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Capítulo 8 Lunes, 14 de febrero – Sábado, 19 de febrero

Al oír un leve golpeteo en el marco de la puerta, Dragan Armanskij levantó la vista y vio a Lisbeth Salander. Intentaba mantener en equilibrio dos tazas de café que traía de la máquina. Lentamente, él dejó el bolígrafo sobre la mesa y apartó el informe.

– Hola -dijo ella.

– Hola -contestó Armanskij.

– Vengo en son de paz -dijo ella-. ¿Puedo pasar?

Dragan Armanskij cerró los ojos un instante. Luego señaló una silla con el dedo. Miró el reloj de reojo. Eran las seis y media de la tarde. Lisbeth Salander le dio una de las tazas y se sentó. Se examinaron mutuamente durante un instante.

– Hace más de un año -dijo Dragan.

Lisbeth asintió.

– ¿Estás enfadado?

– ¿Debería estarlo?

– No me despedí.

Dragan torció el morro. Se encontraba desconcertado y al mismo tiempo aliviado. Por lo menos, ahora sabía que Lisbeth Salander no estaba muerta. De pronto, una enorme irritación y un gran cansancio se apoderaron de él.

– No sé qué decir -contestó-. No tienes ninguna obligación de informarme de tu vida. ¿Qué quieres?

Su voz sonó más fría de lo que había pretendido.

– No lo sé muy bien. Supongo que saludarte, más que nada.

– ¿Necesitas trabajo? No pienso contratarte de nuevo.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Tienes otro trabajo?

Volvió a negar con la cabeza. Daba la sensación de estar pensando lo que iba a decir. Dragan aguardaba.

– He estado viajando -respondió finalmente-. Acabo de regresar a Suecia.

Pensativo, Armanskij hizo un gesto de asentimiento mientras la examinaba. Lisbeth Salander había cambiado. Había un nuevo tipo de… madurez en su ropa y en su comportamiento. Y había rellenado el sujetador con algo.

– Has cambiado. ¿Dónde has estado?

– Un poco por todas partes… -contestó evasivamente, pero siguió al reparar en la irritada mirada de Armanskij-. Me fui a Italia y continué hasta Oriente Medio. De ahí volé a Hong Kong vía Bangkok. Estuve un tiempo en Australia y Nueva Zelanda, y viajé por las islas del Pacífico, donde permanecí un mes en Tahiti. Luego recorrí Estados Unidos. Y los últimos meses los he pasado en el Caribe.

Él asintió.

– No sé por qué no me despedí.

– Porque, sinceramente, los demás te importamos un carajo -contestó Dragan Armanskij con frialdad.

Lisbeth se mordió el labio inferior. Reflexionó un rato. Tal vez las palabras de Dragan fueran ciertas pero, aun así, le pareció injusta la acusación.

– Por regla general son los demás los que pasan de mí.

– ¡Y una mierda! -contestó Armanskij-. Lo tuyo es un problema de actitud y tratas como el culo a los que verdaderamente intentan ser tus amigos. Así de sencillo.

Silencio.

– ¿Quieres que me vaya?

– Haz lo que te plazca. Siempre lo has hecho. Pero si te vas ahora, no quiero volver a verte en la vida.

De repente, Lisbeth Salander tuvo miedo. Una persona a la que de verdad respetaba estaba a punto de rechazarla. No supo qué decir.

– Hace ya dos años que a Holger Palmgren le dio el derrame. No lo has visitado ni una sola vez -continuó Armanskij, implacable.

Lisbeth lo miró fijamente, como en estado de shock.

– ¿Palmgren está vivo?

– O sea, que ni siquiera sabes si está vivo o muerto.

– Los médicos dijeron que…

– Los médicos dijeron muchas cosas -la interrumpió Armanskij-. Se encontraba muy mal y era incapaz de comunicarse con nadie. Durante el último año se ha recuperado bastante. Le cuesta hablar y hay que prestarle mucha atención para entender lo que dice. Necesita ayuda para muchas cosas pero, al menos, puede ir al baño solo. La gente que se preocupa por él le hace visitas

Lisbeth se quedó muda. Fue ella quien, dos años antes, encontró a Palmgren cuando tuvo la apoplejía y llamó a la ambulancia. Los médicos menearon la cabeza para indicar que el pronóstico no era muy alentador. La primera semana se instaló en el hospital, hasta que un médico le dijo que se encontraba en coma y que las probabilidades de que se despertara eran muy pequeñas. Desde ese mismo momento ella dejó de preocuparse y lo eliminó de su vida. Se levantó y abandonó el hospital sin volver la vista atrás. Y, al parecer, sin seguir el desarrollo de los hechos.

