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Luego, se dio cuenta de que estaba demasiado cansado, tiró el café, se fue a casa y se metió en la cama. A oscuras, retomó el hilo de sus razonamientos y permaneció despierto dos horas intentando comprender qué quería decir.

Lisbeth Salander encendió un cigarrillo y se acomodó, frente a él, en la silla. Cruzó una pierna sobre la otra y le clavó una mirada penetrante. Per-Åke Sandström nunca había visto una mirada tan intensa. Continuó hablándole en voz baja.

– En enero de 2003 visitaste por primera vez a Ines Hammujärvi en su apartamento de Norsborg. Acababa de cumplir dieciséis años. ¿Por qué fuiste a verla?

Per-Åke Sandström no supo qué contestar. Ni siquiera podía explicar cómo empezó todo y por qué él… Lisbeth levantó la pistola eléctrica.

– Yo… no lo sé. Quería poseerla. Era tan guapa.

– ¿Guapa?

– Sí. Era guapa.

– Y por eso consideraste que tenías derecho a atarla a la cama y a follártela.

– Ella estaba de acuerdo. Lo juro. Era con su consentimiento.

– ¿Le pagaste?

Per-Äke Sandström se mordió la lengua.

– No.

– ¿Por qué no? Era una puta. A las putas se les suele pagar.

– Ella era un… un regalo.

– ¿Un regalo? -había sorpresa en la voz de Lisbeth Salander.

Su voz había adquirido un tono peligroso.

– Me la ofrecieron como pago a un favor que yo le había hecho a otra persona.

– Per-Åke -dijo Lisbeth Salander como para hacerle entrar en razón-. ¿No estarás evitando responder a mi pregunta?

– No, te lo juro. Voy a contestar a todas tus preguntas. Y no voy a mentir.

– Bien. ¿Qué favor y qué persona?

– Introduje esteroides anabolizantes en Suecia. Desde Estonia. Viajé hasta allí con unos cuantos conocidos para hacer un reportaje. Una de las personas con las que fui se llamaba Harry Ranta. Traje las pastillas en mi coche, pero él no regresó conmigo.

– ¿Cómo conociste a Harry Ranta?

– Lo conozco desde hace muchos años. Desde los años ochenta. Sólo es un amigo. Solíamos salir juntos.

– ¿Y fue Harry Ranta quien te ofreció a Ines Hammujärvi como «regalo»?

– Sí… no, perdón, eso sucedió más tarde, aquí, en Estocolmo. Fue su hermano, Atho Ranta.

– ¿Quieres decir que Atho Ranta llamó de buenas a primeras a tu puerta y te preguntó sin más si querías ir a Norsborg a follarte a Ines?

– No… Estuve… Celebramos una fiesta… Joder, no me acuerdo de dónde estábamos…

De repente se puso a temblar descontroladamente y sintió cómo se le empezaban a doblar las rodillas. Tuvo que hacer fuerza con los pies para no caerse.

– Tómate el tiempo que quieras -dijo Lisbeth Salander-. No te voy a colgar porque tardes en aclararte. Pero en cuanto vea que te me escaqueas… ¡Pum!

Lisbeth arqueó las cejas y de pronto adquirió un aspecto angelical. Todo lo angelical que una persona con una grotesca máscara podía resultar.

Per-Äke Sandström asintió con la cabeza. Tragó saliva. Tenía sed y la boca seca como la estopa, sintió cóme la soga le apretaba el cuello.

– El lugar donde te emborrachaste me trae sin cuidado. ¿Por qué Atho Ranta te ofreció a Ines?

– Estuvimos hablando de… yo… yo le conté que quería…

Se echó a llorar.

– Que querías una de sus putas. Asintió con la cabeza.

– Estaba borracho. Él dijo que ella necesitaba… necesitaba…

– ¿Qué necesitaba ella?

– Atho dijo que necesitaba un castigo. Le daba mucha guerra. No hacía lo que él quería.

– ¿Y qué quería Atho que hiciera ella?

– Que fuera su puta. Él me ofreció… Yo estaba borracho y no sabía lo que hacía. Yo no quería… Perdóname.

Se sorbió los mocos.

– No es a mí a quien debes pedir perdón. Así que te ofreciste a ayudar a Atho para castigar a Ines y os fuisteis a su casa.

– No, no fue así.

– Entonces, cuéntamelo tú. ¿Por qué acompañaste a Atho a casa de Ines?

