– Dragan, tú eres la segunda persona a la que visito desde que regresé. No necesito tu dinero. Pero durante muchos años tú has sido una de las pocas personas a las que he respetado.
– Vale. Pero todo el mundo ha de vivir de algo.
– Lo siento, pero ya no me interesa hacer investigaciones personales para ti. Llámame si te encuentras con un problema de verdad.
– ¿Qué tipo de problema?
– Esos que no consigues resolver. Si te metes en un callejón sin salida y no sabes qué hacer. Si voy a trabajar para ti, tienes que ofrecerme algo que me interese. Tal vez en la parte operativa.
– ¿En la parte operativa? ¿Tú, que desapareces sin dejar rastro cuando te conviene?
– Y una mierda. Nunca jamás he abandonado un encargo que haya aceptado.
Dragan Armanskij se la quedó mirando, desarmado. El concepto de «unidad operativa» pertenecía a su jerga, se refería al trabajo de campo. Podía tratarse de cualquier cosa: desde solicitar guardaespaldas hasta realizar operaciones especiales de vigilancia en exposiciones de arte. Su personal operativo lo componía una serie de veteranos seguros y estables que a menudo habían pertenecido a la policía. Además, el noventa por ciento de ellos eran hombres. Lisbeth Salander era todo lo opuesto a los criterios establecidos por Dragan para el personal de las unidades operativas de Milton Security.
– No sé… -dijo dubitativamente.
– No te esfuerces. Sólo aceptaré trabajos que me interesen, así que el riesgo de que te diga que no es grande. Llámame si te enfrentas a un problema realmente complicado. Soy buena resolviendo enigmas.
Dio media vuelta y desapareció. Dragan Armanskijmovía negativamente la cabeza. «Esta chalada. No cabe duda. Está chalada.»
Un segundo después Lisbeth Salander apareció de nuevo por la puerta.
– Por cierto… Tienes a dos tíos que llevan un mes protegiendo a la actriz Christine Rutherford de ese loco que le manda anónimas cartas de amenaza. Pensáis que el autor es alguien cercano porque conoce muchos detalles de su vida.
Dragan Armanskij se quedó mirando fijamente a Lisbeth Salander. Una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo. «Lo ha vuelto a hacer. Te suelta unas frases sobre un tema del que es imposible que sepa ni una pizca y…» No puede saber nada.
– Olvídalo. Es un montaje. Son ella misma y su novio los que han escrito las cartas para llamar la atención. Dentro de unos días recibirá otra y la próxima semana lo filtrarán a los medios de comunicación. El riesgo de que se acuse a Milton de filtración es grande. Bórrala de la lista de clientes.
Antes de que a Armanskij le diera tiempo a decir nada, Lisbeth desapareció. El se quedó mirando el hueco de la puerta. No era lógico que supiera esas cosas del caso. «Debe de tener un insider en Milton que le filtra información y la mantiene al día.» Pero tan sólo unas cuatro o cinco personas de la empresa conocían el tema: Armanskij, el jefe operativo y los dos o tres investigadores que se ocupaban de las amenazas… y eran probados y fiables profesionales. Armanskij se frotó la barbilla.
Bajó la mirada. La carpeta del caso Rutherford estaba bajo llave en el cajón de su mesa. El despacho tenía una alarma conectada. Volvió a mirar de reojo el reloj y constató que Harry Fransson, el jefe del departamento técnico, ya se había ido. Entró en su correo electrónico y le envió un mensaje a Fransson en el que le pedía que subiera a verlo al día siguiente para instalar una cámara oculta de vigilancia.
Lisbeth Salander volvió derecha a su casa de Mosebacke. Apresuró el paso con la sensación de que el tiempo apremiaba.
Llamó a Södersjukhuset y, tras dar la tabarra un rato en unas cuantas centralitas del hospital, consiguió localizar a Holger Palmgren. Hacía catorce meses que se encontraba en la residencia de rehabilitación de Erstaviken, en Älta. De inmediato, Äppelviken acudió a su mente. Al llamar le dijeron que estaba durmiendo pero que lo podría visitar al día siguiente.
