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No tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba, pero le dio la sensación de que habían ido por la E 4 con dirección sur durante bastante tiempo antes de meterse por las carreteras comarcales.

Sabía que aunque hubiese tenido las manos libres no habría podido hacer nada contra el gigante rubio. Se sentía absolutamente desamparada.

Malin Eriksson llamó a Mikael Blomkvist poco después de las once. Él acababa de llegar a casa y poner la cafetera y estaba en la cocina cortando una rebanada de pan.

– Disculpa que te llame tan tarde. Llevo horas intentando hablar contigo, pero no coges el móvil.

– Perdóname. Lo he tenido apagado durante todo el día. He estado entrevistando a unos cuantos puteros.

– Tengo algo que puede ser de interés -dijo Malin.

– A ver.

– Bjurman. Me habías pedido que hurgara en su pasado.

– Sí.

– Nació en 1950 y empezó a estudiar Derecho en 1970. Terminó la carrera en 1976. Comenzó a trabajar en el bufete de Klang y Reine en 1978 y, en 1989, abrió uno propio.

– Muy bien.

– En 1976 -durante un breve período de unas cuantas semanas- hizo prácticas en el Tribunal de Primera Instancia. Nada más licenciarse, ese mismo año, y hasta 1978, fue jurista de la Dirección Nacional de la Policía.

– Vale.

– He indagado en lo que hacía. Ha sido difícil de encontrar, pero trabajó en la Säpo con asuntos jurídicos. Concretamente, en el Departamento de Extranjería.

– ¿Qué coño estás diciendo?

– Que debió de coincidir con ese Björck.

– ¡Será hijo de puta! No me ha dicho ni palabra de que hubiera trabajado con Bjurman.

La furgoneta tenía que estar cerca. Paolo Roberto se había mantenido a tanta distancia que, a ratos, perdió de vista al vehículo, pero lo había vislumbrado justo unos minutos antes de que desapareciera. Dio marcha atrás invadiendo el arcén y tomó rumbo norte. Condujo despacio buscando algún desvío.

Cuando apenas había recorrido ciento cincuenta metros, de repente, vio a través de una estrecha abertura en el espesor del bosque el destello de un haz de luz. Al otro lado de la carretera descubrió un pequeño camino forestal y giró el volante. Se adentró una decena de metros y aparcó. No se molestó en cerrar con llave. Cruzó la carretera corriendo y saltó la cuneta. Cuando se abrió camino entre la maleza y los árboles, deseó haber llevado encima una linterna.

El bosque no era tal, se trataba sólo de una hilera de árboles que se extendía paralelamente a la carretera. De pronto, fue a dar a un patio de grava. Divisó unos edificios bajos y oscuros. Se estaba acercando, cuando la iluminación del portón de carga de uno de ellos se encendió inesperadamente.

Paolo se arrodilló y se quedó quieto. Un segundo más tarde, se encendió la luz en el interior del edificio. Tenía pinta de ser un almacén; mediría unos treinta metros de largo. En la parte superior de la fachada, muy arriba, distinguió una estrecha fila de ventanas. El patio estaba lleno de contenedores y a la derecha había una carretilla de carga de color amarillo. Al lado, estaba aparcado un Volvo blanco. Gracias a la iluminación exterior, descubrió la furgoneta, a sólo veinticinco metros de él.

Entonces, justo delante de sus narices, se abrió la puerta del portón de carga. Un hombre rubio con una tripa cervecera salió del almacén y encendió un cigarrillo. Cuando giró la cabeza, Paolo vio cómo la silueta de una coleta se perfiló contra la luz de la entrada.

Paolo siguió inmóvil con una rodilla apoyada en el suelo. Estaba delante del hombre, a menos de veinte metros, totalmente a la vista, pero la llama del mechero eliminó por un momento su visión nocturna. Acto seguido, tanto Paolo como el hombre de la coleta oyeron un grito medio apagado en el interior de la furgoneta. Cuando la coleta empezó a moverse en dirección al vehículo, Paolo echó cuerpo a tierra muy despacio.

