– Su nuevo administrador se llama Nils Bjurman.
– No lo conozco. Palmgren sufrió una hemorragia cerebral hará un par de años. Poco tiempo después, Lisbeth Salander redujo el número de trabajos que realizaba para mí. El último fue en octubre, hace ahora año y medio.
– ¿Por qué dejó de darle trabajos?
– No fue decisión mía. Fue ella quien rompió la relación y se marchó al extranjero sin decir una palabra.
– ¿Se marchó al extranjero?
– Se pasó fuera más de un año.
– No puede ser. El abogado Bjurman estuvo enviando sus informes mensuales durante todo el año. Tenemos copias en Kungsholmen.
Armanskij se encogió de hombros y esbozó una ligera sonrisa.
– ¿Cuándo la vio la última vez?
– Hará unos dos meses, a principios de febrero. Apareció de la nada. Vino a hacerme una visita de cortesía. Yo llevaba un año sin saber nada de ella. Se lo pasó en el extranjero viajando por Asia y el Caribe.
– Perdóneme, pero me deja desconcertado. Cuando llegué aquí tenía la impresión de que Lisbeth Salander era una chica psíquicamente enferma que ni siquiera había obtenido el certificado escolar y que estaba bajo la tutela de un administrador. Y ahora va y me dice que la contrató como investigadora altamente cualificada, que tiene su propia empresa y que ganó el suficiente dinero como para cogerse un año sabático y viajar alrededor del mundo. Y todo esto sin que su administrador dé la alarma. Aquí hay algo que no cuadra.
– Hay muchas cosas que no cuadran cuando se trata de Lisbeth Salander.
– Puedo preguntarle… ¿qué opina usted de ella?
Armanskij meditó un momento la respuesta.
– Sin duda es una de las personas con más carácter que he conocido en mi vida. Te saca de quicio -acabó respondiendo.
– ¿Carácter?
– No hace absolutamente nada que no le apetezca hacer. No se preocupa lo más mínimo de lo que los demás piensen de ella. Es muy competente, extraordinariamente. Y no es, en absoluto, como los demás.
– ¿Está loca?
– ¿Qué entiende usted por locura?
– ¿Es capaz de asesinar a dos personas a sangre fría?
Armanskij guardó silencio durante un largo instante.
– Lo siento -se excusó finalmente-. No puedo contestarle a esa pregunta. Soy un cínico. Yo creo que todas las personas tenemos una fuerza interior que nos puede hacer matar a otras personas. Por desesperación o por odio o, por lo menos, en defensa propia.
– ¿Quiere decir que no excluye la posibilidad?
– Lisbeth Salander no hace nada sin motivo. Si ha asesinado a alguien, es que ha considerado que tenía una buena razón para hacerlo. ¿Puedo preguntarle… en qué se basan las sospechas de que ella está involucrada en los asesinatos de Enskede?
Bublanski dudó un momento. Su mirada se cruzó con la de Armanskij.
– Esto es confidencial.
– Por supuesto.
– El arma homicida pertenece a su administrador. Pero sus huellas están allí.
Armanskij apretó los dientes. Eso era un agravante.
– Tan sólo he oído hablar de los asesinatos en la radio, concretamente en Ekot. ¿De qué se trata? ¿Drogas?
– ¿Anda metida en drogas?
– Que yo sepa, no. Pero como ya le he comentado, tuvo una adolescencia conflictiva y fue detenida por embriaguez en un par de ocasiones. Supongo que en su historial constará si también consume drogas.
– El problema es que ignoramos el móvil de los asesinatos. Se trataba de una pareja completamente normal. Ella era criminóloga y estaba a punto de defender su tesis doctoral. Él era periodista. Dag Svensson y Mia Bergman. ¿Le suenan?
Armanskij negó con la cabeza.
– Intentamos entender qué conexión puede existir entre ellos y Lisbeth Salander.
– Nunca he oído hablar de ellos.
Bublanski se levantó.
– Gracias por dedicarme su tiempo. Ha sido una conversación realmente provechosa. No sé si me ha ayudado a aclararme las ideas, pero espero que todo esto quede entre nosotros.
– Descuide.
– Volveré a ponerme en contacto con usted si fuera necesario. Y, por supuesto, si supiera algo de Lisbeth Salander…
– Claro -contestó Dragan Armanskij.
