Niedermann gruñó cuando el hueso de su nariz se rompió por segunda vez en muy pocos días. Seguía cegado por la tierra, pero sacó el brazo derecho y consiguió alejar a Lisbeth de un empujón. Ella salió despedida hacia atrás y tropezó con una raíz. Estuvo en el suelo un segundo que aprovechó para dar un salto, tomar impulso y ponerse de pie inmediatamente. De momento, Niedermann estaba neutralizado.
«Lo conseguiré.»
Avanzó dos pasos hacia la maleza cuando, por el rabillo del ojo -clic- vio a Alexander Zalachenko levantar el brazo.
«El puto viejo también tiene una pistola.»
El descubrimiento impactó en su cabeza como un latigazo.
Cambió de dirección en el mismo instante en que él disparó. La bala le dio en la parte exterior de la cadera y le hizo perder el equilibrio.
No le dolió.
La segunda bala le alcanzó la espalda y fue a parar a su omoplato izquierdo. Un agudo y paralizante dolor le recorrió el cuerpo.
Cayó de rodillas. Durante unos segundos, fue incapaz de moverse. Era consciente de que Zalachenko estaba a su espalda, a unos seis metros. Obstinada, se puso de pie con un último esfuerzo y dio un tambaleante paso hacia la cortina de arbustos protectores.
Zalachenko tuvo tiempo de apuntar.
La tercera bala impactó a dos centímetros detrás de la parte superior de su oreja. Le perforó el hueso parietal y ocasionó una telaraña de fisuras radiales en el cráneo. Continuó su trayectoria hasta acabar descansando en la materia gris a unos cuatro centímetros por debajo de la corteza cerebral.
Para Lisbeth Salander la descripción médica habría sido puramente académica. En términos prácticos, la bala le provocó un trauma masivo inmediato. Su última percepción fue un shock de color rojo ardiente que se convirtió en una luz blanca.
Luego oscuridad.
Clic.
Zalachenko intentó pegarle otro tiro, pero las manos le temblaban tanto que fue incapaz de apuntar. «Ha estado a punto de escapar.» Al final, se dio cuenta de que Lisbeth ya estaba muerta. Bajó el arma entre temblores mientras la adrenalina le fluía por todo el cuerpo. Miró la pistola. En un principio, había pensado dejarla en casa, pero al final decidió ir a buscarla y se la metió en el bolsillo de la cazadora. Como si necesitara una mascota. «Ella era un monstruo.» Ellos eran dos hombres y además, era Ronald Niedermann armado con su Sig Sauer. «Y esta maldita puta ha estado a punto de escapar.»
Echó un vistazo al cuerpo de su hija. A la luz de la linterna, parecía una muñeca de trapo ensangrentada. Le puso el seguro a la pistola, se la guardó en el bolsillo de la cazadora y se acercó a Ronald Niedermann, que estaba fuera de juego, con los ojos llorosos y sangrando por la mano y la nariz. Esta, tras la pelea por el título con Paolo Roberto, no se le había curado todavía y, ahora, el palazo le había provocado nuevos y devastadores destrozos.
– Creo que me han vuelto a romper el hueso de la nariz -dijo.
– Idiota -le contestó Zalachenko-. Ha estado a punto de escaparse.
Niedermann continuaba frotándose los ojos. No le dolían pero no cesaban de lagrimear. Estaba casi cegado.
– Levántate y ponte derecho, joder.
Zalachenko movió la cabeza con desprecio.
– ¿Qué diablos harías sin mí?
Niedermann parpadeó desesperado. Cojeando, Zalachenko se acercó al cuerpo de su hija y la agarró por el cuello de la cazadora. La alzó y la arrastró hasta la tumba, que no era más que un hoyo cavado en el suelo, demasiado pequeño para que pudiera caber estirada. Levantó el cuerpo hasta que sus pies se encontraron sobre el hoyo, y la dejó caer como un saco de patatas. Lisbeth aterrizó en posición fetal, con las piernas replegadas bajo sí misma.
– Entiérrala ya, a ver si podemos volver a casa de una vez -ordenó Zalachenko.
En su estado, a Ronald Niedermann le llevó un rato echarle la tierra. La que no cabía la esparció por la zona dando enérgicas paladas.
