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Al cabo de unos metros, comprendió que era inútil. El vehículo en el que habían metido a Miriam Wu como si se tratara de un saco de patatas arrancó con suavidad, hizo un giro de ciento ochenta grados y, antes de que Paolo Roberto ni siquiera tuviera tiempo de coger velocidad, ya estaba en medio de la calzada. Desapareció en dirección a la iglesia de Högalid. Paolo Roberto se detuvo en seco, dio media vuelta, volvió tan rápido como pudo a su coche y entró abalanzándose sobre el volante. Arrancó derrapando e imitó el giro de ciento ochenta grados. La furgoneta ya había desaparecido cuando él llegó a la intersección. Frenó, miró hacia Högalidsgatan, y luego se arriesgó girando a la izquierda, en dirección a Hornsgatan.

Al llegar a Hornsgatan, el semáforo estaba en rojo, pero como no había tráfico aprovechó para colocarse en medio del cruce y mirar a su alrededor. Las únicas luces traseras que divisó acababan de torcer a la izquierda por Långholmsgatan y subir por el puente de Liljeholmen. No pudo ver si se trataba de la furgoneta, pero era el único vehículo que había a la vista, así que Paolo Roberto pisó a fondo. Lo detuvo un semáforo en Långholmsgatan, donde hubo de esperar a que el tráfico de Kungsholmen pasara mientras los segundos avanzaban. Cuando no había nadie en el cruce pisó de nuevo el acelerador a fondo y se saltó el disco. Rezó para que ningún coche patrulla lo parara en ese momento.

Conducía muy por encima del límite de velocidad permitido en el puente y aceleró al pasar Liljeholmen. Seguía sin saber si se trataba de la misma furgoneta que había vislumbrado o si se habría desviado ya hacia Grondai o Årsta. Volvió a arriesgarse y aceleró a fondo. Iba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y adelantó como un rayo a los pocos conductores que había y respetaban la ley, dando por descontado que alguno que otro apuntaría su matrícula.

A la altura de Bredäng volvió a ver la furgoneta. Le fue ganando terreno y, cuando estuvo a unos cincuenta metros, constató que se trataba del vehículo correcto. Redujo la velocidad a noventa por hora y se mantuvo tras él a unos doscientos metros. Fue entonces cuando volvió a respirar.

Miriam Wu notó cómo le corría la sangre por el cuello en el mismo instante que aterrizó en el suelo de la furgoneta. Sangraba por la nariz. Tenía el labio inferior partido y, probablemente, el tabique nasal roto. El ataque había llegado como un relámpago en medio de un cielo claro. Su resistencia fue neutralizada en menos de un segundo. Sintió cómo arrancaron antes de que ni siquiera se hubiesen cerrado las puertas corredizas. Por un momento, cuando el vehículo dio media vuelta, el gigante rubio perdió el equilibrio.

Miriam Wu se puso de costado y, apoyando una cadera en el suelo, tomó impulso. Cuando el gigante rubio se volvió hacia ella, le pegó una patada. Le dio en un lado de la cabeza; vio la marca de su tacón. Debería haberle hecho daño.

Él se quedó mirándola desconcertado. Luego sonrió.

«Dios mío, ¿quién es este puto monstruo?»

Volvió a asestarle otra patada, pero él le agarró la pierna y le giró el pie con tanta violencia que ella lanzó un grito de dolor y se vio obligada a ponerse boca abajo.

Luego se inclinó sobre ella y le pegó un manotazo en un lado de la cabeza. Miriam Wu vio las estrellas. Era como si le hubiesen golpeado con un mazo. El gigante se sentó sobre la espalda de Wu. Ella intentò quitárselo de encima pero era tan pesado que no fue capaz de moverlo ni un solo milímetro. Él le puso las manos a la espalda y se las inmovilizó con unas esposas. Estaba indefensa. De repente, Miriam Wu sintió un paralizante terror.

De camino a casa desde Tyresö, Mikael Blomkvist pasó por el Globen. Había dedicado toda la tarde a visitar a tres puteros de la lista. No le aportaron nada. Se encontró con individuos aterrorizados que ya habían sido entrevistados por Dag Svensson y que sabían que el mundo no tardaría en caérseles encima. Suplicaron e imploraron. Los borró a todos de su lista particular de sospechosos.