Lisbeth jugueteaba con la pistola eléctrica manteniéndola en equilibrio sobre su rodilla. Él comenzó a temblar otra vez.

– Fui a casa de Ines porque quería poseerla. Estaba allí y estaba a la venta. Ines vivía con una amiga de Harry Ranta. No me acuerdo cómo se llamaba. Atho cogió una cuerda y ató a Ines a la cama y yo… yo me acosté con ella. Atho miraba.

– No, no te acostaste con ella. La violaste.

No contestó.

– ¿A que sí?

Asintió con la cabeza.

– ¿Qué dijo Ines?

– No dijo nada.

– ¿No protestó?

Negó con la cabeza.

– O sea, que a ella le gustaba que un guarro de cincuenta años la atara a la cama y la violara.

– Estaba borracha. Le daba igual.

Lisbeth Salander suspiró resignadamente.

– Vale. Luego seguiste yendo a verla.

– Estaba tan… me quería.

– ¡Y una mierda!

Desesperado, observó a Lisbeth Salander. Luego asintió.

– Yo la… la violé. Harry y Atho habían dado su permiso. Querían que ella fuese… que fuese adiestrada.

– ¿Les pagaste?

Asintió.

– ¿Cuánto?

– Era un precio de amigo. Yo les ayudé con el contrabando.

– ¿Cuánto?

– En total, unos cuantos miles de coronas.

– En una de las fotos Ines aparece aquí, en tu piso.

– La trajo Harry.

Volvió a sorberse los mocos.

– Así que por unos pocos billetes de mil tenías a una chica con la que podías hacer lo que te daba la gana. ¿Cuántas veces la violaste?

– No lo sé… algunas.

– Vale. ¿Quién es el jefe de esa banda?

– Me matarán si me chivo.

– Eso no es asunto mío. Ahora mismo yo represento un problema bastante más gordo para ti que los hermanos Ranta.

Levantó la pistola eléctrica.

– Atho. Es el mayor. Harry es el que se encarga de la parte práctica.

– ¿Quién más está en la banda?

– Yo sólo conozco a Harry y a Atho. La chica de Atho también está metida. Y un chico que se llama… No sé, Pelle algo. Es sueco. No sé quién es. Es un drogata y le mandan hacer recados.

– ¿La chica de Atho?

– Silvia. Es puta.

Lisbeth se quedó callada reflexionando un instante. Luego levantó la vista.

– ¿Quién es Zala?

Per-Åke Sandström palideció. La misma pregunta con la que le había dado la lata Dag Svensson. Permaneció callado largo rato hasta que advirtió que la chiflada esa se estaba cabreando.

– No lo sé -contestó-. No sé quién es.

El rostro de Lisbeth Salander se ensombreció.

– Hasta ahora te has portado muy bien. No lo eches todo por la borda -dijo.

– Te lo juro por mi honor y mi conciencia. No sé quién es. El periodista al que mataste…

Se calló de repente, consciente de que tal vez no fuera una buena idea ponerse a hablar de su orgía asesina de Enskede.

– ¿Sí?

– … me preguntó lo mismo. No lo sé. Si lo supiera, te lo diría. Te lo juro. Es alguien que Atho conoce.

– ¿Has hablado con él?

– Tan sólo un minuto. Por teléfono. Hablé con alguien que decía llamarse Zala. Mejor dicho, él habló conmigo.

– ¿Para qué?

Per-Åke Sandström parpadeó. Unas gotas de sudor resbalaron hasta sus ojos, al tiempo que sintió cómo los mocos le recorrían la barbilla.

– Yo… ellos necesitaban que les volviese a hacer un favor.

– Me estoy aburriendo -dijo Lisbeth Salander.

– Me pidieron que hiciera otro viaje a Tallin y que les trajera un coche que ya estaba preparado. Anfetaminas. Yo no quería.

– ¿Por qué?

– Era demasiado. Ellos eran gánsteres profesionales. Yo tenía un trabajo y quería apartarme de todo eso.

– ¿Intentas decirme que para ti ser gánster es un hobby?

– Yo no soy así -contestó, apenado.

– Ah, vale.

Su voz desprendía tal desprecio que Per-Åke Sandström cerró los ojos.

– Sigue. ¿Cómo entró Zala en escena?

– Aquello fue una pesadilla.

Se calló y de repente las lágrimas volvieron a aflorar. Se mordió el labio con tanta fuerza que se lo partió y empezó a sangrar.

– Venga, sigue -dijo Lisbeth Salander fríamente.

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