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– Atho me empezó a dar la tabarra. Harry me advirtió que Atho se estaba cabreando conmigo y que no sabía lo que iba a ocurrir. Al final accedí a quedar con él. Fue en agosto, el año pasado. Fui con Harry hasta Norsborg…

Su boca siguió moviéndose pero las palabras desaparecieron. Lisbeth Salander entornó los ojos. Él recuperó la voz.

– Atho estaba como poseído. Es un bruto, no te lo puedes ni imaginar… Me dijo que era demasiado tarde para abandonar y que si no hacía lo que me ordenaban, no viviría para contarlo. Y que me harían una demostración.

– ¿Y?

– Me obligaron a acompañarlos. Fuimos hacia Södertälje. Atho me ordenó que me pusiera una capucha. En realidad, era una bolsa que sujetó con una cuerda sobre los ojos. Yo estaba aterrorizado.

– Así que te fuiste con ellos con una bolsa en la cabeza. ¿Qué ocurrió después?

– El coche se detuvo. No sabía dónde nos encontrábamos.

– ¿Cuándo te pusieron la bolsa?

– Poco antes de Södertälje.

– ¿Y cuánto tiempo tardasteis en llegar?

– Tal vez… unos treinta minutos. Me sacaron del coche. Era una especie de almacén.

– ¿Y luego qué sucedió?

– Harry y Atho me obligaron a entrar. Dentro había mucha luz. Lo primero que vi fue a un pobre tipo tumbado sobre el suelo de cemento. Estaba atado. Le habían dado una paliza.

– ¿Quién era?

– Kenneth Gustafsson, pero de eso me enteré más tarde. Nunca me dijeron cómo se llamaba.

– ¿Y qué pasó?

– Allí había un hombre. El hombre más grande que he visto en mi vida. Era enorme. Todo músculos.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era rubio. Parecía el mismísimo diablo.

– ¿Y su nombre?

– Nunca me lo dijo.

– De acuerdo. Un gigante rubio. ¿Quién más había allí?

– Otro hombre. Tenía cara de haber llevado muy mala vida. Rubio. Con coleta.

«Magge Lundin.»

– ¿Alguien más?

– No, sólo Harry, Atho y yo.

– Continúa.

– El rubio, o sea, el gigante, me acercó una silla. No me dijo ni una palabra. El que hablaba allí era Atho. Me explicó que el tío del suelo era un chivato. Quería que yo supiera lo que les pasaba a los tipos que daban problemas.

Per-Åke Sandström empezó a llorar desenfrenadamente.

– Venga, sigue -insistió Salander.

– El rubio levantó al tipo del suelo y lo sentó en otra silla, frente a mí. Estábamos a un metro el uno del otro. Lo miré a los ojos. El gigante se colocó detrás de él, le puso las manos alrededor del cuello y lo… lo…

– ¿Lo estranguló? -preguntó Lisbeth, completando su frase.

– Sí… no… lo mató «estrujándolo». Creo que le rompió el cuello con las manos. Oí cómo crujió. Murió ante mis ojos.

Per-Åke Sandström se balanceó en la cuerda. Las lágrimas brotaban sin cesar. Nunca se lo había contado a nadie. Lisbeth le concedió un minuto para que se calmara.

– ¿Y luego?

– El otro hombre, el de la coleta, arrancó una moto-sierra y le cortó la cabeza y las manos. Cuando terminó, el gigante se me acercó y me puso las manos en el cuello. Intenté soltarme. Usé todas mis fuerzas, pero no conseguí moverlas ni un milímetro. No apretó, sólo las mantuvo allí un rato, que se me hizo eterno. Y mientras tanto, Atho cogió su móvil e hizo una llamada. Habló en ruso. Después, de pronto, dijo que Zala quería hablar conmigo, y me colocó el teléfono en la oreja.

– ¿Y qué te dijo Zala?

– Tan sólo que esperaba de mí que hiciera el favor que Atho me había pedido. Me preguntó si todavía quería abandonar. Le prometí que iría a Tallin y que traería el coche con las anfetaminas. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Lisbeth guardó silencio durante un buen rato. Pensativa, contempló al periodista que ahora se hallaba ante ella colgado de una cuerda y sorbiéndose los mocos.

– Describe su voz.

– No… no sé. Sonaba completamente normal.

– ¿Voz grave, voz aguda?

– Grave. Normal. Áspera.

– ¿En qué lengua hablasteis?

– En sueco.

– ¿Tenía acento?

– Sí… un poco. Pero hablaba sueco muy bien. Atho y él hablaron en ruso.