Mientras cruzaba el puente de Skanstull, cogió el móvil y llamó a Erika Berger. No contestó. Llamó a Malin Eriksson. Tampoco respondió. Joder. Era tarde. Quería hablar con alguien.

Se preguntó si Paolo Roberto habría tenido algún éxito con Miriam Wu y marcó su número. Oyó cinco tonos antes de que le contestara.

– Sí.

– Hola, soy Blomkvist. Me preguntaba cómo te ha…

– Blomkvist, estoy… ssssccraaaap furgoneta scrrraaaap Miriam.

– No te oigo.

– Scrp scrrrraaap scrraaaap.

– Te pierdo. No te oigo.

Luego se cortó la llamada.

Paolo Roberto soltó unos cuantos tacos. La batería del móvil acababa de morir en el mismo instante en que pasó Fittja. Pulsó el botón ON y consiguió reanimarlo. Marcó el número de emergencia, pero nada más contestarle el teléfono volvió a apagarse. «Mierda.»

Tenía un cargador que iba con el encendedor del coche. El cargador estaba encima de la cómoda de su casa. Tiró el móvil sobre el asiento del copiloto y se concentró en no perder de vista las luces traseras de la furgoneta. Estaba conduciendo un BMW con el depósito lleno; no había ni una puta posibilidad de que se le escaparan. Pero no quería llamar la atención, así que mantuvo una distancia prudencial de doscientos metros.

«Un maldito monstruo atiborrado de esteroides le da una paliza a una chica delante de mis narices. Con ese cabrón quiero hablar yo.»

Si Erika Berger hubiese estado presente, habría tildado a Paolo de macho cowboy. Él lo llamaba simplemente cabreo.

Mikael Blomkvist pasó por Lundagatan; comprobó que el edificio de Miriam Wu estaba a oscuras. Hizo un nuevo intento de llamar a Paolo Roberto, pero le saltó el mensaje de que el abonado no se encontraba disponible. Murmuró una maldición, se fue a casa y preparó café y sándwiches.

La persecución duró más de lo que Paolo Roberto se había imaginado. Pasaron por Södertälje y luego enfilaron la E 20 en dirección a Strängnäs. Poco después de Nykvarn, la furgoneta se desvió a la izquierda y, metiéndose por carreteras secundarias de la provincia de Södermanland, se adentraron en pleno campo. Ahora el riesgo de llamar la atención y de que lo descubrieran era mayor. Paolo Roberto levantó el pie del acelerador y dejó aún más distancia entre él y la furgoneta.

La geografía no era el fuerte de Paolo, pero, hasta donde su conocimiento alcanzaba, suponía que se encontraban en la parte occidental del lago Yngern. Al no ver el vehículo aumentó la velocidad. Salió a una extensa recta y frenó.

Ni rastro. Había muchos desvíos sin señalizar por la zona. Los había perdido.

A Miriam Wu le dolían el cuello y la cara, pero había podido controlar su pánico y, con ello, la angustia de sentirse indefensa. Él no le había vuelto a pegar y la había dejado sentarse apoyando la espalda contra la parte trasera del respaldo del asiento del conductor. Miriam tenía las manos esposadas y una cinta adhesiva cubriéndole la boca. Una de las fosas nasales estaba obstruida a causa de la sangre; le costaba respirar.

Estudió al gigante rubio. Desde que le tapara la boca, no había pronunciado ni una palabra y la habia ignorado por completo. Reparó en la marca que tenía donde ella le había dado la patada. Debería haberle causado un daño mayor, pero él apenas pareció percatarse del golpe. No era normal.

Era grande, tenía una impresionante constitución física. Sus enormes músculos inducían a pensar que pasaba en el gimnasio muchas horas por semana. Pero no era un culturista; sus músculos parecían naturales. Sus manos tenían el tamaño de una sartén. Ahora entendía por qué tuvo la impresión de que le pegaban con un mazo cuando él la abofeteó.

La furgoneta avanzaba dando botes por un camino lleno de baches.

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