Se encontraba en las inmediaciones de Stallarholmen, no muy lejos de Mariefred. Se trataba de una sencilla casa de madera de los años cincuenta, situada en medio del bosque. Entre los árboles pudo divisar, en el lago Melaren, una franja de hielo algo más clara.
Le resultaba imposible entender que alguien deseara pasar allí -totalmente aislado- su tiempo libre. Al cerrar la puerta del coche le asaltó una inmediata incomodidad. El bosque le pareció inquietante y amenazador. Se sintió observado. Empezó a caminar hacia la casa pero, de repente, oyó un crujido que le hizo detenerse en seco.
Miró fijamente hacia el bosque. En la tarde reinaban el silencio y la calma. Permaneció quieto dos minutos, con los nervios a flor de piel, antes de percibir, con el rabillo del ojo, una silueta que se movía sigilosamente entre los árboles. Cuando enfocó la mirada, la figura se hallaba completamente inmóvil, a unos treinta metros de él, observándolo fijamente desde el bosque.
El gigante rubio sintió una vaga sensación de pánico. Intentó discernir los detalles. Vio un rostro oscuro y huesudo. Parecía un enano: apenas un metro y vestido con una especie de traje de camuflaje hecho con ramitas deabedul y musgo. ¿Un gnomo del bosque bávaro? ¿Un leprechaun irlandés? ¿Hasta qué punto eran peligrosos?
El gigante rubio contuvo la respiración. Sintió que el vello se le ponía de punta.
Luego parpadeó intensamente y sacudió la cabeza. Cuando volvió a mirar, el ser se había desplazado unos diez metros a la derecha. «Allí no había nada.» Sabía que se lo estaba imaginando. Aun así, pudo ver con toda nitidez a esa criatura del bosque. De repente, se movió y se aproximó. Parecía querer alcanzar una posición de ataque, desplazándose con pequeños pero rápidos movimientos en semicírculo.
El gigante rubio se acercó apresuradamente a la casa. Llamó a la puerta con más fuerza y ansias de las que hubiera querido. En cuanto oyó el sonido de voces humanas en el interior, el pánico se disipó. Miró de reojo detrás de sí. «Allí no había nada.»
Pero hasta que no se abrió la puerta no se sintió aliviado. El abogado Nils Bjurman lo saludó educadamente y le pidió que entrara.
Al llegar arriba, tras haber bajado hasta el sótano una última bolsa con cosas de Lisbeth Salander, Miriam Wu soltó un suspiro de alivio. El piso estaba asépticamente limpio y olía a jabón, pintura y café recién hecho. Esto último era obra de Lisbeth. Se encontraba sentada en un taburete mientras contemplaba pensativa el piso vacío del que, como por arte de magia, habían desaparecido cortinas, alfombras, los vales de descuento que tenía sobre la nevera y los eternos trastos de la entrada. Se maravilló de lo grande que le parecía el piso.
Miriam Wu y Lisbeth Salander no compartían el mismo gusto ni en cuanto a ropa y decoración de interiores ni en cuanto a las cosas que las estimulaban intelectualmente. Mejor dicho: Miriam Wu tenía un gusto y unas ideas determinadas sobre cómo quería que fuera su vivienda, los muebles y la ropa que llevaba. Según Mimmi, Lisbeth Salander carecía por completo de gusto.
Tras haberse pasado por Lundagatan para inspeccionar el piso de Lisbeth con los ojos de una presunta compradora, tuvieron una conversación en la que Mimmi constató que la mayoría de los trastos debía ir fuera. Especialmente el miserable y mugriento sofá marrón del salón. ¿Lisbeth quería quedarse con algo? No. Durante dos semanas Mimmi pasó días enteros y unas cuantas horas cada tarde tirando viejos muebles recogidos de contenedores, limpiando armarios, fregando suelos, limpiando la bañera, pintando las paredes de la cocina, el salón y el recibidor, así como barnizando el parqué del salón.
Lisbeth no tenía ningún interés en ese tipo de trabajos, pero, en alguna que otra ocasión, se dejó caer para observar fascinada a Mimmi. Cuando terminaron, el piso estaba vacío, a excepción de una pequeña y desvencijada mesa de cocina de madera maciza que Mimmi quería acuchillar y barnizar, dos buenos taburetes con los que Lisbeth se había hecho cuando limpiaron la buhardilla del edificio, y una sólida estantería del salón que Mimmi consideró que, tal vez, podría ser útil.
