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Pero había otra cosa a la que no paraba de darle vueltas. Durante la incursión nocturna que realizó unas semanas antes, advirtió que Bjurman había sacado unos documentos de la carpeta donde guardaba todo el material de Lisbeth Salander. Las páginas que faltaban correspondían a esa parte de la descripción del cometido de Bjurman, redactada por la comisión de tutelaje, donde se resumía el estado psíquico de Lisbeth Salander en términos de lo más sucinto. A Bjurman no le hacían falta esos documentos, así que era posible que hubiese limpiado la carpeta y los hubiese tirado. En contra de esa suposición estaba, no obstante, el hecho de que los abogados nunca tiran documentación relacionada con un caso abierto. Los papeles podían ser todo lo superfluos que se quisiera, pero no dejaba de resultar ilógico deshacerse de ellos. Sin embargo, no estaban en la carpeta ni tampoco en ningún otro sitio.

Se percató de que la policía no sólo se había llevado esas carpetas que trataban sobre Lisbeth Salander, sino también otra documentación. Dedicó dos horas a peinar el piso, palmo a palmo, para averiguar si a los agentes se les había pasado algo. Unos momentos después pudo constatar, ligeramente frustrada, que ése no parecía ser el caso.

En la cocina halló un cajón que contenía diferentes tipos de llaves. Encontró las del coche y también un juego con la de alguna puerta y la de un candado. Se acercó en silencio hasta los trasteros de la última planta e intentó abrir todos los candados del pasillo hasta que dio con el trastero de Bjurman. Había muebles viejos, un armario con ropa trasnochada, esquís, la batería de un coche, cajas con libros y algunos trastos más. No encontró nada de interés, de modo que bajó las escaleras y se sirvió de la otra llave para entrar en el garaje. Dio con su Mercedes y en un instante advirtió que no contenía nada de valor.

Descartó visitar su bufete. Tan sólo hacía unas semanas que había estado allí, la misma noche en la que entró en su casa, y sabía que Bjurman llevaba dos años sin pisarlo. Allí no había más que polvo.

Lisbeth regresó al piso, se sentó en el sofá del salón y se puso a pensar. Se levantó unos cuantos minutos después y volvió al cajón de las llaves de la cocina. Las examinó de una en una. Un juego pertenecía a las cerraduras de una puerta y una de las llaves era antigua y estaba oxidada. Frunció el ceño. Luego levantó la mirada y vio, junto al fregadero, un estante en el que Bjurman había colocado una veintena de bolsas con simientes. Las cogió y constató que se trataba de semillas para plantar en el jardín.

«Tiene una casa de campo. O una casita con jardín en alguna colonia. ¿Cómo se me ha podido pasar?»

Tardó tres minutos en dar con una factura de hacía seis años que revelaba que Bjurman había pagado a una empresa constructora por unos trabajos efectuados en el camino de acceso, y un minuto más en encontrar los papeles del seguro de un inmueble situado en las proximidades de Stallarholmen, fuera de Mariefred.

A las cinco de la mañana se detuvo en el 7-Eleven de lo alto de Hantverkargatan, junto a Fridhemsplan. Compró una considerable cantidad de Billys Pan Pizza, leche, pan, queso y otros productos básicos. También compró un periódico matutino cuyo titular la dejó maravillada.

LA MUJER BUSCADA ¿EN EL EXTRANJERO?

Por motivos desconocidos para Lisbeth, el periódico había elegido no nombrarla. Se refería a ella como «la mujer de veintiséis años». El texto indicaba que una fuente perteneciente a la policía afirmaba que tal vez hubiera huido al extranjero y se hallara en Berlín. No quedaban claras las razones que tendría ella para irse precisamente a Berlín pero, según las informaciones recibidas, había llegado a oídos de la policía que había sido vista en un «club anarcofeminista» de Kreutzberg. El local era descrito como un refugio de jóvenes seguidores de cualquier corriente que fuera desde el terrorismo político hasta el movimiento antiglobalización y el satanismo.

