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Tan pronto como los medios de comunicación descubrieron que Lisbeth Salander era amiga de la conocida lesbiana Miriam Wu, se desató en varios periódicos una verdadera convulsión. Miriam Wu había actuado en el performance show de Benita Costa en el Festival del Orgullo Gay, un provocador espectáculo donde Mimmi fue fotografiada desnuda de cintura para arriba, vestida con unos pantalones de cuero con tirantes y unas botas de charol de tacón alto. Además, había escrito artículos en una publicación gay, que fueron citados asiduamente en los medios, y en algunas ocasiones había sido entrevistada en relación a su participación en distintos espectáculos. La combinación de una presunta asesina múltiple lesbiana con las sugerentes prácticas de sexo BDSM constituía, al parecer, un cóctel infalible para aumentar la tirada.

Dado que durante la primera semana no se consiguió localizar a Miriam Wu, siguieron un sinfín de especulaciones sobre la posibilidad de que ella también hubiera sido víctima de la ola de violencia de Salander o de que, incluso, fuera su cómplice. Tales reflexiones, no obstante, se limitaban fundamentalmente al chat de una estúpida página web llamada Exilen, pero no figuraban en los medios más importantes. Al hacerse público que la tesis de Mia Bergman versaba sobre el comercio sexual, varios periódicos sí especularon con la posibilidad de que ése hubiera sido el móvil de los asesinatos, ya que, según los servicios sociales, Lisbeth Salander era una prostituta.

Al final de la semana, los medios también descubrieron que Salander tenía conexiones con una pandilla de chicas que coqueteaban con el satanismo. El grupo se llamaba Evil Fingers e indujo a un periodista cultural de cierta edad a escribir un texto sobre el desarraigo de los jóvenes y los peligros que se ocultan en todo lo que va desde la cultura de los cabezas rapadas hasta la del hip-hop.

A esas alturas, el público ya estaba saturado de información sobre Lisbeth Salander. De haber reunido todas las afirmaciones de los distintos medios, hubiera resultado que la policía buscaba a una lesbiana psicótica miembro de una banda de satánicas sadomasoquistas que preconizaban el sexo BDSM y que odiaban a la sociedad en general y a los hombres en particular. Dado que, además, Lisbeth viajó al extranjero durante el año anterior, posiblemente también se podrían establecer conexiones internacionales.

En una sola ocasión Lisbeth reaccionó con una emoción menos templada ante lo que salió a flote en medio de aquel ruido mediático. Un titular captó su interés.

«LE TENÍAMOS MIEDO»

– Amenazaba con matarnos -dicen los profesores y los compañeros de clase.

Las declaraciones eran de una antigua profesora, ahora artista textil, llamada Birgitta Miåås, que se explayaba narrando cómo Lisbeth Salander amenazaba a sus compañeros de clase y el miedo que le tenían los profesores.

Efectivamente, Lisbeth se había encontrado con Miåås, y no sólo en el sentido literal del término.

Se mordió el labio inferior y calculó que por aquel entonces ella tenía once años. Recordaba a Miåås, una desagradable sustituta de matemáticas, que en una ocasión se obstinó en que Lisbeth contestara a una pregunta a la que ya había dado una respuesta correcta, pero que, según la solución del libro de texto, era errónea. En efecto, el libro se equivocaba, algo que, para Lisbeth, debería haber resultado obvio a los ojos de cualquier persona. Pero la insistencia de Miåås aumentó de modo inversamente proporcional a las ganas de Lisbeth por resolver el problema. Lisbeth se quedó sentada y se puso de morros, dibujando con la boca, con el labio inferior adelantado, una línea recta. Hasta que, al final, Miåås, de pura frustración, la cogió de los hombros y la zarandeó para despertar su atención. Lisbeth reaccionó tirándole el libro a la cabeza, cosa que provocó un alboroto considerable. Lisbeth le escupió y bufó defendiéndose como gato panza arriba y dando patadas a diestro y siniestro, mientras los compañeros intentaban sujetarla.

