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– ¿Tenían Dag Svensson y Mia Bergman enemigos?

– No, que yo sepa.

– ¿Habían recibido amenazas?

– No, que yo sepa.

– ¿Cómo era la relación entre ambos? -Parecían quererse. Dag me contó en una ocasión que pensaban tener un niño en cuanto Mia fuera doctora.

– ¿Consumían drogas?

– Ni idea. No lo creo. Y si lo hacían, no pienso que fuera más allá de algún que otro porro en ocasiones especiales.

– ¿Por qué fue a su casa tan tarde?

Mikael le explicó el motivo.

– ¿No era raro ir a su casa a esas horas de la noche?

– Sí. Cierto. Se trataba de la primera vez.

– ¿De qué los conocía?

– Del trabajo.

Mikael siguió explicándose durante lo que pareció una eternidad.

Y una y otra vez, las preguntas intentaban establecer la extraña secuencia cronológica.

Los disparos se habían oído en todo el edificio. Se produjeron con menos de cinco segundos de intervalo. El hombre de setenta años y de la bata marrón era el vecino más cercano, a la vez que un comandante jubilado de la artillería costera. Se encontraba viendo la televisión y se levantó del sofá en cuanto oyó el segundo tiro. Inmediatamente, arrastró los pies en dirección a la escalera. Considerando que tenía problemas de cadera y que le costaba levantarse, él mismo calculó que tardaría unos treinta segundos en abrir la puerta. Ni él ni ningún otro individuo vieron al criminal.

Según las estimaciones de los vecinos, Mikael había llegado a la entrada del apartamento menos de dos minutos después de efectuarse los disparos.

Teniendo en cuenta que tanto Annika como él habían tenido la calle controlada durante unos treinta segundos -mientras Annika se iba acercando con el coche al portal, aparcaba e intercambiaba unas palabras con Mikael antes de que éste cruzara la calle y subiera las escaleras- habría un espacio de tiempo de entre treinta y cuarenta segundos aproximadamente. Durante ese lapso, el autor del doble asesinato habría tenido tiempo de salir del apartamento, bajar las escaleras, tirar el arma en la planta baja, abandonar el inmueble y desaparecer de la vista de todos, antes de que Annika llegara con el coche. Y todo eso sin que ni una sola persona viera ni la sombra del homicida.

Todos constataron que fue una simple cuestión de segundos que Mikael y Annika no lo descubrieran.

Por un angustioso momento Mikael se dio cuenta de que la inspectora Anita Nyberg barajaba la posibilidad de que Mikael fuera el autor del asesinato, que sólo hubiera bajado una planta para luego fingir su llegada al lugar cuando los vecinos se agruparon. Pero Mikael tenía una coartada avalada por la presencia de su hermana; y además las horas parecían cuadrar. Sus actividades, incluyendo la llamada telefónica de Dag Svensson, podían ser confirmadas por un gran número de miembros de la familia Giannini.

Al final, Annika dijo basta. Mikael había colaborado de todas las maneras razonables y posibles. Estaba visiblemente cansado y no se encontraba bien. Ya era hora de interrumpir aquello y dejarle marchar. Les recordó que ella era su abogada y que él tenía ciertos derechos establecidos por Dios o, al menos, por el Parlamento.

Cuando salieron a la calle, permanecieron callados un buen rato ante el coche de Annika.

– Vete a casa a descansar -dijo ella.

Mikael negó con la cabeza.

– Tengo que ir a casa de Erika -le respondió-. Ella también los conocía. No puedo contárselo por teléfono y no quiero que se despierte y se entere por los informativos.

Annika Giannini dudó un momento pero se dio cuenta de que su hermano tenía razón.

– A Saltsjöbaden, entonces -dijo ella.

– ¿Te quedan fuerzas?

– ¿Para qué están las hermanitas?

– Si me dejas en Nacka Centrum, puedo coger un taxi desde allí o esperar un autobús.

– No digas tonterías. Entra, yo te llevo.

