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– ¿Y?

– Le pedí a Salander que pasara una tarde por el club cuando yo estuviera entrenando a Samir. Ella se cambió y yo la metí en el cuadrilátero con él, con su protector de cabeza, de dentadura y toda la pesca. Al principio, Samir se negó a hacer de sparring con ella porque «no era más que una jodida tía» y todas esas chorradas machistas. Así que le dije alto y claro, de modo que todo el mundo pudiera oírlo, que ahí nadie iba a hacer de sparring, y aposté quinientas coronas a que ella lo iba a noquear. A Salander le dije que no se trataba de ningún entrenamiento y que Samir le iba a pegar muy en serio. Me miró con su típico gesto desconfiado. Samir todavía estaba de cháchara cuando sonó la campana. Lisbeth tomó impulso con todas sus fuerzas y le endosó un puñetazo con una energía de tres pares de cojones en toda la cara y le hizo besar la lona. Para entonces, yo llevaba entrenándola todo el verano y ella ya había empezado a echar un poco de músculo y a tener algo de potencia en sus golpes.

– Supongo que Samir se pondría muy contento.

– Bueno, imagínate; se habló de esa pelea durante meses. Samir recibió una paliza. Ella ganó por puntos. Si hubiese tenido más fuerza, lo habría dejado bastante maltrecho. Al poco tiempo de empezar el combate, Samir estaba tan frustrado que fue a por ella con todas sus ganas. A mí me aterrorizaba la idea de que acertara, porque entonces habríamos tenido que llamar a la ambulancia. Al encajar algún que otro puñetazo con los hombros ella se hizo unos cuantos moratones y acabó contra las cuerdas, porque no podía resistir la contundencia de los golpes de Samir. Pero el tío estaba a años luz de alcanzarla de verdad.

– Joder, me gustaría haberlo visto.

– A partir de ese día, los chavales del club comenzaron a respetar a Salander. Sobre todo Samir. Y yo empecé a meterla para que hiciera de sparring de chicos bastante más grandes y pesados. Ella era mi arma secreta y resultó ser un ejercicio cojonudo. Diseñamos sesiones de entrenamiento en las que la tarea de Lisbeth consistía en intentar acertar cinco golpes en distintos puntos del cuerpo: mandíbula, frente, estómago, etcétera. Y los chicos con los que peleaba debían defenderse y proteger esos puntos. Haber boxeado con Lisbeth Salander se convirtió en sinónimo de prestigio. Era como pelear con un avispón. La verdad es que la llamamos la avispa y se convirtió en una especie de mascota para el club. Creo que le gustaba porque un día se presentó en el club con el tatuaje de una avispa en el cuello.

Mikael sonrió. Se acordaba perfectamente de su avispa. Formaba parte de la descripción de la orden de busca y captura.

– ¿Cuánto tiempo duró?

– Más de tres años, pero sólo una tarde por semana. Yo sólo estuve allí a jornada completa durante ese verano y luego, esporádicamente. El que llevaba las sesiones con Salander era nuestro entrenador júnior, Putte Karlsson. Después, Salander empezó a trabajar y ya no tuvo tanto tiempo, pero hasta el año pasado se dejó ver por allí una vez al mes para entrenar. Yo me la encontraba unas cuantas veces al año y hacía sesiones de sparring con ella. Era un buen entrenamiento; me hacía sudar la gota gorda, por decirlo de alguna manera. Ella casi nunca hablaba con nadie. Cuando no había sparring podía pasarse dos horas dándole al saco de arena intensamente, como si se enfrentara a un enemigo mortal.

Capítulo 23 Domingo, 3 de abril – Lunes, 4 de abril

Mikael preparó otros dos espressos. Encendió un cigarrillo y le pidió disculpas. Paolo Roberto se encogió de hombros. Mikael lo observó pensativo.

Paolo Roberto tenía fama de ser un tipo chulo al que le gustaba decir sin rodeos lo que pensaba. Mikael se dio cuenta en seguida de que, en privado, resultaba igual de chulo, pero también de que era un hombre inteligente y humilde. Se acordó de que Paolo Roberto había intentado meterse en política, en su día, presentándose como candidato a diputado por el partido socialdemócrata. A Mikael le produjo la impresión de ser un tipo inteligente, y se sorprendió a sí mismo constatando que el tío le caía bien de primeras.