Lisbeth pasó la noche en su piso, deambulando de un lado para otro. Se sentía incómoda. Se acostó temprano y se durmió casi en seguida. Se despertó a las siete, se duchó y desayunó en el 7-Eleven. A eso de las ocho se acercó hasta la oficina de alquiler de coches de Ringvägen. «Tengo que comprarme un coche.» Alquiló el mismo Nissan Miera que había cogido un par de semanas antes para ir a Äppelviken.
Nada más aparcar delante de la residencia la invadió un repentino nerviosismo, pero hizo de tripas corazón y entró. Se acercó a la recepción y solicitó ver a Holger Palmgren.
Una mujer llamada Margit, según rezaba en su placa identificativa, consultó sus papeles y le comentó que se hallaba en fisioterapia y que no estaría disponible hasta después de las once. Lisbeth podía esperar en la sala de espera o volver más tarde. Se dirigió al aparcamiento, se sentó en el coche y se fumó tres cigarrillos mientras esperaba. A las once regresó a la recepción. Le dijeron cómo llegar al comedor: cogiendo el pasillo de la derecha hasta el final y luego girando a la izquierda.
Se detuvo en la entrada y descubrió a Holger Palmgren en un comedor medio vacío. Se encontraba sentado de frente respecto a ella, concentrado en un plato. Sostenía torpemente el tenedor con toda la mano e intentaba, con gran esfuerzo, llevarse la comida a la boca. Aproximadamente una de cada tres veces fracasaba en su intento y la comida se le caía del tenedor.
Se le veía hundido y parecía tener cien años. Su rostro estaba extrañamente rígido. Se hallaba en una silla de ruedas. Fue entonces cuando Lisbeth Salander asimiló que, efectivamente, estaba vivo y cuando constató que Armanskij no le había mentido.
Holger Palmgren juró en silencio mientras por tercera vez intentó coger un poco de pastel de macarrones con el tenedor. Aceptaba que no podía andar bien y que había otras cosas que tampoco era capaz de hacer. Pero odiaba no poder comer en condiciones, y que a veces babeara, como un bebé.
Mentalmente sabía a la perfección cómo hacerlo. Bajar el tenedor con el ángulo apropiado, empujar, levantarlo y llevárselo a la boca. Pero había algún problema con la coordinación. La mano parecía tener vida propia: cuando daba la orden para elevarla, ésta se desplazaba lentamente a un lado; cuando la dirigía hacia la boca, cambiaba de dirección en el último momento y se iba hacia la mejilla o la barbilla.
Pero también sabía que la rehabilitación daba resultado. Apenas seis meses antes la mano le temblaba tanto que no podía llevarse a la boca ni un solo bocado. Ahora es cierto que las comidas le llevaban su tiempo, pero, por lo menos, comía sin ayuda. No pensaba rendirse hasta que volviera a recuperar el completo control de sus miembros.
Estaba bajando el tenedor para coger más comida cuando una mano apareció por detrás y se lo quitó suavemente. Vio cómo la mano pinchaba un poco de pastel de macarrones y lo levantaba. Inmediatamente reconoció aquella delgada mano de muñeca, giró la cabeza y se encontró con los ojos de Lisbeth Salander a menos de diez centímetros de su cara. Su mirada se mantenía a la expectativa. Parecía angustiada.
Durante un largo rato, Palmgren permaneció inmóvil contemplando su rostro. De repente el corazón le empezó a palpitar de una manera absurda. Luego abrió la boca y aceptó la comida.
Le dio de comer bocado a bocado. Por lo general, Palmgren odiaba que lo ayudaran en el comedor, pero entendió que Lisbeth Salander necesitaba hacerlo. No es que él fuera un desvalido vegetal. Ella le daba de comer como un gesto de humildad: un sentimiento sumamente raro, tratándose de ella. Le preparaba porciones de un tamaño adecuado y esperaba a que terminara de masticar. Cuando él le señaló un vaso de leche que tenía una pajita, ella se lo sostuvo para que pudiera beber.
No intercambiaron palabra durante toda la comida. En cuanto él tragó el último bocado, ella soltó el tenedor y lo interrogó con la mirada. Él negó con la cabeza. «No, no quiero más.»