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Él extendió una mano, la agarró del hombro y le dio media vuelta como si fuera de papel. Le pegó un solo puñetazo, no muy fuerte, en los riñones. Miriam Wu gritó como una posesa cuando el paralizante dolor le atravesó el diafragma. Cayó nuevamente de rodillas. Él la abofeteó y la tiró al suelo. Después, levantó el pie y le dio una patada en el costado. Miriam se quedó sin aire y oyó cómo se le rompían las costillas.

Paolo Roberto no vio ni un golpe de la paliza, pero, de pronto, oyó a Miriam Wu aullar de dolor, un alarido agudo y estridente, que cesó al instante. Volvió la cabeza en dirección al grito y apretó los dientes. Detrás de un tabique había otra estancia. Cruzó el interior del almacén sin hacer ruido y, con sumo cuidado, se asomó por la puerta justo cuando el gigante rubio tumbaba a Miriam Wu de espaldas. El gigante desapareció de su campo de visión durante unos segundos para regresar de inmediato con una motosierra que dejó en el suelo delante de ella. Paolo Roberto arqueó las cejas.

– Quiero que me contestes a una sencilla pregunta.

Tenía una voz extrañamente aguda, casi como si aún no le hubiese cambiado. Paolo advirtió un leve acento extranjero.

– ¿Dónde está Lisbeth Salander?

– No lo sé -murmuró Miriam Wu.

– Respuesta incorrecta. Te doy otra oportunidad antes de arrancar esto.

Se puso de cuclillas y le dio varias palmadas a la motosierra.

– ¿Dónde se esconde Lisbeth Salander?

Miriam Wu negó con la cabeza.

Paolo dudó, pero cuando el gigante rubio alargó la mano para coger la motosierra, Paolo Roberto entró en la habitación dando tres decididos pasos y le metió un fuerte derechazo en los riñones.

Paolo Roberto no se había convertido en un boxeador de fama mundial por ser un blandengue en el cuadrilátero. De las treinta y tres peleas de su carrera profesional había ganado veintiocho. Cuando endosaba un puñetazo esperaba algún tipo de reacción. Por ejemplo, que la persona golpeada se tambaleara y se quejara de dolor. Y ahora era como si hubiera introducido la mano con todas sus fuerzas en una pared de hormigón. En todos los años que llevaba en el mundo del boxeo, nunca había sentido nada parecido. Perplejo, contempló al coloso que tenía ante él.

El gigante rubio se volvió y observó con igual sorpresa al boxeador.

– ¿Por qué no te metes con alguien de tu misma categoría de peso? -preguntó Paolo Roberto.

Le propinó en el diafragma una serie de derecha-izquierda-derecha a la que imprimió mucha fuerza. Unos puñetazos verdaderamente contundentes. Fue como golpear una pared. Tan sólo consiguió que el gigante retrocediera medio paso, más por asombro que por los golpes. De repente, sonrió.

– Eres Paolo Roberto -dijo el gigante rubio.

Desconcertado, Paolo se detuvo. Acababa de encajarle cuatro golpes que, según todas las leyes del boxeo, deberían tener como consecuencia que el gigante rubio estuviera en el suelo y él de camino a su rincón del cuadrilátero, mientras el arbitro empezaba a contar. Ni uno solo de sus golpes pareció tener el más mínimo efecto.

«Dios mío. Esto no es normal.»

Luego vio, casi a cámara lenta, cómo el gancho derecho del rubio surcaba los aires. El tipo era lento y dejaba adivinar el golpe con antelación. Paolo lo esquivó y lo paró parcialmente con el hombro izquierdo. Era como si le hubiesen dado con un tubo de hierro.

Lleno de un renovado respeto por su adversario, Paolo Roberto retrocedió dos pasos.

«Pasa algo con este tipo. Nadie pega así de fuerte.»

Paró automáticamente un gancho izquierdo con el antebrazo y, de inmediato, sintió un fuerte dolor. No tuvo tiempo de esquivar el gancho derecho que surgió de la nada y le impactó en la frente.

Paolo Roberto salió despedido como un guante y dio unas cuantas vueltas hacia atrás. Aterrizó, provocando un estruendo, contra una pila de palés de madera y se sacudió la cabeza. Sintió enseguida cómo la sangre le bañaba la cara. «Me ha abierto la ceja. Tendrán que darme puntos. Otra vez.»