– ¿Por qué vienes a mí con esta historia?

– Salander está metida en un buen lío. No sé qué se puede hacer, pero me imagino que le vendría bien contar con un amigo en su rincón del cuadrilátero.

Mikael asintió con la cabeza.

– ¿A ti qué te hace pensar que es inocente? -preguntó Paolo Roberto.

– Es difícil de explicar. Lisbeth es una persona muy intransigente, pero no me creo la historia de que ella matara a Dag y a Mia. Sobre todo a Mia. En primer lugar, no tenía ningún motivo…

– Que nosotros sepamos.

– De acuerdo, Lisbeth no dudaría en emplear la violencia contra alguien que se lo mereciera. Pero no sé. He desafiado a Bublanski, el policía a cargo de la investigación. Creo que sí había un móvil para asesinar a Dag y Mia. Y, en mi opinión, se encuentra en el reportaje en el que estaba trabajando Dag.

– Si tienes razón, Salander no sólo necesitará a alguien que la coja de la mano cuando la detengan; habrá que darle otro tipo de ayuda completamente distinto.

– Ya lo sé.

Un peligroso destello apareció en los ojos de Paolo Roberto.

– Pero si es inocente, joder… entonces habrá sido objeto de uno de los escándalos jurídicos más notorios de la historia. Ha sido señalada como asesina por los medios de comunicación y por la policía, y encima se ha escrito tanta mierda sobre ella…

– Ya lo sé.

– ¿Y qué podemos hacer? ¿Puedo ayudar de alguna manera?

Mikael meditó la respuesta.

– Hombre, la mejor forma de ayudarla sería, por supuesto, encontrar un culpable alternativo. Estoy en ello. Y lo siguiente, sería dar con ella antes de que algún policía la mate de un tiro. Como ya sabes, Lisbeth no pertenece, precisamente, a ese tipo de personas que se entregan voluntariamente.

Paolo Roberto asintió con la cabeza.

– ¿Y cómo la encontramos?

– Ni idea. Pero sí hay una cosa que podrías hacer. Algo puramente práctico, si tienes tiempo y ganas.

– La semana que viene mi mujer estará de viaje. Tengo tiempo y ganas.

– De acuerdo, estaba pensando en que como eres boxeador…

– ¿Sí?

– Lisbeth tiene una amiga, Miriam Wu, habrás leído, sin duda, alguna que otra cosa sobre ella.

– Más conocida como la bollera BDSM. Sí, algo sé.

– Tengo su número de móvil y he intentado hablar con ella, pero cuelga en cuanto escucha que hay un periodista al otro lado de la línea.

– La entiendo.

– No tengo tiempo para perseguir a Miriam Wu. El caso es que he leído que practica kick-boxing, es profesional. Estaba pensando que si un famoso boxeador se pusiera en contacto con ella…

– Ya entiendo, esperas que nos pueda conducir hasta Salander.

– Cuando la policía habló con ella dijo que ignoraba por completo dónde se había metido Salander. Aun así, merece la pena intentarlo.

– Dame su número. La localizaré.

Mikael le dio el número de Miriam Wu y la dirección de Lundagatan.

Gunnar Björck se había pasado todo el fin de semana analizando su situación. Su futuro pendía de un hilo y tenía que jugar sus cartas con sumo cuidado. Por malas que fueran.

Mikael Blomkvist era un cabrón de primera. La duda residía en si podría persuadirlo para que callara que… que Björck había contratado los servicios de esas malditas putas. Lo que hizo era enjuiciable, y sabía que lo despedirían sin miramientos si eso saliera a la luz. La prensa lo destrozaría. Un oficial de la Policía de Seguridad de Suecia aprovechándose de prostitutas adolescentes… Si, al menos, esos putos chochos no hubiesen sido tan jóvenes.

Quedarse de brazos cruzados significaba sellar su destino. Björck había tenido la suficiente astucia para no decirle nada a Mikael Blomkvist. Le había leído la cara y registrado su reacción; Blomkvist estaba angustiado. Quería información. Pues tendría que pagar un precio. Y ese precio era su silencio. Era la única salida que le quedaba.

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