Era un reportaje a doble página en un periódico vespertino que había reservado espacio para una serie de comentarios, en una columna adyacente, ilustrados con una foto en la que uno de sus antiguos compañeros de clase posaba ante la entrada de su viejo colegio. El chico en cuestión se llamaba David Gustavsson y se presentaba a sí mismo como auxiliar administrativo. Afirmaba que los alumnos le tenían miedo a Lisbeth Salander ya que «una vez, ella había amenazado con matarlos». Lisbeth se acordaba de David Gustavsson. Fue uno de sus principales torturadores durante sus años de escuela, una corpulenta bestia con un cociente intelectual semejante al de un lucio que raramente dejaba escapar la oportunidad de repartir insultos y empujones en el pasillo. En una ocasión, detrás del gimnasio, la atacó durante la comida y ella, como ya venía siendo habitual, le devolvió el golpe. Desde el punto de vista físico, Lisbeth tenía todas las de perder, pero consideraba que era mejor morir que capitular. Precisamente aquel incidente se descontroló cuando gran cantidad de compañeros de clase les rodeó y observaron impasibles cómo David Gustavsson, empujándola una y otra vez, derribaba a Lisbeth Salander. Eso los entretuvo hasta cierto punto, pero la estúpida chica, que no sabía lo que era mejor para su propio bien, se quedó en el suelo y, para colmo, ni siquiera se echó a llorar ni pidió clemencia.

Al cabo de un rato, aquello empezó a resultar excesivo hasta para sus propios compañeros. La ventaja de David era tan superior y Lisbeth se veía tan manifiestamente indefensa que el chico empezó a acumular puntos en su contra; había iniciado algo que no sabía cómo concluir. Al final, le propinó dos contundentes puñetazos que no sólo le partieron el labio, sino que también la dejaron sin aire. Los demás estudiantes la abandonaron sin contemplaciones y, entre risas, doblaron la esquina y desaparecieron.

Lisbeth Salander volvió a casa a lamerse las heridas. Dos días más tarde, regresó con un bate de béisbol. En medio del patio le asestó un golpe a David en la oreja. Mientras él yacía tumbado en el suelo, en estado de shock, Lisbeth apretó el bate contra su garganta, se inclinó y le susurró al oído que si volvía a tocarla otra vez, lo mataría. Cuando el personal del colegio descubrió lo que estaba pasando, David fue trasladado a la enfermería y Lisbeth al despacho del director, donde se le impuso un castigo, se engrosó su expediente por mala conducta y se decidió continuar con la investigación de los servicios sociales.

Durante más de quince años, Lisbeth no había vuelto a pensar en la existencia -ni en la razón de ser- ni de Miåås ni de Gustavsson. Tomó nota mental de controlar, cuando dispusiese de tiempo, a qué se dedicaban en la actualidad.

El despliegue de atención mediática tuvo como resultado que Lisbeth se hiciera muy famosa, tristemente famosa, entre la sociedad sueca. Se examinó, analizó y publicó hasta el más mínimo detalle de su pasado, desde sus arrebatos de violencia en la escuela primaria hasta su tratamiento en la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan, a las afueras de Uppsala, donde pasó más de dos años.

Aguzó el oído cuando entrevistaron en la tele al médico jefe Peter Teleborian. Tenía ocho años más desde la última vez que Lisbeth lo viera, en el Tribunal de Primera Instancia, durante la vista oral sobre su incapacidad. Tenía el ceño profundamente arrugado y se rascó la fina barba cuando, con visible preocupación, se dirigió a la presentadora y le explicó que se hallaba bajo secreto profesional y que, por consiguiente, no estaba autorizado a hablar de ninguno de sus pacientes. Cuanto podía decir era que Lisbeth Salander constituía un caso muy complicado que requería tratamiento especializado y que el tribunal, en contra de sus recomendaciones, había decidido someterla a tutela administrativa y reinsertarla en la sociedad, en vez de ofrecerle la asistencia institucional que necesitaba. «Un escándalo», afirmó Teleborian. Lamentaba que, como consecuencia de ese error judicial, tres personas hubieran tenido que pagar con sus vidas, y aprovechó la ocasión para criticar los drásticos recortes presupuestarios que el gobierno había efectuado durante las últimas décadas en el ámbito de la asistencia psiquiátrica.

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