A continuación, el gigante entró en su campo de visión y, por puro instinto, Paolo Roberto se echó a un lado. Faltó un pelo para que sus enormes puños le dieran otro mazazo. Retrocedió rápidamente tres o cuatro pasos y levantó los brazos en posición de defensa. Paolo Roberto estaba tocado.

El gigante rubio lo contempló con unos ojos que expresaban curiosidad y casi diversión. Luego adoptó la misma posición de defensa que Paolo Roberto. «Es un boxeador.» Tanteándose, empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro.

Los siguientes ciento ochenta segundos conformaron el combate más extraño en el que Paolo Roberto había participado jamás. No había cuerdas ni guantes. Tampoco segundos ni arbitros. Faltaba la campana que interrumpía la pelea y mandaba a cada una de las partes a su rincón para hacer una breve pausa con agua, sales y una toalla para limpiarse la sangre de los ojos.

De repente, Paolo Roberto comprendió que estaba combatiendo a vida o muerte. Todo el entrenamiento, todos esos años machacando sacos de arena, todas sus horas de sparring y todas las experiencias vividas en cada asalto se concentraban ahora en una única energía que le brotó de repente, cuando la adrenalina le subió como nunca antes le había sucedido.

Ahora ya no contenía sus puñetazos. Se abalanzaron uno contra otro en un intercambio de golpes en el que Paolo puso toda su fuerza y todos sus músculos. Izquierda, derecha, izquierda, izquierda de nuevo y un jab con la derecha en plena cara, esquivar el gancho de la izquierda, retroceder un paso, atacar con la derecha. Cada golpe de Paolo Roberto alcanzaba su objetivo.

Se hallaba ante el combate más importante de su vida. Peleaba casi tanto con el cerebro como con las manos. Consiguió bajar la cabeza y evitar todos los golpes que el gigante le mandaba.

Con la derecha, le endosó un gancho tan limpio en la mandíbula, que debería haber enviado a su contrincante a la lona, como un miserable saco. Le dio la sensación de haberse roto un hueso de la mano en el intento. Se miró los nudillos y advirtió que sangraban. Vio la cara enrojecida e hinchada del gigante rubio. Sin embargo, el adversario de Paolo no parecía ni siquiera notar los golpes.

Paolo retrocedió unos pasos e hizo una pausa mientras examinaba a su oponente. «No es un boxeador. Se mueve como un boxeador, pero está a años luz de saber boxear de verdad. Sólo está fingiendo. No sabe esquivar los golpes. Anuncia sus puñetazos. Y es muy lento.»

Después, el gigante, con el puño izquierdo, le encajó un gancho en el costado de la caja torácica. Fue el segundo golpe que acertó de pleno. Paolo sintió cómo el dolor le recorrió el cuerpo cuando las costillas crujieron. Intentó dar un paso atrás, pero tropezó con algún trasto del suelo y cayó de espaldas. Durante un segundo, vio al gigante cernirse sobre él. Tuvo el tiempo justo de echarse a un lado y consiguió, atolondrado, levantarse de nuevo.

Retrocedió e intentó reunir fuerzas.

El gigante volvió a abalanzarse sobre él. Paolo estaba a la defensiva. Esquivó, volvió a esquivar y retrocedió unos pasos. Sintió dolor cada vez que paró un golpe con el hombro.

Luego llegó ese momento que todo boxeador ha experimentado alguna vez con auténtico terror. Una sensación que podía invadirte en pleno combate, la de no dar la talla. La constatación de «mierda, estoy a punto de perder».

Es el momento decisivo de casi cualquier combate.

Es el momento en el que las fuerzas salen inesperadamente del cuerpo y la adrenalina sube con tanta intensidad que se convierte en una carga paralizadora, y una resignada capitulación se materializa como un fantasma en el ringside. Es el momento que separa al aficionado del profesional, al ganador del perdedor. Muy pocos de los boxeadores que se hallan de súbito al borde de ese abismo consiguen reunir las fuerzas necesarias para darle la vuelta al combate y convertir una derrota segura en una victoria.

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