Oyó cómo se abrían las puertas corredizas de la furgoneta y vio cómo el gigante rubio salió de allí dando un salto. A continuación, metió medio cuerpo en el interior para sacar a Miriam Wu a rastras. La cogió por la axila, la levantó y la mantuvo así, sin ningún problema, mientras ella pataleaba. Los dos hombres parecieron intercambiar unas palabras, pero Paolo no pudo oír lo que decían. Luego, el de la coleta abrió la puerta del conductor y subió. Arrancó y atravesó el patio dibujando una cerrada curva. El haz de luz de los faros pasó a escasos metros de Paolo. La furgoneta desapareció por un camino y Paolo oyó alejarse el ruido del motor.

Con Miriam Wu en los brazos, el gigante rubio entró por la puerta del portón de carga. Paolo vislumbró una sombra a través de las ventanas situadas en la parte superior. Le dio la impresión de que se desplazaba hacia el fondo del edificio.

Se incorporó en estado de alerta. Tenía la ropa mojada. Se sentía aliviado y a la vez preocupado. Aliviado por el hecho de haber localizado la furgoneta y tener cerca a Miriam Wu. Y preocupado, a la vez que lleno de respeto, por ese gigante rubio que la manejaba como si fuese la bolsa de la compra de Konsum. Paolo había constatado que se trataba de un hombre muy grande y que aparentaba poseer una fuerza descomunal.

Lo razonable sería retirarse y llamar a la policía, pero su móvil estaba completamente muerto. Además, no sabía a ciencia cierta dónde se hallaba y no podía describir con precisión cómo llegar. Tampoco tenía ni idea de lo que estaría ocurriendo con Miriam Wu dentro del almacén.

Se desplazó con sigilo, bordeó el edificio describiendo un semicírculo y advirtió que al parecer sólo existía un único acceso. Dos minutos después, ya se encontraba de nuevo en la entrada. Tuvo que tomar una decisión. Paolo no dudaba de que el gigante rubio fuera uno de los malos; había maltratado y raptado a Miriam Wu. Sin embargo, Paolo no estaba particularmente asustado. Tenía mucha confianza en sí mismo y sabía que podía hacer mucho daño si la cosa llegara a las manos. La cuestión, no obstante, era si el hombre del almacén iría armado y si allí dentro habría más personas. Lo dudaba. No debía de haber nadie más aparte de Miriam Wu y el gigante rubio.

El portón tenía la anchura suficiente para que la carretilla pasara sin problemas. En el centro estaba la puerta de entrada. Paolo se acercó, puso la mano en el picaporte y la abrió. Entró en un almacén grande e iluminado, lleno de trastos, cajas de cartón rotas y otros objetos inservibles tirados por el suelo.

Miriam Wu sintió cómo las lágrimas rodaban por sus mejillas. Eran más de impotencia que de dolor. Durante el trayecto, el gigante la había ignorado por completo. En cuanto la furgoneta se detuvo, le quitó la cinta de la boca. Luego la levantó, la llevó dentro y la depositó en el suelo de cemento haciendo oídos sordos a sus súplicas y protestas. La contempló con una gélida mirada.

Entonces, Miriam Wu comprendió que iba a morir allí dentro.

Él le dio la espalda y se acercó a una mesa, en la que abrió una botella de agua mineral, que se bebió a grandes tragos. No le había inmovilizado las piernas, de modo que Miriam Wu hizo un ademán de levantarse.

Él se giró y le sonrió. Se encontraba más cerca de la puerta que ella; no tendría ninguna oportunidad. Resignada, se dejó caer de rodillas y se enfureció consigo misma. «Me cago en… No voy a tirar la toalla sin luchar. -Se volvió a levantar y apretó los dientes-. Ven aquí, gordo de mierda.»

Con las manos esposadas en la espalda, se sentía torpe y falta de equilibrio, pero cuando él se acercó, ella comenzó a dar vueltas a su alrededor buscando un hueco. Le pegó una patada en las costillas, se volvió y le dio otra, esta vez dirigida a la entrepierna. Le alcanzó la cadera, de modo que retrocedió un metro y cambió de pierna para prepararse para la siguiente. Al tener las manos en la espalda no contaba con el suficiente equilibrio para acertarle en la cabeza; sin embargo, le propinó un potente puntapié en el pecho.

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