– Me vendré este fin de semana. ¿Seguro que no te arrepientes?
– No necesito el piso.
– Pero es un piso cojonudo. Quiero decir que los hay más grandes y mejores, pero éste está en pleno Södermalm y los gastos de comunidad no son nada. Lisbeth, vas a perder una fortuna si no lo vendes.
– Tengo dinero de sobra.
Mimmi se calló, insegura de cómo interpretar las parcas respuestas de Lisbeth.
– ¿Y dónde vas a vivir?
Lisbeth no contestó.
– ¿Se te puede visitar?
– Por ahora, no.
Lisbeth abrió su bandolera y sacó unos papeles que le acercó a Mimmi.
– He arreglado el tema del contrato con la comunidad de vecinos. Figuras como mi pareja y te vendo la mitad del piso; es lo más sencillo. El precio de venta es una corona. Tienes que firmarlo.
Lisbeth le dio un bolígrafo y Mimmi estampó su firma y su fecha de nacimiento.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo.
– Lisbeth, siempre te he considerado un poco chiflada, pero ¿te das cuenta de que acabas de regalarme la mitad de esta casa? Me encanta el piso y me apetece mucho vivir aquí, pero no me gustaría que, de pronto, un día te arrepintieras. No quiero que eso cree problemas entre nosotras.
– No habrá ningún problema. Quiero que tú vivas aquí. Me gusta.
– Pero ¿gratis? ¿Sin pagarte nada? Estás loca.
– Te encargarás de mi correo. Ésa es la condición.
– Me llevará unos cuatro segundos por semana. ¿Pasarás a verme de vez en cuando para que nos acostemos?
Lisbeth le clavó la mirada. Permaneció callada un instante.
– Me gustaría mucho, pero no forma parte del contrato. Puedes decir que no cuando quieras. Mimmi suspiró.
– Qué pena, justo cuando acababa de empezar a hacerme ilusiones de ser una kept woman. Ya sabes, una persona me pone un apartamento, me paga el alquiler y aparece sigilosamente de vez en cuando para darse conmigo un revolcón en la cama.
Permanecieron en silencio un rato. Luego Mimmi se levantó, entró en el salón y apagó la desnuda bombilla del techo.
– Ven aquí.
Lisbeth la siguió.
– Nunca lo he hecho en el suelo de una casa recién pintada donde no hay ni un mueble. Una vez vi una película con Marlon Brando que iba de una pareja que lo hacía. Estaban en París.
Lisbeth miró al suelo de reojo.
– Quiero jugar. ¿Te apetece?
– Casi siempre me apetece.
– Esta noche pienso ser una bitch dominante. Yo decido. Desnúdate.
Lisbeth sonrió de torcido. Se desnudó. Le llevó por lo menos diez segundos.
– Túmbate en el suelo. Boca abajo.
Lisbeth hizo lo que Mimmi le había ordenado. El parqué estaba frío y en seguida se le puso la piel de gallina. Mimmi usó la camiseta de Lisbeth que decía You have the right to remain silent para atarle las manos a la espalda.
A Lisbeth le vino a la mente que era parecido a cómo la inmovilizó, hacía ya más de dos años, el Jodido Cerdo y Asqueroso abogado Nils Bjurman
Ahí cesaron las similitudes.
Estando con Mimmi, Lisbeth sólo sentía una curiosidad llena de deseo. Sumisa, se dejó hacer en cuanto Mimmi la tumbó boca arriba y le separó las piernas. Lisbeth la contempló en la penumbra cuando Mimmi se quitó la camiseta; se quedó fascinada con la suavidad de las líneas de sus pechos. Luego Mimmi le vendó los ojos con la prenda. Lisbeth oyó la fricción de la ropa. Unos segundos más tarde sintió la lengua de Mimmi en su vientre y sus dedos por la cara interna de los muslos. Se encontraba más excitada de lo que había estado en mucho tiempo. Bajo la venda, cerró los ojos fuertemente y dejó que Mimmi impusiera el ritmo.