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Miriam Wu pensó en soltarle un dropkick y en darle con el codo en las narices pero, al sopesar las consecuencias, tuvo el suficiente sentido común para comprender que lo único que conseguiría sería proporcionarles fotografías aún más jugosas.

– ¿Has estado en el extranjero con Lisbeth Salander? ¿Sabes dónde se encuentra? -Miriam Wu cerró la puerca y echó el cerrojo recién instalado. Tony Scala abrió con el dedo la trampilla del buzón.

– Miriam, tarde o temprano tendrás que hablar conmigo. Yo te puedo ayudar.

Cerró bien el puño y le asestó un buen golpe a la trampilla. Escuchó un aullido de dolor; le había pillado el dedo a Tony Scala. Luego cerró la puerta interior, se dirigió al dormitorio, se tumbó en la cama y cerró los ojos. «Lisbeth, cuando te coja te voy a estrangular.»

Después de visitar Smådalarö, Mikael Blomkvist dedicó la tarde a entrevistarse con otro de los puteros que Dag Svensson tenía intención de denunciar. Con éste eran seis, de una lista de treinta y siete, los hombres que había despachado durante esa semana. Se trataba de un juez jubilado que vivía en Tumba y que en varias ocasiones había presidido juicios relacionados con la prostitución. El muy sinvergüenza ni negó los hechos, ni lanzó amenazas, ni suplicó clemencia, cosa que a Mikael le resultó de lo más refrescante. Todo lo contrario: reconoció, sin el menor pudor, que por supuesto que se había follado a esas putas del Este. No, no estaba arrepentido. La prostitución era una profesión honrada y consideró que, al ser su cliente, les había hecho un favor a las chicas.

Mikael se encontraba a la altura de Liljeholmen cuando Malin Eriksson lo llamó a las diez de la noche.

– Hola -dijo Malin-. ¿Has visto la edición digital del dragón matutino?

– No, ¿qué dice?

– Que la amiga de Lisbeth Salander acaba de regresar.

– ¿Qué? ¿Quién?

– La bollera, Miriam Wu, la que vive en su piso de Lundagatan.

«Wu -pensó Mikael-. Salander-Wu en la puerta.»

– Gracias. Estoy en camino.

Finalmente, Miriam Wu optó por desconectar el teléfono y apagar el móvil. La noticia había salido a las siete y media de la tarde en la edición digital de uno de los periódicos matutinos. Poco después llamó Aftonbladet y tres minutos más tarde Expressen para que hiciera declaraciones. Ahtuellt presentó la noticia sin nombrarla expresamente, pero a las nueve de la noche no menos de dieciséis reporteros de distintos medios ya habían intentado sacarle algún comentario.

En dos ocasiones llamaron a la puerta. Miriam Wu no abrió y apagó todas las luces de la casa. Tenía ganas de partirle la cara al próximo periodista que la acosara. Al final encendió el móvil y llamó a una amiga que vivía cerca, en la zona de Hornstull, y le rogó que le permitiera pasar la noche en su casa.

Consiguió salir del portal de Lundagatan apenas cinco minutos antes de que Mikael Blomkvist aparcara y llamara infructuosamente a su puerta.

Bublanski llamó a Sonja Modig poco después de las diez de la mañana del sábado. Ella había dormido hasta las nueve, luego estuvo jugando y trasteando un rato con los críos antes de que su padre se los llevara a comprarles sus chuches semanales.

– ¿Has leído los periódicos hoy?

– La verdad es que no. Me he despertado hace tan sólo una hora y pico y desde entonces he estado con los niños. ¿Ha pasado algo?

– Alguien ha filtrado información a la prensa.

– Eso ya lo sabíamos. Alguien filtró el informe psiquiátrico forense de Salander hace varios días.

– Fue el fiscal Ekström.

– ¿Sí?

– Sí. Claro que sí. Aunque él nunca lo admitirá. Intenta caldear el ambiente porque le favorece. Pero ahora no ha sido él. Un periodista que se llama Tony Scala ha hablado con un policía que ha soltado un montón de información sobre Miriam Wu. Entre otras cosas, detalles de lo que se decía en el interrogatorio de ayer. Era algo que queríamos mantener en secreto. Ekström está que muerde.

