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Ignoraba con qué se iba a encontrar pero, al levantar la vista, el shock no pudo ser mayor. Al principio, no reconoció a la loca psicópata cuya fotografía había ocupado las portadas de los periódicos desde las fiestas de Pascua. Tenía el pelo negro y corto; no se parecía en absoluto a las fotos. Iba vestida completamente de negro: vaqueros, una abierta chaqueta de algodón que le llegaba hasta la cintura, camiseta y guantes.

Lo que más miedo le produjo fue su rostro. Iba pintada. Con pintalabios negro, eyeliner y una vulgar y llamativa sombra de ojos de tono verdinegro. El resto estaba cubierto de blanco. Recorriendo la cara en diagonal, desde la parte izquierda de la frente hasta la parte derecha de la mandíbula, cruzándole la nariz, tenía pintada una ancha banda roja.

Era una máscara grotesca. Parecía estar completamente perturbada.

Su cerebro opuso resistencia. La situación le resultaba irreal.

Lisbeth Salander agarró el cabo de la cuerda y tiró. Él sintió cómo la soga se le hundió en el cuello y fue incapaz de respirar durante unos cuantos segundos. Luego, se revolvió buscando un sitio en el que apoyar los pies. Con la ayuda de la polea, a ella le costó muy poco levantarlo. Cuando ya estaba completamente erguido, dejó de subirlo, le dio unas cuantas vueltas a la cuerda y haciendo un nudo marinero la ató a la tubería de agua de un radiador.

Después, lo dejó, desapareció de su campo de visión. Estuvo fuera quince minutos. Al volver, acercó una silla y se sentó frente a él. Sandström intentó desviar la mirada de su cara pintada, pero no pudo. Lisbeth dejó una pistola sobre la mesa del salón. «Mi propia pistola. La habrá encontrado en la caja de zapatos del armario.» Una Colt 1911 Government. Una pequeña arma ilegal que tenía desde hacía ya varios años. Se la compró, por puro capricho, a un amigo suyo que quería venderla, aunque ni siquiera la había probado. Ante sus ojos, ella abrió el cargador y lo llenó de munición. Lo introdujo en la pistola y alimentó el cañón con una bala. Per-Åke Sandström creyó desmayarse. Se forzó a sostener la mirada de ella.

– No entiendo por qué los hombres siempre documentáis vuestras perversiones -dijo Lisbeth en voz baja.

Tenía una voz suave, pero fría como el hielo. Cogió una foto, impresa directamente del ordenador de Sandström, y la sujetó en alto.

– Supongo que ésta es la chica estoniana, Ines Hammujärvi, de diecisiete años, originaria del pueblo de Rieplau, a las afueras de Narva. ¿Te lo pasaste bien con ella?

La pregunta era retórica. Per-Åke Sandström no podía contestar. Su boca seguía tapada con la cinta y su cerebro no era capaz de emitir respuesta alguna. En la foto se veía… «Dios mío, ¿por qué guardaría las fotos?»

– ¿Sabes quién soy? Dimelo con la cabeza.

Per-Åke Sandström asintió.

– Eres un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador.

Él no se movió.

– Admítelo.

Volvió a asentir. De repente, las lágrimas afloraron a sus ojos.

– Dejemos las cosas claras -dijo Lisbeth Salander-. Mi opinión es que deberías ser ejecutado inmediatamente. Me trae sin cuidado si sobrevives a esta noche o no. ¿Entiendes?

Él asintió.

– A estas alturas no creo que hayas pasado por alto que soy una loca a la que le encanta matar gente. Especialmente hombres.

Señaló los periódicos vespertinos de los últimos días que él había acumulado sobre la mesa del salón.

– Voy a quitarte la cinta de la boca. Si gritas o subes la voz, te daré con ésta.

Levantó la pistola eléctrica.

– Este trasto es muy dañino; y dispara descargas de setenta y cinco mil voltios. En esta ocasión serán unos sesenta mil, porque ya la he usado una vez y no la he cargado. ¿Lo entiendes?

Él pareció dudar.

– Eso significa que tus músculos dejarán de responder. Fue lo que te pasó en la puerta cuando llegaste a casa. -Ella le sonrió-. Y eso, a su vez, significa que las piernas no te sostendrán y que te ahorcarás tú solito. Después de disparar, me levantaré y abandonaré la casa.