Capítulo 12 Jueves de Pascua, 24 de marzo

Obviamente, Annika Giannini también estaba cansada y Mikael consiguió convencerla para que renunciara a llevarlo hasta casa de Erika y lo dejara en Nacka Centrum. Si no, debía dar un enorme rodeo por los estrechos de Lännersta, cosa que le llevaría más de una hora. Mikael la besó en la mejilla, le agradeció toda la ayuda prestada durante la noche y, antes de llamar a un taxi, se quedó esperando hasta que ella giró y desapareció rumbo a su casa.

Hacía más de dos años que Mikael no iba a Saltsjöbaden. Sólo visitaba a Erika y su marido en muy contadas ocasiones. Se le antojó un síntoma de inmadurez.

Mikael ignoraba por completo cómo funcionaba exactamente el matrimonio de Erika y Greger. Conocía a Erika desde principios de los ochenta. Pensaba seguir manteniendo su relación con ella hasta que fuese demasiado viejo y no pudiese levantarse de la silla de ruedas. La historia sólo se había visto interrumpida durante un breve período a finales de la década, cuando ambos, cada uno con su respectiva pareja, contrajeron matrimonio. La interrupción duró más de un año, hasta que les fueron infieles a sus cónyuges.

Para Mikael aquello terminó en divorcio. Para Erika significó la constatación por parte de Greger Backman de que una pasión sexual así, después de tantos años, probablemente fuera tan fuerte que sería absurdo pretender que las convenciones o la moral vigente lograran que cada uno de ellos se mantuviera alejado de la cama del otro. Greger también le explicó que no quería arriesgarse a perderla de la misma manera que Mikael había perdido a su mujer.

Cuando Erika confesó su infidelidad, Greger Backman llamó a la puerta de la casa de Blomkvist, quien había estado esperando y temiendo esa visita. Mikael se sentía como una mierda. Pero en vez de romperle la cara, Greger Backman le propuso ir a tomar algo. Cerraron tres pubs de Södermalm antes de ir lo suficientemente cargados como para entablar una conversación seria, cosa que tuvo lugar en un banco de Mariatorget, más o menos al amanecer.

A Mikael le costó creer a Greger Backman cuando éste le comentó con franqueza que, si intentaba sabotear su matrimonio con Erika, volvería a visitarlo, sobrio y con un garrote, pero que si sólo se trataba de deseo carnal y de la incapacidad que tiene el alma de moderarse y templarse, entonces lo aceptaba.

Mikael y Erika continuaron su relación con el visto bueno de Greger Backman y sin intentar ocultarle nada. Por lo que Mikael sabía, Greger y Erika seguían siendo felices en su matrimonio. Mikael aceptaba que Greger consintiera su relación sin protestas, incluso hasta el punto de que Erika, si le apetecía -algo que ocurría con cierta regularidad-, no tenía más que coger el teléfono y comunicarle que pensaba pasar la noche con Mikael.

Greger Backman nunca criticó a Mikael. Ni una sola palabra. Al contrario, parecía creer que la relación entre Erika y Mikael era positiva, y que el amor que Greger sentía por ella se hacía más profundo al no poder dar por descontado que Erika siempre estaría con él.

En cambio, Mikael nunca se sintió cómodo en compañía de Greger, lo cual constituía un sombrío recordatorio de que, por liberales que fuesen las relaciones, también tenían un precio. Por consiguiente, sólo había visitado Saltsjöbaden en contadas ocasiones, cuando Erika daba grandes fiestas y su ausencia lo hubiera puesto en evidencia.

Se detuvo delante de su chalé de doscientos cincuenta metros cuadrados. Resuelto, a pesar de lo desagradable que resultaba llegar con malas noticias, puso el dedo en el timbre y lo mantuvo allí unos cuarenta segundos, hasta que oyó pasos. Greger Backman abrió con una toalla rodeándole la cintura y una cara de somnolienta rabia que, al encontrarse con el amante de su mujer en la escalera, se convirtió en asombro.

– Hola, Greger -dijo Mikael.

– Buenos días, Blomkvist. ¿Qué coño de horas son éstas?

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