– ¿Tú sabes ruso?

– Algo. Lo justo. No muy fluido.

– ¿Qué le dijo Atho?

– Tan sólo que la demostración había acabado. Nada más.

– ¿Le has contado esto a alguien?

– No.

– ¿Ni a Dag Svensson?

– No… No.

– Dag Svensson fue a verte.

Sandström asintió con la cabeza.

– No he oído nada.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Sabía que yo tenía… a las putas.

– ¿Qué te preguntó?

– Quería saber…

– ¿Sí?

– Zala. Preguntó sobre Zala. En su segunda visita.

– ¿Su segunda visita?

– Vino a verme dos semanas antes de morir. Esa fue la primera vez. Luego volvió dos días antes de que tú… de que él…

– ¿De que yo le pegara un tiro?

– Eso es.

– ¿Y te preguntó sobre Zala?

– Sí.

– ¿Qué le dijiste?

– Nada. No pude. Admití que había hablado con él por teléfono. Eso fue todo. No le conté lo del tipo rubio ni lo que hicieron con Gustafsson.

– De acuerdo. ¿Y qué te preguntó exactamente Dag Svensson?

– Yo… él sólo quería saber cosas sobre Zala. Nada más.

– ¿Y no le contaste nada?

– Nada de valor. Es que yo no sé nada.

Lisbeth permaneció callada un instante. Hay algo que está evitando contar. Se mordió el labio inferior pensativa. Ya lo tengo.

– ¿A quién le contaste lo de la visita de Dag Svensson?

Sandström palideció.

Lisbeth movía la pistola eléctrica.

– Llamé a Harry Ranta.

– ¿Cuándo?

Sandström tragó saliva.

– La misma noche que Dag Svensson me visitó por primera vez.

Lisbeth siguió interrogándole media hora más, pero, poco a poco, se fue dando cuenta de que ya sólo repetía lo mismo que le había contado y con algún que otro detalle suelto. Al final, se levantó y puso la mano en la cuerda.

– Eres sin duda uno de los cerdos más miserables que he conocido en mi vida -le espetó Lisbeth Salander-. Lo que hiciste con Ines merece la pena capital. Pero te he prometido que vivirías si contestabas a mis preguntas. Y yo siempre mantengo mis promesas.

Se agachó y deshizo el nudo. Per-Åke Sandström se desplomó contra el suelo. Sintió un alivio casi eufórico. Desde abajo, la vio colocar un taburete sobre la mesa que había junto al sofá y, a continuación, bajar la polea. Recogió la cuerda e introdujo todo en una mochila. Se metió en el cuarto de baño, donde permaneció diez minutos. Él oyó el agua correr. Al regresar, ya se había quitado el maquillaje.

Su rostro estaba desnudo y limpio.

– Tendrás que soltarte tú mismo.

Dejó caer un cuchillo de cocina al suelo.

Durante un buen rato, la oyó hacer ruido en la entrada. Le dio la impresión de que se estaba cambiando de ropa. Luego, oyó abrirse y cerrarse la puerta. Hasta media hora más tarde no consiguió cortar la cinta aislante. Cuando se sentó en el sofá del salón, descubrió que ella se había llevado su Colt 1911 Government.

Lisbeth Salander no llegó a su casa de Mosebacke hasta las cinco de la mañana. Se quitó la peluca de Irene Nesser y se fue directamente a la cama sin encender su ordenador ni comprobar si Mikael Blomkvist había resuelto el enigma del informe policial desaparecido.

Se despertó a las nueve de la mañana y dedicó ese martes a recabar información sobre los hermanos Atho y Harry Ranta.

Atho Ranta contaba con un sórdido palmares en el registro criminal. Era ciudadano finlandés, de familia de origen estonio, y había llegado a Suecia en 1971. De 1972 a 1978 trabajó como carpintero de obra para Skånska Cementgjuteriet. Fue despedido y condenado a siete meses de prisión, tras ser sorprendido in fraganti robando en una obra. Entre 1980 y 1982 trabajó en una empresa constructora considerablemente más pequeña. Lo echaron por presentarse borracho en repetidas ocasiones. Durante el resto de los años ochenta, se ganó la vida como portero de discoteca, técnico de una empresa de mantenimiento de calderas, friegaplatos y conserje de un colegio. De todos esos empleos también lo despidieron por llegar borracho o por meterse en peleas. Excepto del puesto de conserje, que se vio obligado a abandonar al cabo de unos pocos meses, porque una profesora lo denunció por acoso sexual y amenazas.

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