Él asintió con la cabeza. «Dios mío, es una maldita asesina loca.» No pudo remediar que las lágrimas corrieran sin control por sus mejillas. Se sorbió los mocos.

Ella se levantó y le quitó la cinta. Su grotesco rostro quedó tan sólo a escasos centímetros del suyo.

– Calla -dijo ella-. No digas ni una palabra. Si hablas sin mi permiso, usaré la pistola.

Ella esperó a que él terminara de sorberse los mocos y lo miró fijamente.

– Tienes una sola oportunidad de sobrevivir a esta noche -dijo-. Una, no dos. Te voy a hacer una serie de preguntas. Si las contestas, te dejaré vivir. Mueve la cabeza si lo has comprendido.

Él movió afirmativamente la cabeza.

– Si te niegas a contestar a alguna de las preguntas, te dispararé. ¿Entiendes?

Él asintió.

– Si me mientes o tus respuestas son evasivas, te daré.

Volvió a asentir.

– No voy a negociar contigo. No tendrás otra oportunidad. O respondes a mis preguntas de inmediato o mueres. Si tus contestaciones me resultan satisfactorias, vivirás. Así de fácil.

Asintió de nuevo con la cabeza. La creyó. No tenía elección.

– Por favor -dijo-. No quiero morir.

Ella lo miró seriamente.

– Vivir o morir tan sólo depende de ti. Pero acabas de romper mi primera regla. No puedes hablar sin mi permiso.

Apretó la boca. «Dios mío, está loca de atar.»

Mikael Blomkvist estaba tan frustrado e intranquilo que no sabía qué hacer. Al final, se puso la cazadora y la bufanda y se fue paseando sin rumbo fijo en dirección a Södra Station. Pasó el arco de Bofill y, al final, acabó en la redacción de Götgatan, que estaba a oscuras y en silencio. No encendió ninguna luz, pero sí la cafetera eléctrica. Se acercó a la ventana y contempló Götgatan mientras esperaba que el agua pasara por el filtro. Intentó aclararse las ideas. Tenía la sensación de que toda la investigación sobre los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman era un mosaico desmembrado en el que ciertas piezas resultaban discernibles mientras que otras habían desaparecido por completo. El mosaico formaba un dibujo. Podía imaginar su forma, pero no alcanzaba a verlo. Faltaban demasiadas piezas.

Le asaltaron las dudas. «Lisbeth no es una loca asesina», se recordó a sí mismo. Ella le había comunicado que no mató a Dag y Mia. La creía. No obstante, de alguna manera que no alcanzaba a comprender, estaba estrechamente ligada al misterio.

Empezó a reconsiderar con calma la teoría que había defendido desde que entrara en el apartamento de Enskede. Sin vacilación alguna, había partido de la premisa de que el reportaje sobre trafficking de Dag Svensson constituía el único motivo lógico que existía para matar a Dag y a Mia. Ahora, comenzaba a aceptar lo que decía Bublanski; eso no explicaba el asesinato de Bjurman.

Salander le había escrito que podía pasar de los puteros y centrarse en Zala. «¿Cómo? ¿Qué quería decir Lisbeth? ¡Joder, qué tía más complicada! ¿Por qué no podía expresarse de forma comprensible?»

Mikael volvió a la cocina y se sirvió café en una taza que llevaba el logotipo de la Joven Izquierda. Se sentó en el sofá de la redacción, puso los pies sobre la mesa y encendió un cigarrillo clandestino.

Gunnar Björck tenía que ver con la lista de los puteros; Bjurman con Salander. No podía ser una casualidad que tanto Bjurman como Björck hubieran trabajado en la Säpo. El informe policial sobre Lisbeth Salander había desaparecido.

«¿Y si hay más de un móvil?»

Se quedó quieto un instante, valorando esa posibilidad.

«Míralo desde otra perspectiva.»

«¿Puede Lisbeth Salander ser el móvil?»

Mikael se quedó sentado pensando en una idea que no conseguía formular con palabras. Allí se escondía algo, pero no era capaz de explicar exactamente lo que significaba que la propia Lisbeth Salander en persona pudiera ser el móvil de un asesinato. Experimentó la fugaz sensación de tener la solución al alcance de la mano.

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