– Joder.

– El periodista no nombra a nadie. La fuente es descrita como una persona que ocupa «una posición central dentro de la investigación».

– Mierda -dijo Sonja Modig.

– En un momento del artículo se refiere a la fuente como «ella».

Sonja Modig permaneció callada durante veinte segundos mientras asimilaba el significado de eso. Ella era la única mujer de la investigación.

– Bublanski, yo no he dicho ni una palabra a ningún periodista. No he hablado de la investigación con nadie de puertas para afuera. Ni siquiera con mi marido.

– Te creo. Y no he dado crédito ni por un momento a la acusación de que tú estés filtrando información. Pero, desgraciadamente, el fiscal Ekström piensa que sí. Y Hans Faste tiene guardia este fin de semana, así que echará más leña al fuego con sus insinuaciones.

De pronto, Sonja Modig se vino abajo.

– ¿Qué va a pasar ahora?

– Ekström exige que se te aparte de la investigación mientras se estudia el asunto.

– Esto es una locura. ¿Cómo voy a poder demostrar…?

– No hace falta que demuestres nada. Es el investigador el que debe hacerlo.

– Ya lo sé, pero… ¡Joder! ¿Cuánto tiempo tardará la investigación?

– Ya ha tenido lugar.

– ¿Qué?

– Yo te he preguntado. Tú has contestado que no has filtrado ninguna información. Por lo tanto, la investigación ha concluido y lo único que me falta es redactar el informe. Nos veremos el lunes, a las nueve, en el despacho de Ekström para repasar las preguntas.

– Gracias, Bublanski.

– De nada.

– Hay un problema.

– Ya lo sé.

– Si yo no he filtrado la información, alguna otra persona del equipo ha de haberlo hecho.

– ¿Se te ocurre quién?

– Espontáneamente me veo tentada a decir que Faste, pero no me lo acabo de creer.

– Yo tampoco. Pero cuando quiere puede ser un verdadero cabrón y ayer estaba realmente indignado.

A Bublanski le gustaba pasear siempre que su horario y su tiempo se lo permitían. Era una de las pocas maneras de hacer ejercicio que tenía. Vivía en Katarina Bangata, en Södermalm, no muy lejos de la redacción de Millennium o, dicho de otro modo, de Milton Security, donde Lisbeth Salander había trabajado, y de Lundagatan, donde ella tuvo su domicilio. Además, la sinagoga de Sankt Paulsgatan le quedaba cerca. Los sábados por la tarde paseaba por todos esos lugares.

Al principio del paseo le acompañaba su mujer Agnes. Llevaban veintitrés años casados y durante todo ese tiempo él le había sido completamente fiel: ni un solo desliz.

Pararon un rato en la sinagoga para hablar con el rabino. Bublanski era un judío de ascendencia polaca, mientras que la familia de Agnes -los que sobrevivieron a Auschwitz- procedía de Hungría.

Después de esa breve visita se separaron: Agnes se fue a hacer la compra, mientras que su marido prefirió continuar paseando. Necesitaba estar solo y reflexionar sobre la enrevesada investigación. Examinó detenidamente las medidas que había tomado desde que el caso fuera a parar a su mesa esa mañana del jueves de Pascua y no detectó errores de bulto.

No haber mandado a nadie inmediatamente a la redacción de Millennium para registrar la mesa de Dag Svensson había sido un fallo. Cuando finalmente lo hizo -él en persona- Mikael Blomkvist ya debía de haber quitado de en medio Dios sabe qué. Otro descuido era haber pasado por alto que Lisbeth Salander se hubiera comprado un coche. Sin embargo, Jerker Holmberg ya le había comunicado que el vehículo no contenía nada de interés. Aparte del desliz del coche, la investigación era todo lo pulcra que se podía esperar que fuera.

Se detuvo en un quiosco en Zinkensdamm y, pensativo, se quedó contemplando la portada de un periódico. La foto de pasaporte de Lisbeth Salander había sido reducida a un pequeño pero reconocible recuadro de la esquina superior derecha; el centro de atención se había desplazado ahora a noticias más jugosas.

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