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Lisbeth asimiló la información. Luego se encogió de hombros y descargó el correo de Mikael Blomkvist, el manuscrito del libro de Dag Svensson, cuyo título provisional era Las sanguijuelas y su subtítulo Los pilares sociales de la industria de las putas. También encontró una copia de una tesis doctoral titulada From Russia with Love, escrita por una mujer llamada Mia Bergman.

Se desconectó, se dirigió a la cocina y conectó la cafetera eléctrica. Luego se sentó en el nuevo sofá del salón con su PowerBook. Abrió la pitillera que le había regalado Mimmi y encendió un Marlboro Light. El resto de la noche lo pasó leyendo.

A las nueve ya había terminado de leer la tesis de Mia Bergman. Pensativa, se mordió el labio.

A las diez y media ya había leído el libro de Dag Svensson. Se dio cuenta de que, dentro de poco, Millennium volvería a contar con buenos titulares.

A eso de las once y media estaba llegando al final de los correos de Mikael Blomkvist cuando, de repente, se incorporó y abrió los ojos de par en par.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Se trataba de un correo de Dag Svensson a Mikael Blomkvist.

Svensson mencionaba que estaba dándole vueltas a la posibilidad de que un tal Zala, un gánster de un país del Este, constituyera un capítulo propio, pero era consciente de que faltaba poco tiempo para la fecha de entrega. Mikael no había contestado.

«Zala.»

Petrificada, Lisbeth se quedó pensando hasta que apareció el salvapantallas.

Dag Svensson dejó de lado su cuaderno y se rascó la cabeza. Meditabundo, contempló la única palabra escrita en la parte superior de la página. Cuatro letras. «Zala.»

Desconcertado, se pasó tres minutos dibujando una serie de círculos concéntricos alrededor del nombre. Luego se levantó y fue a la pequeña cocina a por una taza de café. Miró de reojo su reloj y constató que ya era hora de irse a casa a descansar, pero había descubierto que se encontraba a gusto en la redacción de Millennium, trabajando hasta altas horas de la noche en medio de aquel silencio y aquella quietud. La fecha límite se iba acercando implacablemente. Controlaba el manuscrito, pero por primera vez desde que había empezado el proyecto le asaltó una leve duda. Se preguntaba si no se le habría pasado un importante detalle.

Zala.

Hasta ese momento, se había mostrado impaciente por terminar el manuscrito y publicar el libro. Ahora, de repente, deseaba tener más tiempo.

Reflexionó sobre el informe de la autopsia que el inspector Gulbrandsen le había dejado leer. Irina P. fue encontrada en el canal de Södertälje. Había sido objeto de una extrema violencia y presentaba contusiones en la cara y el tórax. La muerte se produjo por rotura del cuello pero, como mínimo, dos de sus otras lesiones también eran letales. Tenía seis costillas rotas y el pulmón izquierdo perforado. El bazo estaba destrozado como consecuencia de una grave contusión. Los daños eran difíciles de interpretar. El médico forense había lanzado la teoría de que habían usado una maza de madera envuelta en tela. No se podía explicar qué motivos tendría el asesino para envolver una maza de madera en una tela, pero las contusiones no coincidían con ninguna de las características de las armas habituales.

El crimen seguía sin resolverse y, a Guldbrandsen, las posibilidades de hacerlo no se le antojaban muy elevadas.

En el material reunido por Mia Bergman a lo largo de los últimos años, el nombre de Zala aparecía en cuatro ocasiones, pero siempre manteniéndose al margen, como un escurridizo fantasma. Nadie sabía quién era, ni siquiera si existía. Algunas de las chicas habían hablado de él como una amenaza no definida que constituía un peligro para las desobedientes. Había dedicado una semana a averiguar más sobre Zala preguntando a policías, periodistas y otras fuentes relacionadas con el comercio sexual.

Había vuelto a contactar con el periodista Per-Åke Sandström, al que pensaba denunciar despiadadamente en el libro. A esas alturas, Sandström ya había empezado a darse cuenta de la gravedad de la situación. Le suplicó a Dag Svensson que tuviera compasión. Le ofreció dinero. Dag Svensson no tenía intención alguna de renunciar a ponerlo en evidencia. En cambio, usó su poder para presionar a Sandström y obtener información sobre Zala.

