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– Creo que es mejor que empieces por el principio.

– Vale. Verás, anteayer regresé de Nueva York después de un mes y me encontré con el careto de Lisbeth en todos los putos periódicos. La prensa está echándole encima mucha mierda. Hostia, y ni uno solo de esos putos cabrones parece tener ni una maldita palabra positiva sobre ella.

– Has conseguido meter dos «putos», un «cabrones» y un «hostia» en una sola frase.

Paolo se rió.

– Perdón. Es que estoy bastante cabreado. Llamé a Erika porque necesitaba hablar con alguien y no sabía con quién. Como el periodista de Enskede trabajaba para Millennium y da la casualidad de que conozco a Erika Berger, la llamé.

– Vale.

– Aunque Salander se haya vuelto loca y hecho todo lo que dice la policía, hay que darle, al menos, el beneficio de la duda. Vivimos en una sociedad de derecho y nadie debe ser condenado sin haber sido escuchado.

– Estoy completamente de acuerdo -dijo Mikael.

– Eso tengo entendido, por lo que Erika me ha contado. Cuando la llamé pensé que los de Millennium también ibais tras la cabeza de Lisbeth, sobre todo teniendo en cuenta que ese tal Dag Svensson trabajaba para vosotros. Pero Erika me ha dicho que tú piensas que es inocente.

– Conozco a Lisbeth Salander. Me cuesta verla como una asesina psicópata.

De repente Paolo se rió.

– Es una chalada de la hostia, pero va con los buenos. Me cae bien.

– ¿De qué la conoces?

– He boxeado con Salander desde que ella tenía diecisiete años.

Mikael Blomkvist cerró los ojos durante diez segundos antes de volver a levantar la vista para mirar a Paolo Roberto. Como siempre, Lisbeth Salander seguía siendo una caja de sorpresas.

– Hombre, claro, Lisbeth Salander boxeando con Paolo Roberto. Estáis en la misma categoría de peso.

– No estoy bromeando.

– Te creo. En una ocasión, Lisbeth me contó que solía hacer de sparring con los chicos de un club de boxeo.

– Déjame contarte cómo empezó. Hace diez años entré como ayudante del entrenador de los júnior que querían empezar a boxear en el club de Zinkensdamm. Yo ya era un boxeador consagrado y el responsable de los júnior pensó que yo podría atraer a la gente, así que empecé a ir por las tardes y me convertí en el sparring de los chicos.

– Vale.

– Y bueno, una cosa llevó a otra, me quedé todo el verano y hasta bien entrado el otoño. Hicieron una campaña y pusieron pósteres y cosas así para intentar despertar el interés de los jóvenes por el boxeo. Y la verdad es que se apuntaron muchos chavales de quince o dieciséis años hasta unos cuantos más. Había bastantes inmigrantes. El boxeo era una buena alternativa a merodear por el centro y meterse en líos. Que me lo digan a mí. Yo sé lo que es eso.

– Vale.

– Y un día, en pleno verano, apareció esa chica flacucha de la nada. Ya sabes la pinta que tiene. Entró en el local del club y dijo que quería aprender a boxear.

– Me puedo imaginar la escena.

– No veas la que montó. Media docena de chavales, más o menos con el doble de peso que ella y considerablemente más grandes, se partieron de risa. Yo también me reí. Nada serio, pero nos metimos un poco con ella. También teníamos un grupo femenino y yo le dije alguna estupidez del tipo «las niñas pequeñas sólo pueden boxear los jueves» o algo así.

– Imagino que ella no se rió.

– Pues no, no se rió para nada. Me clavó sus ojos negros. Luego, alargó la mano y cogió unos guantes que alguien había dejado por allí. Le quedaban enormes y ni siquiera se los ató. Nos tronchamos de risa. ¿Te lo imaginas?

– Esto promete.

Paolo Roberto volvió a reírse.

– Como yo era el entrenador, me acerqué y fingí lanzarle unos cuantos jabs.

– Uy, uy, uy.

– Sí, más o menos. De repente la cabrona me soltó una leche en todos los morros.

Volvió a reírse.

