En 1987 fue condenado a pagar una multa y a un mes de cárcel por robar un coche, conducir en estado de embriaguez y por receptación. Al año siguiente, lo multaron por tenencia ilícita de armas. En 1990 se le condenó por atentar contra la moral pública; sin embargo, en el registro criminal no se especificaba la naturaleza del delito. En 1991 lo procesaron por amenazas, pero resultó absuelto. También en ese mismo año se le impuso una multa y una pena de prisión condicional por contrabando de alcohol. En 1992 estuvo encarcelado tres meses por maltratar a su novia, así como por amenazas contra la hermana de ésta. Luego, se portó bien hasta 1997, año en el que fue condenado por receptación y malos tratos graves. Eso le costó diez meses de cárcel.
Su hermano menor, Harry Ranta, siguió sus pasos y llegó a Suecia en 1982. Consiguió un empleo en un almacén en el que trabajó durante la década de los ochenta. Los datos que existían de él en el registro criminal daban fe de tres condenas. La primera, de 1990, fue motivada por un fraude a una compañía de seguros. A ésta le siguió, en 1992, otra por malos tratos graves, receptación, robo, robo grave y violación. Dos años de prisión. Fue extraditado a Finlandia, pero regresó a Suecia en 1996, año en que lo condenaron de nuevo, pero esta vez tan sólo a diez meses de cárcel por malos tratos graves y violación. Recurrió la sentencia y el Tribunal de Segunda Instancia se dejó convencer por los argumentos de la defensa y lo absolvió del cargo de violación. Sí se mantuvo, no obstante, la sentencia por malos tratos, de modo que cumplió seis meses de prisión. En 2000, Harry Ranta tue nuevamente denunciado por amenazas y violación. Sin embargo, la denuncia se retiró y el caso quedó archivado.
Lisbeth rastreó sus direcciones y se enteró de que Atho Ranta vivía en Norsborg, mientras que Harry Ranta tenía su domicilio en Alby.
Paolo Roberto estaba de lo más frustrado cuando, por enésima vez, marcó el número de Miriam Wu y sólo obtuvo el consabido mensaje de que el abonado no se encontraba disponible. Desde que Mikael le encomendara la tarea de encontrarla, había pasado por Lundagatan varias veces al día. La puerta de su casa permanecía cerrada.
De reojo, miró el reloj. Eran poco más de las ocho de la tarde del martes. «Joder, alguna vez tendrá que volver a casa.» Comprendía por qué Miriam Wu se mantenía oculta, pero lo peor de la avalancha mediática ya había pasado. Decidió que -en vez de pasarse el día yendo y viniendo- lo mejor sería instalarse delante de su puerta, por si aparecía, aunque sólo fuese para recoger ropa o por cualquier otro motivo. Llenó un termo con café y se preparó unos sándwiches. Antes de abandonar su casa, se santiguó ante el crucifijo y la Virgen.
Aparcó el coche a unos treinta metros del portal de Lundagatan y echó el asiento hacia atrás a fin de contar con más espacio para las piernas. Puso la radio a bajo volumen y pegó con celo una foto de Miriam Wu que había recortado de un periódico. Estaba buenísima. Contempló pacientemente a las pocas personas que pasaron por allí. Miriam Wu no era ninguna de ellas.
La llamó cada diez minutos. Desistió a eso de las nueve, cuando su móvil empezó a emitir un pitido indicándole que estaba a punto de quedarse sin batería.
Ese martes, Per-Åke Sandström permaneció en un estado que podría describirse como de apatía. Había pasado la noche en el sofá del salón, incapaz de irse a la cama e incapaz de controlar los súbitos ataques de llanto que le asaltaron a intervalos regulares. Por la mañana bajó al Systembolaget de Solna Centrum, compró una botella mediana de aguardiente Skåne, y luego regresó a su sofá, donde consumió más o menos la mitad del contenido.
Hasta la noche no llegó a tomar conciencia de su estado. Fue entonces cuando se puso a pensar qué hacer. Ojalá no hubiese oído hablar nunca de los hermanos Atho y Harry Ranta ni de sus putas. No le entraba en la cabeza cómo podía haber sido tan idiota para dejarse engañar e ir al piso de Norsborg, donde Atho amarró a Ines Hammujärvi -de diecisiete años y bajo los efectos de las drogas- con las piernas separadas y lo desafió a ver quién tenía más cojones. Se turnaron y él ganó la apuesta. A lo largo de la noche, consiguió llevar a cabo hazañas sexuales de todo tipo.