El resultado fue decepcionante. Sandström era un cabrón corrupto que había hecho de chico de los recados para la mafia del sexo. No conocía a Zala, pero había hablado con él por teléfono y sabía que existía. Quizá. No, no tenía un número de teléfono. No, no podía revelar quién estableció el contacto.Súbitamente, Dag Svensson comprendió que Per-Åke Sandström tenía miedo. Un miedo que iba más allá de la amenaza de ser expuesto al escarnio público. Temía por su vida. ¿Por qué?

Capítulo 1 0 Lunes, 14 de marzo – Domingo, 20 de marzo

Acudir en transporte público hasta el centro de rehabilitación de Erstaviken para visitar a Holger Palmgren suponía mucho tiempo, y alquilar un vehículo para cada visita resultaba un engorro. A mediados de marzo, Lisbeth Salander decidió comprarse un coche, pero antes debía conseguir una plaza de aparcamiento, cosa que constituía un problema bastante más gordo aún.

Ya tenía una en su casa de Mosebacke, pero no quería que pudieran vincular el coche al edificio de Fiskargatan. Sin embargo, hacía ya muchos años que se había apuntado en la lista de la que fuera su antigua comunidad de vecinos de Lundagatan para obtener otra plaza de garaje en el edificio. Llamó para saber en qué posición se encontraba y le comunicaron que estaba en primer lugar. No sólo eso: a principios del mes que viene quedaría una plaza libre. Suerte. Llamó a Mimmi y le pidió que firmara cuanto antes el contrato. Al día siguiente empezó a mirar coches.

Tenía suficiente dinero para comprarse un Rolls Royce o un Ferrari de exclusivo color mandarina, pero no le interesaba lo más mínimo ser propietaria de nada llamativo. Así que visitó dos concesionarios de la zona de Nacka y se fijó en un Honda automático de cuatro años de color burdeos. Para desesperación del vendedor, se pasó una hora examinando todos y cada uno de los detalles del motor. Por pura cuestión de principios, negoció el precio y consiguió que se lo rebajaran un par de miles de coronas, tras lo cual pagó al contado.

Luego condujo el Honda hasta Lundagatan, llamó a casa de Mimmi y le dejó una copia de las llaves. Sí, claro: Mimmi podría coger el coche cuando quisiera. Faltaría más. Tan sólo debía comunicárselo con antelación. Como la plaza de garaje no estaría libre hasta principios de mes, lo aparcaron, mientras tanto, en la calle.

Mimmi se encontraba a punto de salir; había quedado para ir al cine con una amiga de la que Lisbeth nunca había oído hablar. Como iba maquillada de lo más vulgar, enfundada en algo asqueroso y con una especie de collar de perro alrededor del cuello, Lisbeth supuso que se trataba de alguno de los ligues de Mimmi, de modo que cuando ésta le preguntó si quería acompañarlas, rechazó la oferta. No le apetecía lo más mínimo acabar haciendo un trío con Mimmi y una de sus patilargas amigas, quien, sin duda, sería supersexy pero la haría sentirse como una gilipollas. Sin embargo, Lisbeth tenía que comprar una cosa en el centro, así que viajaron juntas en el metro hasta Hötorget, donde se despidieron.

Lisbeth se fue andando hasta el OnOff de Sveavägen y consiguió colarse por la puerta justo dos minutos antes de que cerraran. Compró un cartucho de toner para su impresora láser y pidió que se lo dieran sin caja para que le cupiera en la mochila.

Al salir de la tienda le entró hambre y sed. Paseó hasta Stureplan donde, por pura casualidad, optó por el Café Hedon, un sitio que nunca antes había visitado ni del que ni siquiera había oído hablar. Inmediatamente reconoció por detrás, en diagonal, al abogado Nils Bjurman. Se detuvo en seco y se dio la vuelta en la misma puerta. Se situó junto al ventanal que daba a la calle y estiró el cuello con el fin de observar a su administrador, oculta por un mostrador.

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