– Allí estaba yo haciendo el payaso con ella; me cogió completamente desprevenido. Me metió unos dos o tres castañazos antes de que ni siquiera se me ocurriera esquivarlos. A ver, su fuerza muscular era cero y sus golpes me hacían más bien cosquillas. Pero cuando yo empecé a esquivarlos ella cambió de táctica. Boxeó de manera instintiva y colocó más golpes aún. Así que comencé a pararlos en serio, y descubrí que la muy cabrona era más rápida que un reptil. Si hubiese sido un poco más alta y más fuerte, allí habría habido un combate en toda regla. ¿Entiendes lo que te digo?

– Perfectamente.

– Y, entonces, volvió a cambiar de táctica y me dio en todos los huevos. Ni te cuento lo que me dolió.

Mikael asintió con la cabeza.

– Así que yo le devolví unos jabs y le pegué en la cara. No fue ningún puñetazo fuerte ni nada por el estilo, sólo un pum. Entonces ella me dio una patada en la rodilla. Aquello era una locura. Yo era tres veces más grande y pesado, y ella no tenía absolutamente nada que hacer, pero me estaba moliendo a palos como si le fuera la vida en ello.

– La habías provocado.

– Luego caí en la cuenta. Y me dio mucha vergüenza. Quiero decir… nos habíamos anunciado con pósteres y todo eso para atraer a los jóvenes al club, y cuando Lisbeth se presenta y dice completamente en serio que quiere aprender a boxear, se encuentra con una panda de chavales que no hacen más que reírse de ella. Yo habría perdido la cabeza si alguien me hubiera tratado así.

Mikael asintió con la cabeza.

– En fin, aquella pelea duró varios minutos. Así que ai final la cogí, la tumbé en el suelo y la sujeté hasta que dejó de patalear. Joder, la tía tenía incluso lágrimas en los ojos y me miraba con tanta rabia que… bueno…

– Que empezaste a boxear con ella.

– Cuando se tranquilizó la dejé levantarse y le pregunté si eso de aprender a boxear iba en serio. Me tiró los guantes y se dirigió a la salida. Salí corriendo tras ella y le bloqueé el paso. Le pedí perdón y le dije que, si lo decía en serio, yo le enseñaría, que se presentara al día siguiente a las cinco en punto.

Se calló un rato y su mirada se perdió en el vacío.

– Al día siguiente por la tarde les tocaba a las chicas y ella apareció. La metí en el cuadrilátero con una tía que se llamaba Jennie Karlsson, de dieciocho años, que llevaba más de un año entrenándose. El problema era que no había nadie con el mismo peso de Lisbeth que tuviera más de doce años. De modo que le pedí a Jennie que fuera con cuidado y sólo simulara los golpes, puesto que Salander estaba muy verde.

– ¿Y qué sucedió?

– Diez segundos después Jennie tenía el labio partido. Durante un asalto entero, Salander colocó golpe tras golpe y esquivó todo lo que Jennie intentaba. Y estamos hablando de una tía que jamás había pisado un cuadrilátero. En el segundo asalto, Jennie se cabreó tanto que empezó a dar golpes en serio, pero no acertó ni uno. Yo me quedé boquiabierto. Nunca he visto a ningún boxeador profesional moverse con tanta velocidad. Si yo fuera la mitad de rápido que Salander, sería feliz.

Mikael asintió con la cabeza.

– Pero la limitación de Salander era que sus golpes no valían nada. Empecé a entrenar con ella. La tuve en la sección femenina durante un par de semanas y perdió varias peleas, porque tarde o temprano alguien conseguía encajarle un buen puñetazo y entonces teníamos que parar y llevarla al vestuario, porque se cabreaba y empezaba a dar patadas y a morder y pelear de verdad.

– Suena a Lisbeth.

– No se rendía nunca. Pero al final fastidió a tantas chicas que su entrenador la echó.

– ¡Anda!

– Sí, resultaba imposible boxear con ella. Sólo tenía una posición, la que nosotros llamamos Terminator Mode; que consiste en dejar KO al adversario; y daba igual si se trataba sólo de un calentamiento o de un entrenamiento con el sparring. A menudo las chicas volvían a casa magulladas porque Lisbeth les había dado una patada. Entonces se me ocurrió una idea. Yo tenía problemas con un chico sirio de diecisiete años llamado Samir. Un buen boxeador: constitución fuerte y con vodka en el golpe, pero no sabía moverse. Se quedaba parado todo el rato.

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