Regresó a Södermalm con el autobús número 4, se bajó en Rosenlundsgatan y paseó hasta Mosebacke. Antes de meterse en la cama preparó café y se comió unos sándwiches.

Lisbeth durmió hasta bien entrada la tarde. Cuando se despertó olisqueó pensativamente las sábanas y constató que ya iba siendo hora de cambiarlas. Dedicó la tarde del sábado a limpiar el piso. Sacó la basura y metió los periódicos viejos en dos grandes bolsas que guardó en un trastero del vestíbulo. Puso una lavadora de ropa interior y camisetas y luego otra con vaqueros. Recogió los platos sucios, puso el lavavajillas y terminó pasando la aspiradora y fregando el suelo.

Eran las nueve de la noche y estaba empapada en sudor. Llenó la bañera y echó sales de baño a discreción. Se acomodó dentro, cerró los ojos y se puso a pensar. Cuando se despertó, ya era medianoche y el agua estaba helada. Irritada, se levantó, se secó y se fue a la cama. Volvió a dormirse casi en el acto.

El domingo por la mañana, cuando conectó su PowerBook y leyó todas las tonterías que habían escrito sobre Miriam Wu, Lisbeth enfureció. Se sintió miserable y le invadieron los remordimientos. No se había dado cuenta de hasta qué punto iban a atacar a Mimmi. Y el único delito de Mimmi consistía en ser… ¿conocida?, ¿amiga?, ¿amante?, de Lisbeth.

No sabía muy bien qué palabra utilizar para describir su relación con ella, pero comprendió que, fuera la que fuese, lo más seguro es que ya hubiese terminado. Se iba a ver obligada a borrar el nombre de Mimmi de su, ya de por sí, corta lista de amigos. Tras el acoso mediático del que estaba siendo víctima, dudaba que Mimmi quisiera volver a tener algo que ver con esa loca psicótica llamada Lisbeth Salander.

Le daba rabia.

Memorizó el nombre de Tony Scala, el periodista que dio el pistoletazo de salida de la persecución de Mimmi. Además, decidió localizar a un desagradable columnista que aparecía retratado con una americana a rayas que se empeñaba en reiterar el epíteto «la bollera BDSM», en una crónica supuestamente humorística de un periódico vespertino.

La lista de personas a las que Lisbeth tenía intención de someter a tratamiento empezaba a ser bastante larga.

Pero primero debía encontrar a Zala.

No sabía con exactitud qué sucedería cuando diera con él.

El domingo por la mañana, a las siete y media, una llamada de teléfono despertó a Mikael. Somnoliento, estiró la mano y lo cogió.

– Buenos días -dijo Erika Berger.

– Mmm -contestó Mikael.

– ¿Estás solo?

– Me temo que sí.

– Entonces te sugiero que te metas en la ducha y que prepares café. Vas a recibir una visita dentro de cinco minutos.

– ¿Ah, sí? ¿De quién?

– Paolo Roberto.

– ¿El boxeador? ¿El rey de Kungsträdgården?

– El mismo. Me ha llamado y hemos hablado media hora.

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué me ha llamado a mí? Bueno, nos conocemos lo suficiente como para saludarnos cuando nos vemos. Le hice una larga entrevista a raíz de la película de Hildebrand en la que participó y luego hemos coincidido varias veces a lo largo de los años.

– No lo sabía. Pero me refería a por qué me va a visitar a mi.

– Porque… bah, creo que es mejor que te lo explique él mismo.

Mikael apenas había salido de la ducha y se había puesto unos pantalones, cuando Paolo Roberto llamó a la puerta. Le abrió y lo invitó a sentarse a la mesa de la cocina mientras buscaba una camisa limpia y preparaba dos espressos dobles que sirvió con una cucharadita de leche. Impresionado, Paolo Roberto observó el café.

– ¿Querías hablar conmigo?

– Ha sido idea de Erika Berger.

– Muy bien. Pues adelante.

– Conozco a Lisbeth Salander.

Mikael arqueó las cejas.

– ¿Ah, sí?

– Me quedé un poco sorprendido cuando Erika Berger me contó que tú también la conoces.

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