentos, evaluaciones, méritos académicos y toda una ininteligible jerigonza psiquiátrica. No había forma de poder denunciar o criticar ni uno solo de sus actos.

El Estado le había encomendado la misión de amarrar con correas a las niñas traviesas.

Cada vez que Lisbeth yacía atada de pies y manos, boca arriba, y él le apretaba las correas, ella lo miraba fijamente y leía la excitación en sus ojos. Ella lo sabía. Y él sabía que ella lo sabía. Mensaje recibido.

La noche que cumplió trece años, decidió no intercambiar nunca más ni una palabra con Peter Teleborian ni con ningún otro psiquiatra o médico de la cabeza. Fue el regalo de cumpleaños que se hizo a sí misma. Mantuvo su promesa. Y Lisbeth sabía que eso provocó en Teleborian una enorme frustración y que quizá hubiera contribuido -más que ninguna otra cosa- a que, noche tras noche, fuese inmovilizada en la camilla. Era un precio que estaba dispuesta a pagar.

Lo aprendió todo sobre el autocontrol. Los días en los que la liberaban de su aislamiento no sufría arrebatos ni lanzaba objetos a su alrededor.

Pero no hablaba con los médicos.

En cambio, conversaba educadamente y sin cortapisas con enfermeras, personal de cocina y limpiadoras. Algo que no pasó desapercibido. Una amable enfermera -cuyo nombre era Carolina y a la que Lisbeth, hasta cierto punto, le había cogido cariño- le preguntó un día por qué se comportaba así. Lisbeth se quedó mirándola inquisitivamente.

– ¿Por qué no hablas con los médicos?

– Porque no me escuchan.

No se trataba de una respuesta espontánea, sino de su nueva manera de comunicarse con los médicos. Era consciente de que todos esos comentarios serían incorporados a su historial documentando que su silencio se debía a una decisión completamente racional.

Durante su último año en Sankt Stefan, cada vez fue menos frecuente que encerraran a Lisbeth en la celda de aislamiento. Las ocasiones en las que eso sucedía se debían a que ella, de una u otra manera, había irritado a Peter Teleborian, cosa que parecía ocurrir tan pronto como él la veía. Teleborian intentaba una y otra vez romper el obstinado silencio de Lisbeth y obligarla a reconocer su existencia.

Durante una época, Teleborian decidió experimentar con ella, haciendo que Lisbeth tomara un nuevo tipo de psicofármaco que le provocaba dificultades respiratorias y le inhibía el raciocinio, lo que le producía angustia. Desde ese momento, ella se negó a tomar su medicación, ante lo cual Teleborian optó por forzarla a ingerir tres pastillas diarias.

Su resistencia fue tan feroz que el personal se vio abocado a sujetarla haciendo uso de la violencia, abrirle la boca a la fuerza y luego obligarla a tragar. La primera vez, Lisbeth se metió inmediatamente los dedos en la garganta y vomitó el almuerzo sobre el enfermero más cercano. Este comportamiento condujo a que las pastillas le fueran administradas mientras estaba inmovilizada. Lisbeth respondió aprendiendo a devolver sin necesidad de utilizar los dedos. Su rabiosa negativa y el trabajo adicional que aquello le supuso al personal motivaron la interrupción de ese nuevo experimento.

Acababa de cumplir quince años cuando, sin previo aviso, la volvieron a llevar a Estocolmo y le asignaron una familia de acogida. El traslado la cogió por sorpresa. Pero por aquella época Teleborian aún no era el jefe de Sankt Stefan y Lisbeth Salander estaba convencida de que ésa era la única razón de su inesperada alta: si Teleborian hubiese podido decidir, ella todavía continuaría amarrada a la camilla de la celda de aislamiento.

Y ahora lo estaba viendo por la tele. Se preguntó si él todavía soñaría con volver a someterla a sus «cuidados» o si ella ya sería demasiado mayor como para satisfacer sus fantasías. Su diatriba contra la decisión del Tribunal de Primera Instancia de no ofrecerle asistencia institucional resultó de lo más eficaz y despertó la indignación de la periodista que le entrevistaba que, evidentemente, no sabía qué preguntas formularle. No había nadie que pudiera contradecir a Teleborian: el antiguo médico jefe de Sankt Stefan había fallecido y el juez que presidió el tribunal del caso Salander, y al que ahora no le quedaba más remedio que asumir hasta cierto punto el papel de malo de la película, se había retirado y se negaba a hacer comentarios a la prensa.

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