Frunció el ceño. Por esa época también se le vino encima todo lo del abogado Nils Bjurman, que acaparó casi toda su atención. Pero nadie, ni siquiera Armanskij, le había contado que Palmgren vivía; y mucho menos que iba mejorando. Esa posibilidad ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

De pronto sintió aflorar unas lágrimas. Nunca antes en su vida se había sentido tan miserable y egoísta. Y nunca le habían echado una bronca tan descomunal en voz tan baja. Agachó la cabeza.

Permanecieron un rato en silencio. Fue Armanskij quien lo rompió.

– Bueno, ¿y qué tal estás?

Lisbeth se encogió de hombros.

– ¿De qué vives? ¿Tienes trabajo?

– No, no tengo y no sé en qué quiero trabajar. Pero tengo dinero para vivir.

Armanskij la examinó con ojos inquisitivos.

– Sólo quería pasar a saludar… no busco trabajo. No sé… De todos modos, si alguna vez me necesitas, tal vez me apetezca aceptar un encargo tuyo. Pero tendrá que ser algo que realmente me interese.

– Supongo que no quieres contarme lo que sucedió en Hedestad el año pasado.

Lisbeth permaneció callada.

– Porque es evidente que algo ocurrió… Martin Vanger se mató al volante después de que tú te pasaras por aquí para coger prestado un equipo de vigilancia y de que alguien os amenazara de muerte. Y su hermana resucitó de entre los muertos. Fue, por decirlo de alguna manera, toda una sensación.

– He prometido no contar nada.

Armanskij hizo un gesto de asentimiento.

– Y supongo que tampoco querrás contarme el papel que desempeñaste en el caso Wennerström.

– Ayudé a Kalle Blomkvist con la investigación. -De repente, su voz sonó más fría-. Eso es todo. No quiero que me involucren en el caso.

– Mikael Blomkvist ha removido cielo y tierra buscándote. Ha llamado al menos una vez al mes para preguntarme si sabía algo de ti. También él está preocupado.

Lisbeth guardó silencio pero Armanskij reparó en que su boca se había convertido en una rígida línea.

– No sé si me cae bien o no -prosiguió Armanskij-. Pero la verdad es que también se preocupa por ti. El pasado otoño me encontré con él. Tampoco quiso contarme nada de Hedestad.

Lisbeth Salander no tenía ganas de hablar de Mikael Blomkvist.

– Sólo me he acercado a saludarte y decirte que he vuelto a la ciudad. No sé si me quedaré. Si necesitas contactar conmigo, aquí tienes mi número de móvil y mi nueva dirección de correo electrónico.

Le dio un papelito y se levantó. Él lo cogió. Lisbeth se encontraba ya en la puerta cuando Armanskij la llamó:

– Lisbeth, espera un segundo. ¿Qué vas a hacer?

– Voy a ir a visitar a Holger Palmgren.

– Ya. Me refiero a… ¿en qué vas a trabajar?

Ella lo contempló pensativa.

– No lo sé.

– De algo tendrás que vivir.

– Ya te he dicho que tengo dinero.

Meditabundo, Armanskij se reclinó en la silla. Con Lisbeth Salander uno nunca sabía muy bien cómo interpretar las palabras.

– He estado tan enfadado con tu desaparición que ya casi había decidido no volver a contratarte jamás. -Hizo una mueca-. Resultas muy poco fiable. Pero eres una investigadora condenadamente buena. Tal vez tenga algo que te interese.

Ella negó con la cabeza. Pero se acercó a su mesa.

– No quiero que me des trabajo. Mejor dicho. No necesito dinero. Lo digo en serio. Soy económicamente independiente.

Dragan Armanskij frunció el ceño con un gesto de perplejidad. Al final, asintió.

– De acuerdo. Eres económicamente independiente, signifique eso lo que signifique. Te creo. Pero si necesitas un trabajo…

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