En un momento dado, Ines Hammujärvi volvió en sí y empezó a protestar. Entonces, Atho se pasó media hora dándole una paliza y obligándola a beber hasta que la apaciguó a su gusto. Después, Atho invitó a Per-Åke a continuar con su actividad.
«Maldita puta.»
Joder, qué idiota fue.
No podía esperar clemencia por parte de Millennium. Vivían de ese tipo de escándalos.
Esa loca de Salander le daba un miedo atroz. Por no hablar del monstruo rubio. No podía acudir a la policía.
No podía arreglárselas solo. Creer que los problemas iban a desaparecer por sí mismos era una ilusión.
Sólo le quedaba una alternativa de la que poder esperar una pizca de simpatía y, posiblemente, algún tipo de solución. Se dio cuenta de que suponía agarrarse a un clavo ardiendo.
Pero era su única alternativa.
Por la tarde, se armó de valor y llamó al móvil de Harry Ranta. No obtuvo respuesta. Siguió intentándolo hasta que, a las diez de la noche, se rindió. Después de haber reflexionado un buen rato sobre el tema -y haberse envalentonado con el resto del aguardiente-, llamó a Atho Ranta. Se puso Silvia, su novia. Le dijo que los hermanos Ranta estaban en Tallin de vacaciones. No, Silvia no sabía cómo contactar con ellos. No, tampoco tenía idea de cuándo pensaban regresar. Se quedarían en Estonia un tiempo indefinido.
Silvia dio la impresión de alegrarse.
Per-Åke Sandström se dejó caer en el sofá del salón. No sabía muy bien si se sentía abatido o aliviado por el hecho de que Atho Ranta no se hallara en casa y de que, por consiguiente, no tuviera que explicárselo todo. Sin embargo, el mensaje que se leía entre líneas había quedado clarísimo; los hermanos Ranta, por las razones que fueran, habían llamado la atención y habían decidido tomarse unas vacaciones indefinidas. Algo que no contribuyó a calmar a Per-Åke Sandström.
Capítulo 25 Martes, 5 de abril – Miércoles, 6 de abril
Paolo Roberto no se había quedado dormido, pero estaba tan absorto en sus pensamientos que tardó un rato en descubrir a la mujer que llegó paseando desde la iglesia de Högalid a eso de las once de la noche. La vio por el retrovisor. Hasta que ella no pasó bajo una farola, a unos setenta metros a sus espaldas, él no volvió bruscamente la cabeza. Reconoció de inmediato a Miriam Wu.
Se incorporó en el asiento. Su primer impulso fue bajar del coche. Luego se dio cuenta de que de esa manera la podría asustar y de que era mejor esperar hasta que ella llegara al portal.
En el mismo instante en que tomó esa decisión, vio una furgoneta oscura acercarse desde abajo y frenar a la altura de Miriam Wu. Paolo Roberto contempló, estupefacto, cómo un hombre -una bestia rubia de un descomunal tamaño- salió de un salto de entre las puertas corredizas y agarró a Miriam Wu. Como era lógico, la cogió desprevenida. Ella intentó soltarse alejándose unos cuantos pasos, pero el gigante rubio la tenía bien agarrada de la muñeca.
Paolo Roberto observó, boquiabierto, cómo la pierna de Miriam Wu se elevaba en el aire trazando un rápido arco. «Es verdad, hace kick-boxing.» Una patada impactó en la cabeza del gigante rubio. El golpe no pareció afectarle lo más mínimo. Levantó la mano como si nada y le dio un tortazo a Miriam Wu. Paolo Roberto lo oyó a sesenta metros de distancia. Miriam Wu cayó fulminada, como si hubiese sido alcanzada por un rayo. El gigante rubio se agachó, la recogió del suelo con una mano y, prácticamente, la lanzó al interior del vehículo. Fue entonces cuando Paolo Roberto cerró la boca y reaccionó. De un tirón, abrió la puerta del coche y echó a correr en dirección a la furgoneta.