Se dieron la mano. Bublanski había llegado a la puerta cuando se detuvo y se volvió hacia Armanskij.
– ¿Por casualidad no sabrá algo sobre las personas con las que solía relacionarse Lisbeth Salander? Amigos, conocidos…
Armanskij negó con la cabeza.
– No sé absolutamente nada de su vida privada. Una de las pocas personas que significan algo para ella es Holger Palmgren. Seguro que ha contactado con él. Está en una residencia de Ersta.
– ¿Nunca recibió visitas mientras trabajaba aquí?
– No. Trabajaba desde casa y venía aquí más que nada para entregar algún informe. Con pocas excepciones ni siquiera veía a los clientes. A no ser que…
De repente a Armanskij se le ocurrió una idea.
– ¿Qué?
– Tal vez exista otra persona con la que es posible que se haya puesto en contacto. Un periodista con el que se relacionó hace dos años y que la ha estado buscando mientras ella se encontraba en el extranjero.
– ¿Periodista?
– Su nombre es Mikael Blomkvist. ¿Se acuerda del caso Wennerström?
Bublanski soltó la manilla de la puerta y regresó lentamente a la mesa de Dragan Armanskij.
– Fue Mikael Blomkvist quien encontró a la pareja en Enskede. Acaba de establecer una conexión entre Salander y las víctimas.
Armanskij sintió en su estómago todo el peso del bloque de cemento.
Capítulo 14 Jueves de Pascua, 24 de marzo
En tan sólo media hora, Sonja Modig intentó contactar tres veces por teléfono con el abogado Nils Bjurman. En cada ocasión le saltó el aviso de que el abonado de ese número no se encontraba disponible.
A eso de las tres y media, se puso al volante, se dirigió a Odenplan y llamó a su puerta. El resultado fue tan desmoralizador como el de esa misma mañana. Dedicó los siguientes veinte minutos a ir, puerta a puerta, preguntando a los vecinos de la escalera si alguno de ellos conocía el paradero de Bjurman.
En once de los diecinueve pisos donde lo intentó no había nadie. Consultó el reloj. Naturalmente, no era la hora más adecuada del día para encontrar a la gente en su domicilio. Y con toda seguridad no iba a resultar más fácil durante el resto de los días de Pascua. En las ocho casas en las que le abrieron, todo el mundo se mostró muy servicial. Cinco de las personas sabían quién era Bjurman: un caballero educado y sofisticado de la cuarta planta. Pero ninguna de ellas pudo informar sobre su paradero. Finalmente, consiguió averiguar que Bjurman tal vez se relacionara en privado con uno de sus vecinos más cercanos, un hombre de negocios llamado Sjöman. Sin embargo, cuando tocó el timbre nadie salió a abrir.
Frustrada, Sonja Modig cogió el teléfono y volvió a llamar al contestador de Bjurman. Se presentó, le dejó el número de su móvil y le pidió que se pusiera en contacto con ella inmediatamente.
Regresó a la puerta de Bjurman, abrió su cuaderno y escribió una nota en la que le pedía que la telefoneara. Adjuntó su tarjeta de visita y lo metió todo por la trampilla del buzón de la puerta. En el mismo momento en que iba a soltarla, oyó sonar el teléfono dentro de la casa. Se inclinó hacia delante y escuchó atentamente mientras sonaban cuatro timbrazos. Oyó el clic del contestador, pero no pudo percibir si dejaban algún mensaje.
Cerró el buzón y se quedó mirando fijamente la puerta. No sabría explicar el impulso que la llevó a extender la mano y comprobar la manivela pero, para su gran asombro, descubrió que la puerta no tenía la llave echada. La empujó y se asomó a la entrada.
– ¿Hay alguien? -gritó prudentemente. Se quedó escuchando. No oyó nada.
Dio un paso, entró, dudó y se detuvo. Lo que acababa de hacer tal vez se pudiera considerar allanamiento de morada. No poseía orden de registro y tampoco, aunque la llave no estuviera echada, ningún derecho a encontrarse dentro de la casa del abogado Bjurman. Miró de reojo a la izquierda y vio parte de un salón. Ya se había decidido a abandonar el piso cuando depositó la mirada en una cómoda que había en la entrada. Sobre ella descansaba la caja de un revólver de la marca Colt Magnum.