Mientras observaba el trabajo de Niedermann, Zalachenko se fumó un cigarro. Seguía temblando, pero la adrenalina ya le había empezado a bajar. Sintió un repentino alivio, ella ya no estaba. Todavía recordaba sus ojos cuando le arrojó aquella bomba incendiaria de gasolina hacía ya muchos años.
Eran las nueve de la noche cuando Zalachenko miró a su alrededor y asintió con la cabeza. Consiguieron encontrar la Sig Sauer de Niedermann debajo de unos arbustos. Acto seguido, volvieron a la casa. Zalachenko se sentía extrañamente satisfecho. Dedicó un rato a curarle la mano a Niedermann. El corte de la pala era profundo y tuvo que sacar aguja e hilo para coser la herida, un arte que aprendió con quince años en la escuela militar de Novosibirsk. Por lo menos no hacía falta ninguna anestesia. Sin embargo, tal vez la herida fuera tan grave que Niedermann se viera obligado a acudir a un hospital. Le entablilló el dedo y le puso una venda.
Cuando hubo terminado, abrió una cerveza mientras Niedermann no hacía más que enjuagarse sin parar los ojos en el cuarto de baño.
Capítulo 32 Jueves, 7 de abril
Mikael Blomkvist llegó a la estación central de Gotemburgo a las nueve y pico de la noche. Aunque el X2000 había recuperado parte del tiempo perdido, llegó con retraso. Mikael había dedicado la última hora del viaje a llamar a unas cuantas empresas de alquiler de vehículos. Intentó encontrar un coche en Alingsås, con la idea de bajarse allí, pero, a esa hora de la noche, resultó imposible. Al final se rindió, y consiguió un Volkswagen reservando también una habitación en un hotel de Gotemburgo. Podía recoger el coche en Järntorget. Decidió pasar del confuso transporte público de Gotemburgo y su ininteligible sistema de billetes; para comprenderlo había que ser, como poco, ingeniero aeronáutico. Cogió un taxi.
Cuando finalmente le dieron el coche, no había ningún mapa de carreteras en la guantera. Se dirigió a una gasolinera que abría por la noche para comprar uno. Tras una breve reflexión, también se hizo con una linterna, una botella de agua Ramlösa y un café para llevar que colocó en el soporte de bebidas, junto al cuadro de mandos. Al pasar Partille, de camino al norte, eran ya las diez y media. Cogió la carretera de Alingsås.
A las nueve y media, un zorro pasó por la tumba de Lisbeth Salander. Se detuvo e, inquieto, miró a su alrededor. El olfato le indicaba que había algo enterrado en el lugar, pero juzgó que la presa quedaba demasiado inaccesible y no merecía la pena excavar. Había otras presas más sencillas.
En algún lugar de las inmediaciones, algún imprudente animal nocturno hizo un ruido y el zorro aguzó el oído en el acto. Dio un paso cauteloso. Sin embargo, antes de continuar la caza, levantó la pata trasera y marcó el territorio con un chorrito de orina.
Bublanski no solía hacer llamadas de servicio tan tarde, pero esta vez no lo pudo evitar. Cogió el teléfono y marcó el número de Sonja Modig.
– Perdona las horas, ¿estás despierta?
– No te preocupes.
– Acabo de terminar de leer el informe de la investigación de 1991.
– Entiendo que te haya costado soltarlo; a mí me pasó lo mismo.
– Sonja, ¿qué interpretación das tú a lo que está pasando?
– A mí me parece que Gunnar Björck, que, dicho sea de paso, ocupa un puesto destacado en la lista de puteros, metió a Lisbeth Salander en el manicomio después de que ella intentara protegerse a sí misma, y a su madre, de un asesino loco que trabajaba para la Säpo. En eso colaboró, entre otros, Peter Teleborian, en cuya evaluación, por cierto, hemos basado gran parte de nuestro juicio sobre el estado psíquico de Lisbeth Salander.
– Este informe cambia por completo la imagen que tenemos de ella.
– Aclara bastantes cosas, sí.
– Sonja, ¿puedes pasar a recogerme mañana a las ocho?